En agosto de 2008, un sonriente George W. Bush y su esposa Laura aplaudían orgullosos en un partido de baloncesto de Estados Unidos en el pabellón deportivo de Wukesong, en Pekín, durante los Juegos Olímpicos que se celebraban en esa ciudad con toda la pompa. En menos de dos meses, la capital china volverá a acoger -entre el 4 y el 20 de febrero- unos Juegos Olímpicos, los de invierno de 2022. Pero esta vez la situación será completamente diferente.
Estados Unidos ha anunciado esta semana un boicot diplomático del evento deportivo en Pekín, que justifica como castigo a las violaciones de los derechos humanos de los uigures en Xinjiang y a la limitación de las libertades en Hong Kong. Aunque sus deportistas sí participarán, no asistirá ningún alto funcionario de ese país. Mucho menos el presidente actual, Joe Biden. Al veto de Washington se han sumado, por el momento, Canadá, Australia y el Reino Unido.
La mayor de las diferencias viene dada por el estatus actual de China. Hace catorce años, Pekín utilizaba aquellos Juegos para tratar de convencer al mundo de que merecía codearse con las grandes potencias, y Occidente le presionaba para intentar que emprendiera reformas democráticas y mostrara un mayor respeto a los derechos humanos.
En 2021, China es la segunda potencia del mundo y aspira a superar a Estados Unidos antes de llegar a mediados de siglo. Ambas están inmersas en una rivalidad de tal calibre que algunos ya la comparan con una nueva Guerra Fría. Pekín es mucho más asertiva en la defensa de sus intereses que hace catorce años. Incluso -afirma Pekín- su sistema político es una democracia. Y su versión es mucho mejor que la de Estados Unidos.
Mientras en Washington se preparaba la Cumbre para la Democracia que se celebró de forma telemática la pasada semana desde la capital estadounidense con la participación de decenas de países, China -que no estaba invitada al evento- organizaba su propio Foro Internacional sobre Democracia, con la participación de políticos y expertos de más de 120 países. También presentaba un libro blanco de 13.000 palabras con el título “China: Democracia que Funciona”. Y el Ministerio de Exteriores chino presentaba un informe en el que criticaba el estado de la democracia estadounidense.
A lo largo de toda la semana, los medios estatales chinos han insistido una y otra vez en las virtudes del sistema chino y resaltado los problemas del estadounidense. “La democracia popular completa de China no es del tipo que se activa en el momento de ir a votar y se desactiva inmediatamente después”, aseguraba la semana pasada el viceministro de Exteriores Le Yucheng.
El libro blanco insiste en que hay muchos tipos de democracias y el de China es uno más, en el que el Partido Comunista puede conocer adecuadamente la opinión de la gente -enviando, por ejemplo, funcionarios a las comunidades para consultarlas- y legislar teniendo en cuenta esas demandas. “No hay un modelo fijo de democracia; se manifiesta de muchas formas. Aplicar una medida única a los innumerables sistemas políticos del mundo y examinar estructuras políticas diversas de manera monolítica es algo en sí mismo antidemocrático”. El éxito del sistema chino, asegura, es conseguir la mejora de la calidad de vida de su población.
Pese a sus reclamaciones, los estándares internacionales consideran a China como un régimen autocrático. No hay alternancia en el gobierno, independencia judicial ni separación de poderes: el Partido Comunista lo controla todo. Tampoco hay libertad de expresión o asociación, medios de comunicación independientes o elecciones libres por sufragio universal, entre los elementos que Naciones Unidas considera imprescindibles en una democracia. Sus disidentes se ven sistemáticamente encarcelados. Dos organizaciones distintas, el Comité para la Protección de los Periodistas y Reporteros sin Fronteras acusaban en sendos informes esta semana a China de ser el principal carcelero de periodistas en todo el mundo. La ONG Freedom House la sitúa en los puestos de cola de su clasificación de libertad en el mundo.
Aunque la propaganda se ha intensificado esta semana en paralelo con la cumbre en Washington, la caracterización del sistema político de China como una democracia no es nueva, recuerda el catedrático David Shambaugh, de la Universidad George Washington. Sus fundadores “siempre mantuvieron desde el principio que eran demócratas”, y las aseveraciones han arreciado en el último par de años. Se trata de “un intento de ganar soft power [poder blando] en el exterior e involucrarse en lo que llaman la guerra del discurso para tratar de competir con las narrativas occidentales. Parte de esa competición es alegar, ‘nosotros también tenemos características democráticas en nuestro sistema que se retrotraen a los años treinta, y Occidente no tiene el monopolio de cómo debe funcionar una democracia”.
La guerra del discurso
El presidente Xi Jinping ha declarado en varias ocasiones la necesidad de que China se imponga en esa “guerra por el poder del discurso internacional” y que cuando hable, se la escuche con atención. En el escenario mundial tanto como dentro de sus fronteras. Pekín debe “hacer grandes esfuerzos por fortalecer la capacidad de comunicación internacional, formar un discurso hacia el exterior que represente nuestro poderío nacional y estatus internacional, crear un clima de opinión pública externa favorable respecto a la reforma, desarrollo y estabilidad de China”, declaraba en junio en una reunión del Politburó del Partido Comunista.
Y ahora es el momento perfecto para intensificar esos esfuerzos, según considera el Partido Comunista. Mientras el resto del mundo intenta doblegar al coronavirus, China ha controlado la pandemia, su economía crece y se ha convencido de la superioridad de su sistema político. A sus ojos, mientras Estados Unidos ha entrado en decadencia, “el tiempo y el impulso -aseguraba Xi en enero- están de parte de China”.
La nueva oleada de diplomáticos chinos de retórica más agresiva para defender los intereses de su país, conocidos como “lobos guerreros”, surge de esta búsqueda nacional del huayuquan (literalmente, el derecho a hablar), el poder del discurso externo. Su áspera defensa de lo que considera lucha antiterrorista en Xinjiang contra la minoría uigur, que profesa el islam en su mayoría, o la estabilización de Hong Kong tras las protestas de 2019, también.
Los Juegos Olímpicos de Pekín se integran también en esta misma lucha por la narrativa. Al anuncio de Washington sobre su ausencia diplomática, el Gobierno chino respondía con retórica incendiaria: los países que impongan ese veto, aseguraba, “pagarán un precio”. Y, al mismo tiempo, insistía en que el boicot era solo una falacia, puesto que ningún alto cargo de esas naciones estaba invitado.
A China “le solía importar mantener una atmósfera armoniosa con Occidente, y el modo en que el resto del mundo le percibía, especialmente Occidente. Eso debe de cambiar”, escribía el periódico Global Times, propiedad del Partido Comunista, en un editorial el mes pasado sobre el evento deportivo.
“Si Estados Unidos quiere liderar a sus aliados en el uso de los Juegos como escenario para exhibir sus diferencias (con China), China solo necesita sacar a la luz y oponerse a esos intentos, al tiempo que hace caso omiso de sus ataques superficiales contra China. Pekín ya no considera que Estados Unidos y sus aliados vayan a cooperar con China en ese tipo de acontecimientos internacionales. Como resultado, neutralizaremos la mayoría de las armas ideológicas de Occidente”, apuntaba el editorial. “Si lo conseguimos y cambiamos la actitud de la sociedad china hacia cómo Occidente nos percibe, los Juegos de Pekín serán (…) un rito de paso de China como gran potencia madura”, concluye.
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