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¿Es racista hablar de música ‘urbana’?

¿Qué es la música urbana? Si nos atendemos a los resultados que arroja Spotify cuando en su motor de búsqueda introducimos la palabra -o su traducción en inglés, urban– el asunto se presenta casi como un haiku. Hay playlists de urban latino, de urban ‘de tranquis’, de urban árabe, de urban flamenco e incluso de urban catalán. Curiosamente, ahora que el género, o lo que sea la música urbana, se ha convertido en algo universal, transversal y suficientemente amorfo como para que podamos meter en él a gente como Nathy Peluso, Kali Uchis, Don Patricio o Beyoncé sin preocuparnos de los matices, en EE UU, donde se generó la etiqueta, se ha abierto un debate respecto a su idoneidad.

En junio, dos semanas después del asesinato de George Floyd, en plena oleada de protestas por la endémica violencia policial y con el movimiento Black Lives Matter tomando las calles de las principales ciudades del país, Republic Records emitió un comunicado en el que anunciaba que dejaba incluir la categoría urban para catalogar a ninguno de sus artistas. El sello, casa de Ariana Grande o Drake, comunicaba que la palabra no solo iba a dejar de utilizarse para vender ciertos discos, sino que también iba a desaparecer para categorizar departamentos de la empresa o para definir cargos de empleados. “Animamos al resto de la industria musical a seguir nuestro ejemplo”, terminaba el comunicado, escueto pero taxativo.

El término lo acuñó a mediados de los años setenta el locutor de radio neoyorquino Frankie Crocker en un intento por crear un paraguas suficientemente grande bajo el que pudiera cobijar la ecléctica selección de artistas que programaba. Pronto, la etiqueta se utilizó como la nueva forma de agrupar la música negra de la época. En los años cuarenta, se había creado el Harlem Hit Parade con similar intención. El término quedó geográficamente obsoleto y se pasó a utilizar la dudosa nomenclatura race records (discos de raza) para referirse a esos entonces novedosos sonidos creados por músicos de color. Luego se trató de agruparlos bajo el epígrafe rhythm’n’blues. Esta fue la sensata aportación de Jerry Wrexler, el mítico periodista reconvertido más tarde en productor musical. En 1953 trabajó con Ray Charles, en 1967 fue elegido productor del año gracias a su colaboración con Aretha Franlyn y en 1984 grabó el Careless whisper de Wham! en los míticos estudios Muscle Shoals. Hoy, Atlantic, el sello con el que Wrexler trabajó casi toda su carrera, es el único con un departamento de música negra. Sin eufemismos.

Después de una década en que los ejecutivos de las discográficas lograron introducir soul como voz generalista, llegó el urban. El término se utilizó en un principio para poder vender mejor –o sea, sin connotaciones que resultaran excesivamente agresivas o realistas– música negra a los blancos, ya fueran simples oyentes o ejecutivos encargados de decidir dónde sus marcas ponían publicidad. Urban se les antojó la forma menos negra de vender música negra. Incluso para vendérsela a los propios afroamericanos, un mercado que en los ochenta ya empezaba a tener atractivo para las marcas. Pero, como declaró en 1982 el programador radiofónico Sunny Joe White: “Muchas agencias de marketing aún saben muy poco sobre los hábitos de consumo de la población negra. Así, las radios afirman programar música urban para hacerse más atractivas. Esa situación provoca que incluso las radios negras traten de parecer menos negras para poder competir por el pastel publicitario”. Las radios negras dejaron de ser para la industria el banco de pruebas para saber si un disco de un músico de color podía ser abrazado por el público blanco.

La artista Janelle Monae, en el desfile de Chanel, en París, el pasado marzo. Getty Images

En 2014, Radio1XTra, perteneciente a la BBC, coronó como músico urbano del año a un pelirrojo nacido en Halifax llamado Ed Sheeran. Aquella etiqueta estaba más que agotada. No solo estaba ejerciendo un efecto reduccionista en el ámbito de la música negra, sino que se había convertido en cajón enorme en el que cabía prácticamente cualquiera que se lo propusiera, o al que se lo propusieran. Si no sonabas a tractor eras urban. Cuatro años más tarde, la revista Billboard se preguntaba porqué aún nos referíamos al r’n’b y al hip hop como urban, como si aún fueran géneros embrionarios que había que vender a través de subterfugios. Se hablaba con figuras clave dentro de la industria del disco estadounidense, y aunque algunos aún defendían el término como útil, muchos creían que ya era hora de deshacerse de él. “Odio la palabra urban. No solo es una categoría errónea sino que nace de un modo de estereotipar las comunidades negras”, comentaba Sam Taylor, ejecutivo de Kobalt Music, el gigante de la innovación en la industria musical entre cuyos artistas se encuentran Childish Gambino, Beck o Lorde. El mensaje de Taylor era que, básicamente, lo llamaron urban porque llamarlo gueto les dio apuro.

Pero no todo eran voces en contra de la cancelación de urban como palabra para aglutinar lo que, curiosamente, se había convertido en uno de los géneros más populares y rentables de la música del siglo XXI. En el seño de la industria, surgieron voces de empleados de color que sentían que si se eliminaban los departamentos de música urbana sus puestos de trabajo corrían peligro. Mark Pitts, presidente de la división urban del sello RCA, declaraba: “Siempre he llevado la insignia de urban como algo honroso. Como ejecutivo negro, lo he promocionado con orgullo”. Otro ejecutivo del mismo sello, Tanki Balogun, recordaba haber vivido el debate sobre la viabilidad el término desde sus inicios en la industria. “Ser ejecutivo de esta división me ha impedido poder trabajar con artistas fuera de este ámbito. Como soy negro, solo puedo trabajar con artistas negros y que se crea que encajan en el ámbito de lo urban”, se quejaba.

Finalmente parece que la palabra ha entrado en su proceso de desaparición definitiva. Artistas dentro del ámbito han insistido en declarar que lo suyo es música negra. Y punto. Desde Kendrick Lamar hasta Beyoncé, pasando por Janelle Monáe o incluso Sean Combs. Si pueden caer las estatuas de los generales confederados o de infames esclavistas, puede caer este término tan maniqueo. El problema es que urban en los últimos años se ha convertido tal vez en el más dramático caso de mala traducción en el esquema global de la música. Se ha utilizado fuera del ámbito anglosajón para simplemente categorizar la música nueva que no se sabía dónde meter. Ahora mismo, para muchos, urban es todo lo que no es rock. El reguetón es urban. El trap es urban. Cualquier fusión es urban. ¿Qué es urban? Tú eres urban. Es el dióxido de carbono de la música.

¿Cómo deshacemos este nudo que empieza con UPA Dance y acaba con Bad Bunny? La tentación de tener un cajón en el que meter todo lo que no se entendía era demasiado grande como para dejarla pasar. Decir urban hoy es como decir dabuti en 1989. Ahora tenemos un cajón en el que es imposible encontrar la pareja de cualquier calcetín. Es lo que tiene pensar que lo nuevo le va a importar a tan poca gente que es igual lo que hagas con ello. El proceso de desarticulación va a ser largo y complicado, porque nuestro urban tiene mucho más que ver con territorio vaqueroplanta joven que con nada que con nada asociado a los sonidos de 2020.


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