“Tengo 13 años y siento deseo por los niños”.
Hay afirmaciones difíciles y hay afirmaciones que ni siquiera llegan a formularse. El tabú, el señalamiento y la repugnancia social hacia ellas es tan alta, que impiden las palabras para algunas voces. Todo deseo se gesta buscando su objeto propio y no atiende a razones ni a represiones. Aparece y se hace indomable. Solemos creer ser dueños del mismo y tener el poder de atemperarlo, pero ya nos dijo Freud, atinadamente y para sorpresa de los de entonces, que no somos amos de nuestra propia casa, de nuestro propio yo.
Casi todos tendemos a querer instalarnos en una normalización propia y a obligar la ajena. Nos esforzamos en ello y, por eso, toda desviación de la norma tiene dificultades para encontrar un lugar. Imaginamos entonces que quien adivina incipientemente en él ese impulso del sexo con menores debe sentirse asaltado, desagraciado y monstruoso. Pero además, y es ahí donde debemos prestar atención, perdido.
Nuestro aparato de salud mental, con sus psicólogos y psiquiatras, se presenta tolerante, acogedor, atento. En él se da cabida al diferente, a quien sufre, al dislocado. Su intención terapéutica dice tener capacidad de escucha para cualquier sujeto, pero parece que el tratamiento y, llegado el caso, la cura no alcanza a todos.
Leí hace tiempo, con sorpresa y a la vez agrado, que un grupo de psicólogos había creado un gabinete especializado en tratar a estos adolescentes que presentan un deseo dañino. Lo hicieron en respuesta a la demanda de algunos padres, muy pocos, que se atrevían a manifestar su desconcierto, sobrepasados, ante las confesiones de sus hijos, y sintiéndose desatendidos, sin lugar para depositar su preocupación. Anhelaban un espacio para la oportunidad de la palabra, para que ese deseo pudiese cambiar de objeto.
Mi sorpresa fue el silencio —un silencio mudo— con respecto a la incipiente pederastia, y mi agrado que al fin se abriese un pequeño hueco al tratamiento de la misma. Pero ahora me resulta alarmante no haber encontrado más referencia a este asunto (salvo para calificar a los protagonistas de monstruos sin derechos, deviniendo en catalizadores de todos los odios y restándoles cualquier posibilidad de redención), incluso en esos medios de comunicación centrados en el dolor-espectáculo, donde todo vale. Ni siquiera allí, donde se invita a las confesiones más indecorosas, aparece la palabra para los que se sienten invadidos por el deseo que no desean.
Todos los adolescentes están buscándose y, seguramente, algunos deben descubrir ese desajuste con una vergüenza enmudecida. No se lo dirán a sus padres ni a sus amigos. Creerán que podrán domar ese escoramiento hacia el deseo infantil, pero el tiempo no lo atemperará: siempre acabará asomando y, llegado el momento, consumándose. Recordemos además lo obvio: lo prohibido acrecienta el deseo. Contaban estos psicólogos, a los que nos referíamos antes, que sus pacientes relataban haber sido incluso echados de alguna consulta cuando confesaron su deseo más terrible.
Pese a la obsesión social por la tolerancia (terrible palabra cuando sustituye al respeto; lo sabía muy bien Pier Paolo Pasolini, que se negaba a ser llamado “tolerado”, cuando la homosexualidad era aún una voz sin palabra), parece que siempre se genera una exclusión. No es esto algo extraño si sabemos leer a Agamben cuando afirma que nuestras sociedades se construyen sobre un funcionamiento que integra, siempre y cuando queden necesariamente zonas de exclusión: microestados de excepción en los que la norma y los derechos no se aplican a algunos, para desgracia de los afectados.
Nunca más he vuelto a saber de esa preocupación. Nunca he escuchado a unos padres relatar ese problema aparecido en un hijo. El tabú es tan espeso que sumerge cualquier conato de exposición. Y vistas las redes de pederastia, el número no parece ser, ni mucho menos, menor. No hay ni ocupación ni preocupación, sino únicamente, cuando ya es tarde, queda solo el señalamiento del monstruo poseedor de ese deseo.
Recientemente el pleno del Congreso ha aprobado, con amplio consenso, la Ley orgánica de protección a la infancia frente a la violencia, reclamada desde hace años por organizaciones de infancia. Esta ley, pionera internacional, incorpora medidas tan importantes como la privación de la patria potestad para condenados por homicidio o maltrato, o la que hace que los abusos sexuales a menores no prescriban hasta que la víctima cumpla al menos 35 años, o el que la víctima realice una única narración de los hechos. Todo ello representa sin duda un cambio cualitativo en cuanto al tratamiento de la pederastia.
Sea muy bienvenida esta ley tan necesaria. Gracias a James Rhodes por su impulso decisivo con su relato personal novelado, su simbólica chacona y su empecinamiento. Pero no olvidemos que hay aún afirmaciones para las que no estamos preparados y deberíamos estarlo. Nos ayudaría a todos. Queda aún de quién ocuparse.
Aurora Freijo es escritora y profesora de Filosofía. Su última novela es La ternera (Anagrama).
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