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Espías, falsificación de documentos, sobornos, negocios oscuros: la ruta de escape del fascismo en Madrid


Centro de Madrid, primeros años tras la Segunda Guerra Mundial. En las calles de la ciudad —en oficinas, restaurantes, tabernas— Philippe Sands podría descubrir esas vidas a través de las cuales parece comprenderse el desarrollo de los días más terroríficos de la Europa contemporánea. Pero en este caso ha sido el historiador Pablo del Hierro —profesor en la Maastricht University— quien ha reconstruido un olvidado rompecabezas que permite conceptualizar la capital de España como una urbe fundamental en el oscuro proceso de reconfiguración del viejo fascismo tras su derrota. Dinero, agentes dobles, connivencias políticas con el terror. Así se detalla en el espectacular artículo The Neofascist Network and Madrid 1945–1953, que acaba de publicar la revista Contemporary European History de la Universidad de Cambridge.

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Usando un abanico de fuentes exploradas en archivos de diversos países y cruzando informes policiales y de servicios secretos (del MI5 a la CIA) con memorias o dietarios inéditos, Hierro ha topografiado cómo la red neofascista se arrapó a la piel de Madrid. Forman parte de la historia periodistas, colaboracionistas o delegados de partidos o países fascistas en España. Se activa entre 1945 y 1946, cuando dirigentes derrotados intentan escapar de detenciones y juicios de las potencias aliadas. Las grandes rutas de escape —las rutas de las ratas— fueron dos. Una de Alemania a Roma y Génova para saltar a América Latina. Otra de Alemania a España y luego a la Argentina de Perón. En esta última Madrid fue un puesto intermedio.

La gran evasión

El responsable de la primera ruta era Arturo degli Agostini, propietario de una heladería en el centro de la ciudad y ya identificado en 1944 por el Ministerio de Exteriores de su país como uno de los fascistas más activos de la comunidad italiana en Madrid. Tras el fin de la guerra desarrolló una doble actividad. Por una parte, reorganizar la colonia italiana que vivía en la ciudad —cerca de la Escuela Italiana en Chamberí— y que creó negocios orbitando en torno a la Cámara de Comercio Italiana. Y, por otra, consolidar una red de evasión gracias a sus contactos con el Gobierno español. Una de las principales figuras que se estableció en Madrid fue Mario Roatta. Quien había sido jefe de los servicios secretos de Mussolini se instaló en la calle Fuentes y fue nombrado director de la Sociedad Comercial Hispano-Italiana.

Desde 1936 el supervisor en España de las relaciones económicas del Gobierno de Hitler con los rebeldes encabezados por Franco era Johannes Bernhardt —director general del holding empresarial Sofindus—. Eso le permitió disponer de una agenda de alto nivel con el partido nazi y, después, ser pieza ideal para la operación Safehaven diseñada por las potencias angloamericanas: se trataba de localizar activos alemanes radicados en países neutrales para redirigirlos a organizaciones humanitarias británicas o estadounidenses. Algunas de las empresas de Sofindus quedaron al margen de Safehaven. Su capital ascendía a 80 millones de pesetas. Desde su oficina en la Gran Vía, como si fuese un agente doble, Bernhardt diseñaría una operación secreta. En abril de 1945 30 personas se reunieron en su casa para organizar otra ruta de escape. Colaboraron con él una mujer de origen alemán afiliada a la Sección Femenina y un veterano general alemán que había asistido a Franco durante la Guerra Civil.

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SuscríbeteLa sala de fiestas Pasapoga, en la calle Gran Vía de Madrid, era uno de los lugares de la capital en los que las gentes de dinero, adictos al régimen de Franco y espías de distintos países se concentraban para ver un espectáculo nocturno.CLAUDIO ÁLVAREZ

El 10 de marzo de 1945 Carlos Fuldner descendió del avión que lo había traído de Berlín a Madrid. Argentino de origen alemán, creó la tercera ruta de evasión. De ella formaron parte alfiles del fascismo europeo: el director de medios de comunicación del rexismo belga, el líder de las SS flamencas que dirigió una acción contra los judíos de Amberes, el embajador de Rumania en España o un periodista de la revista reaccionaria francesa Je Suis Partout. Durante unos años desarrollaron una actividad frenética —falsificación de documentos, sobornos, enlaces, viajes…— y finalmente todos estos responsables de la red acabaron instalándose en Buenos Aires, donde siguieron activos facilitando permisos de residencia a criminales de guerra.

Red personal, trama política

En la Square de l’Aviation de Bruselas está el Centre d’Étude Guerre et Société. Allí el profesor Del Hierro descubrió un filón: el diario del periodista Pierre Daye, residente en Madrid. En sus páginas puede constatarse cómo a finales de la década de los cuarenta representantes de la extrema derecha del mundo de ayer se reagruparon en Madrid: “Sentíamos que nada había terminado, que surgirían imprevistos que pondrían todo de nuevo en juego, que nuestra causa era justa y que la venganza llegaría algún día”. Si tenían poco dinero, se reunían en tabernas de la calle Lope de Vega donde cenaban mientras escuchaban flamenco. Si eran más adinerados, se citaban en el restaurante Horcher de la calle Alfonso XII.

Hacia 1946, en los prolegómenos de la Guerra Fría, la persecución del fascismo ya no era una prioridad de los aliados. Antiguos fascistas podían actuar con mayor libertad en España. Algunos de ellos optaron por establecerse en Madrid y reemprendieron su actividad política, dotándose de nuevas plataformas transnacionales y reelaborando su doctrina. La CIA era perfectamente consciente, por ejemplo, de que un destacado miembro de las SS como Otto Skorzeny tenía una oficina como ingeniero en la Gran Vía desde la que realizaba operaciones comerciales y financieras. Y, al mismo tiempo, que la oficina servía como tapadera para una actividad política en la que estaba implicado Léon Degrelle. Era una figura parecida al general italiano Gastone Gambara, residente en El Viso, y elemento clave de la red del neofascismo que estaba tramándose con la tolerancia (cuando no con la complicidad) de las autoridades franquistas.

Uno de los hilos de esa red fue la instalación en Madrid de una oficina del partido neofascista Movimiento Sociale Italiano. Era la primera en el extranjero y uno de sus alfiles, con el apoyo de Ramón Serrano Súñer, financió el viaje del histórico líder fascista inglés Oswald Mosley a Madrid y El Escorial, donde, emocionado, visitó la tumba de José Antonio Primo de Rivera. Pocos años después, tras una reunión internacional en el Alcázar de Toledo, se estableció en Madrid una oficina del Movimiento Social Europeo. Su función debía ser la coordinación de grupos de la misma ideología de diversos continentes. Incluso se pensó desde Madrid la creación de una iniciativa militar con el objetivo de frenar la expansión del comunismo en Europa. Su impulsor, tras el fracaso, se dedicó al negocio de las armas.

Esta red de personas e ideas, como concluye Del Hierro, fue un eslabón clave para la supervivencia del neofascismo. Su siguiente mutación empezó a finales de los sesenta y, sin esa continuidad, no podría comprenderse su renovada presencia global.


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