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Espíritu totalitario en versión grotesca

Mi amigo Tano Díaz Yanes es aficionado a las novelas policiacas o criminales o como las llamen ahora los neopijos pedantuelos. Yo no, así que a veces me comenta las que ha leído, para que esté informado. Andaba perplejo hace un par de años, y eso que él ha escrito y dirigido películas no precisamente apacibles. El asesinato de una novela que había caído en sus manos consistía en algo así como lo siguiente (hablo de memoria y de oídas): el asesino le introducía a la víctima, quizá por los oídos, unos gusanos laboriosos y feroces que poco a poco le iban devorando el cerebro y no sé si algo más, y Tano se preguntaba por qué alguien mataba a otro de esa forma tan trabajosa, ridícula y alambicada. Al cine de ese género sí soy aficionado (lleva menos tiempo ver que leer), y hace unos días elegí la recentísima El asesino de las postales, de 2020, confiando en la suerte. A una pareja de jóvenes secuestrados (oh qué raro), el asesino de turno les sacaba la sangre lentamente hasta dejarlos sin gota. Además, les pinchaba los ojos (no me quedó claro si después o antes), le cortaba un brazo a la chica y se lo metía al chico en la boca… Ahí interrumpí la visión, y no pude por menos de preguntarme a mi vez qué les pasa a demasiados escritores, guionistas, directores, lectores y espectadores para que semejantes idioteces truculentas (son truculencias, pero sobre todo idioteces) tengan un éxito enorme. Se ha desatado una competición mundial por ver a quién se le ocurre la manera más bestia, sádica, superflua y desagradable de matar a un ser humano. La novela en que se basaba la película era de James Patterson, cuyas obras han vendido más de 300 millones de ejemplares. La que me contó Tano era española, por lo visto de un conocido escritor con pseudónimo femenino, y se ha vendido bastante. Con lo fácil y eficaz que es pegarle a alguien un tiro, darle con un objeto pesado en la cabeza o acuchillarlo. El resultado es el mismo y se acaba antes, como solía suceder en las ficciones clásicas policiacas.

También me da vergüenza ajena que, 30 años más tarde de El silencio de los corderos, haya tanta gente sin empacho en copiarla descaradamente. Pruebo con una serie noruega, Wisting, y en ella hay un asesino en serie que secuestra a chicas, las tortura unos días y las mata, lo nunca visto ni leído. Una plaga. Al parecer nadie pide imaginación, sólo más truculencia y ensañamiento. Si a esto añadimos que la mayoría de series y películas de este siglo están pobladas por personajes odiosos o tontos, desabridos, malhablados hasta un extremo grotesco (nadie en la vida real suelta sin pausa obscenidades y groserías), que se dedican a hacer a los demás putadas… Da lo mismo que sean financieros (como en la infecta Billions o en la antipática Succession), probos ciudadanos enfermos y descarriados (la insufrible y elogiadísima Breaking Bad) o políticos. Todos son, o a mí me resultan (me habré hecho mayor), cretinos desalmados al servicio de historias tan estúpidas como inverosímiles. Lo de los políticos es caso aparte. En la alabadísima House of Cards no hay quien se trague a un matrimonio presidencial que mata con sus propias manos y folla con mujeres y hombres sin que nada trascienda. Tampoco es creíble Boss, que duró poco, con un alcalde de Chicago que comete todos los delitos y además —otro tópico obligado— está mortalmente enfermo. No he visto la francesa Baron Noir, que, según este diario, Pedro Sánchez recomendó a Pablo Iglesias, y éste, emocionado, a su antiguo conmilitón Errejón, anunciando en un tuit que le “encantaría trabajarla con estudiantes de política”. El protagonista es otro alcalde “corrupto, ambicioso y cínico”, que no vacila en recurrir al crimen organizado para conseguir sus fines. Muestra “el lado más oscuro de la política occidental” (¿sólo occidental?) “a través de conspiraciones, escándalos de corrupción, financiación ilegal y mociones de censura”. No sé si debería preocuparnos un poco que nuestros dirigentes, entre ellos el Presidente, el Vicepresidente y su oscuro Steve Bannon de La Moncloa, se fascinen como adolescentes por personajes despiadados y sin escrúpulos, hasta el punto de querer impartir cursos sobre ellos (el que acostumbraba a dar clases, claro).

En fin, tras tanta probatura desdichada, me harté y me puse por enésima vez la trágica y nada blanda El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, con la que trabé conocimiento a los diez u once años, en el Roxy de Madrid, y sobre la que escribí un largo artículo en Babelia en 2011. No saben lo bien que me sentó poder admirar algo y frecuentar a unos personajes adultos que me importan mucho. Sienta bien la admiración, uno se queda mejor, en paz y satisfecho, y comprueba que no ha perdido esa capacidad, sino que lo imposible es esforzarse por admirar lo que no es nada admirable (la ensalzada La unidad es impasable). Lo intenté con la premiadísima Parásitos, surcoreana. Pero me encontré con dosis de tedio y con lo de siempre: cuantos aparecen en ella caen mal, los ricos y los pobres, todos indiferentes y tirando a imbéciles. Sin duda soy yo, y algún amigo, los que estamos de sobra en esta época.


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