Donald Trump calienta su campaña electoral para la reelección estos días con una indisimulada vuelta a las esencias de su éxito: inmigrantes fuera, americanos primero, y un muro con México que frene el crimen y las drogas. Lo hace en medio de problemas que nada tienen que ver con la apertura de Estados Unidos al mundo, como una pandemia letal, una crisis de empleo sin precedentes y una ola de indignación ciudadana que está abriendo grietas en el racismo sistémico del país. Sin respuesta para ninguno de estos desafíos, el presidente de Estados Unidos parece fiar su reelección a su habilidad, sobradamente probada, para cambiar el tema de conversación.
Las salvas habían comenzado en abril, con el anuncio de la suspensión por dos meses de la concesión de nuevos permisos de residencia permanente en EE UU (green cards). Trump lo justificó en que la recuperación económica, de producirse, debía primar la contratación de norteamericanos. Aquella medida afectaba a un grupo relativamente pequeño de personas para un país que recibe un millón de inmigrantes al año. Este lunes, sin embargo, Trump anunció una ampliación del proteccionismo laboral que destruye de un día para otro los planes de más de medio millón de personas y reconfigura el sistema de inmigración.
Por orden ejecutiva del presidente (decreto), se extiende hasta final de año la suspensión de nuevas green cards, pero además se suspende la concesión de visados para trabajadores altamente cualificados (H1-B), las de trabajo temporal (H2-B), las de ejecutivos extranjeros (L-1) y las J-1 para programas de intercambio de profesores y estudiantes. La medida afecta desde los ingenieros mejor pagados de Silicon Valley hasta los trabajadores de au pair. Funcionarios de la Casa Blanca calculaban el lunes que hasta 525.000 personas pueden resultar afectadas. Quedan exentos trabajadores de la sanidad y del campo. La orden, como la primera, afecta a visados nuevos, no a aquellos que ya están en EE UU.
En septiembre de 2016, cuando Donald Trump anunció un plan a largo plazo para recortar significativamente la inmigración legal a Estados Unidos. El dato pasó casi desapercibido en medio de una campaña electoral circense con sobresaltos permanentes. Pero cuatro años después aquella promesa a sus seguidores, elaborada y ejecutada por su asesor en inmigración Stephen Miller, se está haciendo realidad con la excusa de la pérdida de empleo sin precedentes de EE UU a causa de la pandemia. El desempleo ha llegado en tres meses al 14,7%, el más alto desde los años 30. En febrero estaba en 3,5%. La situación está provocando programas de emergencia social en EE UU impensables a principios de año. La covid-19 parece ser una excusa perfecta para lanzar gestos que hagan del America first algo más que un eslogan.
Trump está sufriendo la parálisis de una campaña electoral que en cualquier otro año estaría en pleno apogeo. No solo por la incapacidad para congregar multitudes con cierta seguridad, sino porque la crisis de la covid-19 está eliminando casi todos sus argumentos para la reelección. El país presenta unas cifras dramáticas (más de 120.000 muertos) que seguirán hasta que haya una solución médica. La crisis económica ha fulminado el relato de la supuesta bonanza de estos tres años. Y la ola de protestas por la muerte de George Floyd tiene como mínimo una consecuencia inmediata, que es la organización y movilización de las minorías. Un personaje como Trump puede acentuar esa tendencia porque está dispuesto a convertir todo en una pelea. Este martes advertía contra la destrucción de las estatuas.
En este contexto, Trump necesita gestos. Pabellones llenos y eslóganes chisposos. Su primer intento llegó el sábado en Tulsa, Oklahoma, con un mitin clásico, el primero desde la pandemia. Consiguió dos o tres segmentos de vídeo con los que su campaña puede jugar en redes, pero a un precio muy alto. Por un lado, varios empleados de la campaña dieron positivo por coronavirus, poniendo en cuestión la seguridad del acto. Además, grandes vacíos en el pabellón donde se celebró hicieron mal efecto. Y hasta el lugar y fecha escogidos fueron interpretados como insensibles al momento que vive el país en términos de conversación sobre el racismo. “¡ACOSO PRESIDENCIAL!”, tuiteó Trump el lunes, para luego presumir de la audiencia de su mitin en Fox News.
El siguiente gesto de la semana llegaba este martes con un viaje a Arizona. El presidente tenía previsto reunirse con la policía de inmigración de la comisaría de Yuma, en la cuádruple frontera de Arizona, California, Baja California y Sonora. Allí iba a celebrar la construcción de 321 kilómetros de muro con México, entre nuevas barreras y reemplazo de las existentes. El muro es real, pero se extiende por el desierto de Sonora, uno de los lugares menos transitados y más peligrosos de la frontera. Para ello, ha sido necesario eliminar todas las restricciones medioambientales y dinamitar lugares sagrados de una reserva india.
La visita al Estado fronterizo es significativa porque Arizona es un laboratorio de procesos lentos y profundos que amenazan seriamente a Trump y los republicanos en noviembre. Las ciudades liberales como Phoenix y Tucson están poco a poco ganando la partida al voto rural. Y la retórica de Trump está movilizando a latinos y jóvenes como nunca antes. Arizona será uno de los principales campos de batalla el 3 de noviembre, no solo para decidir la Casa Blanca, sino también la mayoría en el Senado. Arizona está pasando de ser un Estado monocolor republicano a un Estado morado, en el que los demócratas disputan el poder. Trump ganó aquí por 90.000 votos en 2016. De toda la frontera, solo el condado de Yuma votó por él.