Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del Gobierno de Jimmy Carter y unos de los viejos sabios de la Guerra Fría, decía que pocas cosas lograban embriagar a un presidente de Estados Unidos como la política exterior. Dado el modelo de distribución de poder de este país -el sistema federal, por una parte, y las amplias competencias del Congreso, por otra-, se trata del ámbito en el que el líder goza de mayor margen de maniobra y, también, el mayor reconocimiento como hombre fuerte del lugar en cualquier de las reuniones.
“La gloria, la pompa y el poder de la presidencia se sienten en el campo de los asuntos exteriores como en ningún otro terreno. Todos los presidentes quedan cautivados por esa posesión única de poder”, escribió Brzezinski en 2007 en Second chance (Segunda oportunidad), un libro sobre la crisis de EE UU como superpotencia. “Y lo que causa una fascinación especial”, continuaba, “ser hombre de Estado global, especialmente ser el hombre de Estado global preeminente”.
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En su primer viaje internacional como presidente, Joe Biden ha demostrado que encaja a la perfección con ese tipo de líder que Brzezinski describía. Terminados los 100 días de gracia en casa, con varios de sus proyectos políticos empezando a tropezar en el Congreso, el demócrata ha disfrutado su baño de líderes en Europa. Las sonrisas con la canciller alemana Angela Merkel, el brazo por la espalda con el francés Emmanuel Macron y hasta la risa de la Reina de Inglaterra. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dirigiéndose a él como: “Querido Joe”.
Todo el lenguaje gestual y no gestual de esta gira ha plasmado una reconciliación, el regreso de hijo pródigo de la gran potencia, una vuelta a la diplomacia después de cuatro años rupturistas de Donald Trump. Seguir su frenética agenda fue un decatlón, tuvo reuniones, contactos o charlas informales con decenas de líderes. Después de todos ellos (salvo la cumbre con el ruso Vladímir Putin) se mostró pletórico ante la prensa. El miércoles por la noche en Ginebra, antes de subir al Air Force One de regreso a Washington, sacó esta conclusión: “Una de las cosas sobre las que había bastante escepticismo, y es comprensible, ¿se unirá el G7 y devolverá a Estados Unidos su papel de liderazgo? Creo que lo hicieron. Están contentos de que Estados Unidos esté de vuelta. Y creo que en la OTAN ocurrió lo mismo, al igual que con la Unión Europea”, dijo.
Biden tenía un gran objetivo: restablecer los puentes con los aliados y reforzar una agenda democrática común que marque límites ante la competencia económica desleal de China y su escalada autoritaria, así como ante Rusia. Tan dañada estaba la relación con su predecesor (Trump llegó a decir: “La Unión Europea es un enemigo, por lo que nos hace en el comercio”; “La Unión Europea nos trata peor que China, solo que son más pequeños”) que Biden puede considerar su viaje un éxito por el simple hecho de comparecer. Destaca también el hecho de que el republicano escogió Arabia Saudí como destino de su primera salida internacional, donde no mencionó los derechos humanos, participó en la danza de sables y firmó, eso sí, el mayor contrato de compraventa de armas de la historia, por valor de 110.000 millones de dólares.
Para el actual inquilino de la Casa Blanca, en este viaje ha habido más que buenas palabras. El G-7, cuya cumbre en Cornualles (Reino Unido) ocupó la primera parte de la gira, se ha puesto de acuerdo en impulsar un impuesto mínimo de Sociedades, de “al menos el 15%”, asunto especialmente auspiciado desde Washington y en la donación de mil millones de vacunas contra la covid-19 para 2022. El reto que supone China, la gran preocupación del mandatario estadounidense, fue citado tres veces en su comunicado. La OTAN, por primera vez, calificó al gigante asiático de “riesgo sistémico”, con 10 menciones en su declaración final (Rusia, 61).
Luna de miel después de Trump
Tras la reunión de jefes de Estado y de gobierno de la Alianza Atlántica en Bruselas, Biden se reunió con las autoridades europeas y anunció un acuerdo para poner fin a su larga disputa en torno a las subvenciones de los fabricantes de aeronaves Airbus y Boeing, el avance de mayor calado hasta ahora para restaurar las relaciones, con el objetivo de seguir negociando sobre el cruce de aranceles sobre el acero y el aluminio europeos y sobre otros productos estadounidenses.
Para el analista Ian Bremmer, presidente de la consultora geoestratégica Eurasia, el viaje “ha sido una luna de miel después de Trump”. El momento, añade, es muy bueno: “La pandemia ha reforzado el papel de Estados Unidos como superpotencia, la vacunación ha sido un éxito y está viendo crecer su economía”. Un estudio de Pew Research realizado en 12 países, publicado el 10 de junio, señala que en el final del mandato de Trump, solo el 17% de la población de esos países tenía confianza en el presidente de EE UU. Al principio de la Administración de Biden, saltó al 75%.
“Biden es un multilateralista, que ha entendido que por fuerte que sea, Estados Unidos no puede enfrentarse a algunos retos en solitario”
Rosa Balfour, directora del Instituto Carnegie Europa
El demócrata, que respecto a China no tiene un planteamiento tan diferente de Trump, ha logrado un apoyo de los europeos -aunque desigual entre los países miembros- en ese frente que el republicano no logró. “Biden es un multilateralista, que ha entendido que por fuerte que sea, Estados Unidos no puede enfrentarse a algunos retos en solitario, mientras que Trump quería negociar país a país, mediante acuerdos bilaterales”, explica Rosa Balfour, directora del Instituto Carnegie Europa.
Biden dejó claro al iniciar su viaje que quería algo más que enviar el mensaje de que Estados Unidos ha vuelto al multilateralismo, sino que pretende liderar las respuestas a los desafíos de un tiempo nuevo. El consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, señaló al regresar a Washington: “No es una hipérbole decir que el presidente Biden vuelve de este viaje como el líder claro y de consenso del mundo libre”.
Al otro lado del Atlántico, Rosa Balfour marca cierta distancia con ese planteamiento. El poderío militar y económico de Estados Unidos se mantiene y, cómo dice Bremmer, resplandece con más fuerza tras una conmoción mundial como ha sido la pandemia, pero “es muy importante lo que ocurre con la política interior”.
En una línea similar, Dan Hamilton, director del Programa Global Europeo del Wilson Center, advierte de que la cuestión “no es si Biden ha tenido éxito, sino si los europeos están preparados para trabajar con Estados Unidos. Están limitando sus apuestas, porque miran la política nacional estadounidense y no están seguros de que los republicanos mantengan las mayorías en las Cámaras legislativas”, lo que maniataría el resto de mandato del demócrata. Para Hamiltón, estas reservas “son un error enorme, no es el momento de ir timoratos” en las relaciones trasatlánticas.
Evitar una escalada con Rusia
En Ginebra, el presidente estadounidense optó por una postura pragmática. Marcó las líneas rojas para Estados Unidos, insistió en los derechos humanos y en los ciberataques que Washington atribuye a Moscú y, básicamente, expuso todas las discrepancias entre Estados Unidos y Rusia. Más que rebajar la tensión, se sentaron las bases para que esta no siguiera escalando. Biden y Putin acordaron el retorno de los embajadores expulsados de los respectivos países, un gesto que apunta en esa dirección y que beneficia a ambos países.
Con el lago Lemán a la espalda, en un espléndido día de sol, él quiso enterrar la era Trump, que era insólitamente cordial con Putin: “Ningún presidente de Estados Unidos podría mantener la fe del pueblo americano si no habla para defender los valores democráticos”, recalcó. Un rato antes, en su respectiva rueda de prensa, el presidente ruso había replicado a las preguntas sobre los abusos y la represión a los opositores como Alexéi Navalni, citando Guantánamo, la invasión de Irak o el asalto al Congreso del pasado 6 de enero. La política doméstica es la sombra que acompaña a Biden allá donde vaya.
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