Estados Unidos y la UE no son democracias reales

Aniversario de la marcha de 1963 en defensa de los derechos civiles en Washington, el pasado mes de agosto.
Aniversario de la marcha de 1963 en defensa de los derechos civiles en Washington, el pasado mes de agosto.ANDREW CABALLERO-REYNOLDS (AFP via Getty Images)

La democracia está en crisis. Aunque las causas son múltiples, todas ellas apuntan a que los ciudadanos han perdido la capacidad de influencia política porque existen demasiados atajos que permiten a actores poderosos tomar decisiones políticas al margen de la ciudadanía. Aunque en las sociedades democráticas los ciudadanos siguen teniendo todos los derechos políticos formales de voto, libertad de expresión, etcétera, esos derechos ya no garantizan un poder real de influenciar las decisiones políticas.

Usando ese estándar, los politólogos Benjamin Page y Martin Giles ofrecen evidencia empírica de que EE UU ya no es una democracia. Técnicamente, es una oligarquía. Las preferencias y opiniones de la mayoría de los ciudadanos no tienen influencia efectiva en las decisiones políticas.

La situación en Europa no es muy diferente. La UE nunca fue un proyecto democrático. Nació como un proyecto de integración económica sin integración política y sus déficits democráticos se han criticado desde hace décadas. Pero lo que refleja la crisis actual es que, a consecuencia de dichos déficits, los países europeos están dejando de ser democracias también. A más tardar desde la crisis de 2008, los ciudadanos han podido comprobar que ejercer el derecho al voto tiene poco que ver con poder influenciar las políticas a las que están sujetos. El ejemplo más extremo fueron las elecciones griegas de 2015. La mayoría de los ciudadanos eligieron un partido con una agenda explícita de rechazo a las políticas de austeridad y lo único que consiguieron es que ese partido fuera el que administrara las mismas políticas de austeridad que los ciudadanos habían rechazado por márgenes masivos. Elecciones más recientes (por ejemplo, en Italia) y referendos como el del Brexit confirman esta tendencia. Tras tres décadas de tecnocracia neoliberal que culminaron en la crisis financiera de 2008 y las políticas de austeridad impuestas al margen de las necesidades y preferencias ciudadanas, el surgimiento del populismo y el etnonacionalismo como reacción en la mayoría de sociedades democráticas es un claro síntoma de la crisis profunda de representación política. Los líderes populistas prometen devolver el control al “pueblo” quitándoselo a las élites políticas y las minorías a las que supuestamente sirven. La situación política actual sugiere que los países democráticos sólo pueden elegir entre la tecnocracia y el populismo, entre el gobierno de expertos y el de las masas ignorantes. La pandemia parece estar empeorando la situación. La necesidad de proteger la salud pública con confinamientos o mandatos de vacunas está polarizando a la ciudadanía entre los populistas que desconfían de los expertos y los tecnócratas que desconfían de los ciudadanos ignorantes.

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Sin embargo, si el descontento de la ciudadanía se debe a la exclusión, la solución no puede ser más exclusión. Por muy diferentes que parezcan el populismo y la tecnocracia, los dos son incompatibles con la inclusión democrática. Representan una amenaza al compromiso democrático de que todos los ciudadanos puedan determinar las decisiones políticas a las que están sujetos. El populismo defiende el gobierno de la mayoría electoral a la que identifica como “verdadero pueblo” y exige que las minorías defieran ciegamente de las decisiones de la mayoría. La tecnocracia defiende el gobierno de la minoría a la que identifica como “los expertos” y exige que la mayoría ignorante defiera ciegamente a las decisiones de la minoría. Ambas opciones aceptan una división permanente entre los ciudadanos que toman decisiones políticas y los que obedecen ciegamente. La expectativa de deferencia ciega es el rasgo autocrático común al populismo y la tecnocracia.

En momentos de crisis las propuestas de reforma proliferan, pero muchas caen en la tentación de buscar atajos populistas o tecnocráticos. Ejemplos europeos preocupantes son las reformas populistas en Polonia y Hungría dirigidas a socavar la independencia judicial, con argumentos supuestamente democráticos de devolver el control al “pueblo” y quitárselo a una élite ilegítima de jueces, dejando a grupos minoritarios (ciudadanos LGTBQ+, mujeres, inmigrantes, minorías étnicas o religiosas…) indefensos para proteger sus derechos y sin más alternativa que deferir ciegamente a las decisiones de la mayoría dominante. Una tendencia también preocupante son propuestas tecnopopulistas que prometen incrementar la participación ciudadana, por ejemplo, organizando asambleas ciudadanas para tomar decisiones políticas difíciles sobre el cambio climático, la inmigración o las pandemias. Estas propuestas se justifican como una manera de permitir que los ciudadanos tomen las decisiones políticas que les afectan en vez de dejarlas en manos de burócratas o partidos. La participación está limitada a un grupo minúsculo de ciudadanos seleccionados al azar a los que se les da la información necesaria y la oportunidad de deliberar sobre una cuestión. El carácter antidemocrático de estas propuestas radica en la expectativa de que la inmensa mayoría de la ciudadanía defiera ciegamente a las decisiones de unos pocos sobre los que no puede ejercer ningún control democrático. Frente a estas propuestas, los ciudadanos deberían reclamar que las asambleas se organicen con fines genuinamente democráticos. En vez de empoderar a unos pocos para que piensen y decidan por ellos, los ciudadanos podrían usar dichas asambleas para empoderarse a sí mismos. Las asambleas pueden proporcionar información fiable sobre razones a favor y en contra de decisiones importantes, pero no pueden ni deben sustituir a la ciudadanía en la toma de decisiones.

Las propuestas populistas y tecnocráticas ni son democráticas ni pueden funcionar. Tientan a los ciudadanos con la trampa antidemocrática de creer que los resultados políticos a los que aspiran se podrían conseguir más rápidamente con un atajo y dejan a sus conciudadanos detrás. Los tecnócratas confían en que, si se dejara gobernar a los “expertos”, se conseguirían mejores resultados más rápidamente. Los populistas creen que, si se dejara gobernar al “pueblo” verdadero, se conseguirían mejores resultados. Ambos olvidan que una sociedad no puede ser mejor que sus miembros. A menos que los ciudadanos acepten las políticas a las que están sujetos y hagan su parte para que los objetivos de dichas políticas se cumplan, no se conseguirán los resultados en cuestión. Ser demócrata consiste precisamente en reconocer que no hay atajos para obtener mejores resultados. La única manera de mejorar la sociedad es aceptar el largo camino democrático de cambiar los corazones y las mentes de nuestros conciudadanos para que hagan su parte y se logren resultados que todos puedan considerar, al menos, razonables.

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