Europa ante una presidencia de Le Pen


A escasos días de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, la Unión Europea se encuentra, de nuevo, al borde del precipicio. Aunque la candidata ultraderechista Marine Le Pen ha modulado su discurso respecto a 2017, asegurado que su proyecto político ya no pasa por abandonar la UE, su llegada al Elíseo supondría un riesgo existencial para Europa: por primera vez en sus 75 años de historia, uno de los integrantes del eje franco-alemán pasaría de liderar el proyecto europeo a librar una guerra de desgaste contra el mismo.

Así pues, ¿cómo debería reaccionar Bruselas ante una hipotética victoria de Le Pen? Como apuntó recientemente el analista Jeremy Cliffe, una respuesta comunitaria podría girar en torno a tres ejes: aprender de la pésima gestión de la crisis húngara, impedir un acercamiento de Francia al grupo de Visegrado y construir una alternativa política al eje franco-alemán.

En primer lugar, la Unión haría bien en aprender de los errores cometidos, a lo largo de la última década, en su respuesta ante la deriva autoritaria de Hungría y Polonia. Tras la victoria electoral de Viktor Orbán en 2010, Bruselas optó por una política de apaciguamiento hacia el Gobierno húngaro: en vez de adoptar medidas inmediatas contra la regresión democrática del país, la Comisión trató de dialogar con un Gobierno que, desde el primer día, se mostró indiferente a dicho diálogo; asimismo, en lugar de utilizar los mecanismos jurídicos y políticos previstos por los tratados, las instituciones diseñaron instrumentos nuevos, como el fracasado Rule of Law framework de 2014, para evitar imponer medidas duras que implicasen un choque frontal con Budapest.

La intención de las instituciones era clara: no quemar los puentes con Orbán, desescalar el supuesto “conflicto” entre Budapest y Bruselas, y evitar que Fidesz se alejase aún más del mainstream político comunitario. Las consecuencias, sin embargo, fueron radicalmente distintas: mediante su negativa a aplicar sus instrumentos jurídicos para defender sus propios valores fundamentales, la Comisión logró estigmatizar dichos mecanismos, que se convirtieron en medidas “nucleares” que había que evitar a toda costa; por su parte, los meses y años de “negociaciones” entre Bruselas y Budapest permitieron a Orbán ganar tiempo, desmantelando la democracia húngara mientras las instituciones, sumidas en un mar de mecanismos de control, informes sobre el Estado de derecho y debates parlamentarios, expresaban su “profunda consternación”.

Cuando Bruselas despertó, el dinosaurio no solamente seguía allí: tras la victoria del partido Ley y Justicia en las elecciones parlamentarias de 2015, Polonia se había sumado a la deriva autoritaria de Orbán, enzarzándose en una cruzada contra la independencia judicial de su país. Para cuando las instituciones se animaron a actuar contra Polonia y Hungría, por lo tanto, ya era demasiado tarde: por una parte, la alianza iliberal entre Varsovia y Budapest había construido una fortaleza de apoyos cruzados que Bruselas, hasta el momento, no ha sabido penetrar; por otra, la amenaza de un veto permanente a la integración europea sumió al Consejo Europeo en lo que Daniel Kelemen ha denominado un ”equilibrio autoritario”: una situación en la cual la regresión democrática en Hungría y Polonia se convirtió en un precio a pagar a cambio de garantizar el correcto funcionamiento de las instituciones.

La crisis del Estado de derecho proporciona, por lo tanto, dos lecciones fundamentales para una posible Francia lepenista. En primer lugar, nos muestra que una Europa que desee hacer frente a Marine Le Pen deberá hacerlo desde el principio: dejar pasar el tiempo, en otras palabras, solo dificultará la capacidad de reacción de las instituciones. Por otra parte, evidencia que cualquier respuesta comunitaria deberá ser contundente. Bruselas habría de tratar, sin duda, de convencer a la nueva Administración francesa de la necesidad de respetar los principios que fundamentan el orden jurídico comunitario, incluida la primacía de los tratados o el obligado acatamiento de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. También deberá dejar claro, sin embargo, que cualquier intento de socavar dicho orden supondría la puesta en marcha del arsenal económico, jurídico y político del que disponen las instituciones —por ejemplo, el mecanismo de condicionalidad de los fondos Next Generation EU, el artículo 7 del Tratado de la UE o el procedimiento de infracción—.

Más complejas que sus consecuencias jurídicas serían, sin embargo, las derivadas políticas de una presidencia de Le Pen, una candidata cercana no solo a Vladímir Putin, sino a la “internacional iliberal” formada por partidos como el Fidesz de Orbán, Ley y Justicia o el propio Vox. Si en los últimos años la mayor parte de éstos han renunciado a la salida de sus países de la Unión, las medidas contempladas por sus programas —desmantelar el proyecto europeo, convirtiendo la UE en una “Europa de naciones soberanas”— plantean un reto descomunal para Bruselas. Es por ello que, además de defender el cumplimiento de los tratados stricto sensu, las instituciones y los Veintisiete habrían de hacer todo lo posible para evitar una reconfiguración de gobiernos antieuropeístas en torno a un nuevo eje París-Varsovia-Budapest. Y el actor clave, en este caso, sería Polonia.

Si, desde 2015, el Gobierno polaco se había mostrado fiel a Orbán, la invasión de Ucrania ha desencadenado un rápido acercamiento a Bruselas. Ello se debe, indudablemente, a la delicada situación estratégica del país, cuya frontera con Ucrania lo hace especialmente vulnerable a un ataque ruso. Pero dicho acercamiento por parte de Varsovia viene motivado, además, por un claro cálculo político: que un cierre de filas con Bruselas en lo referente a Rusia le permita expiar sus pecados jurídicos, evitando, por ejemplo, la puesta en marcha del mecanismo de condicionalidad, el paso previo a la congelación de los fondos de recuperación.

En una Europa que perdiese su tradicional motor franco-alemán, incorporar a Varsovia a una alianza de países medianos —de la que formasen parte, junto a Alemania, Estados como España, Italia o Portugal— no solo permitiría contrarrestar un posible acercamiento de Francia a Orbán: también diluiría el peso de Le Pen en la mesa comunitaria, restándole poder negociador y reduciendo su margen de maniobra. Sería, en cierto modo, un final irónico para el eje Varsovia-Budapest tras siete años de poner palos en las ruedas de la integración europea. Su ocaso podría neutralizar una victoria de Le Pen, una de sus principales aliadas a nivel europeo y la más exitosa exponente de sus tesis eurófobas.

Es indudable que la llegada de Marine Le Pen al Elíseo supondría un riesgo existencial para Europa: acostumbrado a amenazas externas, el proyecto europeo podría ahora verse boicoteado, por primera vez, desde su propia sala de máquinas. Y si las consecuencias de dicho escenario son difíciles de prever, la primera vuelta de las elecciones francesas ha mostrado dos realidades claras: que el enemigo está, esta vez sí, a las puertas de Europa y que, pese a ello, Bruselas sigue sin estar preparada para una Francia lepenista. Ante este riesgo, Europa no puede dejarse atropellar, una vez más, por los acontecimientos: ha de aprender de sus errores en la última década, definiendo un plan de choque claro y empleando la totalidad de su arsenal político, jurídico y económico para dejar claro que una presidencia de Le Pen no puede significar, en ningún caso, el principio del fin de la integración europea.

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