El peligro de que Rusia use armas nucleares existe tanto hoy como en el tiempo transcurrido desde el pasado 24 de febrero. Solo el presidente Vladímir Putin puede indicar en qué circunstancias tal peligro es susceptible de convertirse en una realidad catastrófica. Dicho en otras palabras, el peligro es constante, pero sus probabilidades oscilan en función de las percepciones del caudillo sobre la marcha de su “cruzada” para someter a Ucrania.
A día de hoy, las repetidas afirmaciones amenazadoras proferidas por Putin pueden tener varios significados distintos, simultáneos o no. Por una parte, retratan al tramposo jugador de cartas que trata de confundir al adversario; y por la otra, al fanático incapaz de aceptar la pérdida de una apuesta. La incertidumbre sobre cuál de estas construcciones prevalecerá es parte de la guerra orquestada por Putin.
Ante la magnitud de las apuestas —y asumiendo cierto apego a la vida del mandatario ruso y de otros implicados— cabe suponer que existe todavía un tiempo antes de tomar una eventual decisión fatal. Y en ese contexto se puede suponer que el criterio es la efectividad de la movilización, vista desde la óptica del Kremlin, que definirá el carácter y duración de la prórroga.
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En Rusia hay que distinguir entre los planes grandiosos y su puesta en práctica, que a menudo es chapucera (pero no siempre). En este punto, cuenta la percepción de la ciudadanía sobre la causa por la que luchar. Del “entusiasmo” de la tarea movilizadora emprendida por Putin habla la estampida de los rusos en edad militar en busca de destinos más seguros, y dispuestos a pagar precios astronómicos por pasajes de retorcido itinerario.
No es este el momento de abrir las puertas a los turistas rusos en edad militar (que comienza a los 18 años para los reclutas y acaba en los 70 para los generales). Pero tal vez sea el momento de dar a estos fugitivos una oportunidad en nombre del futuro de su país. Esto supone distinguir entre dos contingentes de varones rusos. En el primero de ellos se incluirían aquellos que deberían ser sometidos a un exhaustivo sistema de inspecciones y vigilancia. En el segundo, los que están dispuestos a luchar contra la dictadura aposentada en el Kremlin. A los primeros habría que tenerlos vigilados y custodiados tanto tiempo como dure la guerra de Ucrania, lo que como mínimo sería una forma de neutralizarlos. A los segundos habría que proporcionarles los medios para ejercer su patriotismo asumiendo que ser un patriota ruso hoy es estar en contra de Putin.
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Se puede opinar sobre la forma de establecer una vigilancia y custodia de unos y también sobre el abanico de instrumentos de oposición para los otros. Hay ejemplos en la historia del siglo XX, aunque no todos son válidos. El repertorio es amplio, el tiempo es escaso y, decididamente, este no es tiempo de turistas rusos.
Sea como sea, las pretensiones de los Estados bálticos de garantizar su propia seguridad mediante la prohibición indiscriminada de entrada a los rusos resulta ilusoria y miope, pues en el mundo de hoy no pueden tener seguridad en las fronteras de su propio y reducido territorio, y su seguridad solo puede ser global y europea.
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