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Eurovisiva


No soy eurofan. A veces me interesan un personaje o una canción: me sucedió con Conchita Wurst por razones musicales y extramusicales que son políticas sin dejar de ser musicales. Ahora mi nivel de encantamiento es máximo no tanto porque desde Comisiones Obreras se denuncie falta de transparencia en las votaciones; o porque en Galicia se irriten ante la minusvaloración del voto popular frente al experto —¿aplicamos esta lógica a las elecciones generales?—; ni siquiera por poner patas arriba la televisión pública: los telediarios expresan el acomplejamiento de una izquierda gubernamental cuyo pluralismo consiste en hacer protagonista a la oposición. En los documentales de La 2, robots-peluche de canguros se infiltran para grabar la vida salvaje: un lagarto monta a un lagarto peluche, pero al oler el plastiquillo se aleja con rabia, humano sentimiento que, como niña Disney ,asigno a los animalitos. Mi fascinación nace de intuir que pronto, en el Parlamento-Twitter o el ministerio del ramo, preocupados por nuestra mala salud semántica y los efectos del liberalismo en la cultura, se debatirá si lo que canta Bandini es himno feminista o música de anuncio; por qué el reguetón blando es machismo y gentrificación estética y en qué medida Tanxugueiras representa un folclore no oficial que reformula las periferias frente al imperio y sus homogeneizaciones artísticas. Esto puede reflejarse en un currículum de secundaria y llegar a una conversación de bar que no se produzca en el pueblo de Amanece que no es poco. Estilos y cultura, más allá del éxito comercial y del pan y circo, se sitúan en el epicentro del debate sobre la perversión de lo público y la clientelización de la vida.

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