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—¿Cuántos años tienes?
—No sabe. No sabe.
Marisa desconoce su edad, debe tener unos seis o siete años. Ante la pregunta se encoge de hombros y frunce el ceño cegada por los tempraneros rayos de sol, sin dejar de agarrar chiles y arrojarlos a la cubeta. Sus maltratadas uñas le dificultan arrancar de cuajo el tallo. Sus manos, resecas, se arrugan como los dos jalapeños que apenas puede sostener, insensibles ante los constantes rasguños. Marisa ni parpadea.
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Varios surcos adelante, su madre llena el primer balde del día. Aplasta los chiles hasta rebosarlo y así amortizar los viajes hasta el saco donde se los contabilizarán: 20, 40 o 100 pasos cargando al hombro nueve kilos, 11 pesos (unos 50 céntimos de euro), dos horas de trabajo. Un significativo trayecto en estas plantaciones de Camargo, en el desértico norte de México.
—¿Trae a su hija para que le ayude?
—No, nada más me la traigo para que no esté allá en el rancho —responde Josefina, de 30 años, refiriéndose a la granja del patrón, donde viven.
—¿Por qué? ¿Hay riesgo?
—Sí, porque hay mucha gente.
La gorra de Josefina resulta un lujo para quienes deben cubrirse del inclemente sol con pañuelo y capucha. Carmela, de 12 años, afirma que viene al cultivo para colaborar con su familia, pero por decisión propia. Empezó la temporada pasada y se enorgullece de haber ahorrado para comprarse unos guantes. Un hombre y su hijo de 12 años se apresuran en sorber su caldo en los 15 minutos de descanso. “Un sueldo solo no alcanza”, justifica Barragán la presencia del menor.
Estos jornaleros ganan de 150 a 250 pesos (de 6 a 10 euros) diarios, según si trabajan de ocho a doce horas. Las 60 espaldas del sembradío tan solo alzan la vista para vaciar uno de los 20 cubos que, como mínimo, deben cosechar para que les rinda el jornal.
Se han detectado 623 menores de edad —211 por debajo de los 15 años— en campos agrícolas de Chihuahua desde 2018 gracias a 493 inspecciones, según datos de la Secretaría estatal del Trabajo (STPS). El trabajo infantil aumentó un 8% respecto al ejercicio anterior, cuando murieron al menos 15 chicos en esos latifundios. El pasado septiembre una niña de seis años fue arrollada por un autocar en una granja de Camargo mientras sus padres pizcaban chile.
“¡No hay justicia!”, grita uno de los varones a lo lejos. Su hijo de tres años murió la noche del 17 de septiembre, embestido por un conductor ebrio que se dio a la fuga. “Lo atropellaron y no hicieron nada”, gimotea con rabia Juan, quien ni siquiera ha tenido el tiempo de velar a su pequeño. Tan solo faltó a la colecta el día de su entierro. Cada mañana madruga para apiñarse en la camioneta del patrón junto al mayor de sus hijos, de 12 años. Por las tardes, vaga por numerosas oficinas para encontrar respuesta. La Policía le da largas sobre el caso y todavía no han detenido al culpable, fácilmente identificable en una localidad de unos 50.000 habitantes.
Rarámuri, parias en tierras ajenas
La mayoría de los jornaleros en el centro-sur de Chihuahua provienen de la sierra Tarahumara, al oeste. Los rarámuris solían sustentarse del maíz y frijol que sembraban en las escarpadas montañas, pero las sequías acabaron con sus cosechas. Otros se vieron forzados a abandonar sus hogares por las arremetidas del crimen organizado que controla la tala ilegal de árboles, la siembra de amapola, marihuana y la minería en esos lindes del Triángulo Dorado, feudo insondable de narcotraficantes.
—¿Por qué viniste?
—Porque no hay empleo, no hay lluvias —contesta un joven, uno de los pocos que no enmudece al preguntarle por la violencia, aunque sin dar su nombre.
—¿Por el crimen también? ¿Está fuerte en la sierra?
—Sí, está fuerte —responde con la cabeza agachada.
Los rarámuri, pies ligeros en su lengua, son reconocidos por correr largas distancias en sandalias. Pero de poco sirve en esas tierras. Cada año llegan unos 30.000 campesinos migrantes para la pizca, donde se valora más su baja estatura y manos pequeñas. Eso explica, según expertos, la mayor presencia de menores en recolecciones de chile y tomate que en otros productos de la zona, como la nuez.
La histórica pobreza y abusos contra este pueblo originario, de unos 120.000 miembros, ha provocado desde hace décadas una diáspora por todo el país. Jamás se promovió su integración y es habitual verlos mendigando en las calles de las principales ciudades y destinos turísticos. Unicef indicó en 2013 que cerca de la mitad de las familias temporeras en México que tienen a hijos menores trabajando son indígenas; y que estos niños y niñas aportan un 41% de los ingresos del hogar.
Los peligros del campo
Las coloridas faldas de las rarámuri tiñen el árido paisaje. Una radio alienta la monotonía con baladas y rancheras. Daisy, de tres años, juega con una cubeta vacía al lado de su madre. Una muchacha de unos nueve años pasea en cochecito a su hermano bebé. Otros brincan entre los matojos o se sientan junto a las ruedas de las camionetas en busca de la única sombra que ofrece la estepa. Muchos de los atropellos de menores se producen por el descuido de arrancar sin revisar. Pero también se han registrado muertes por las excesivas temperaturas. En mayo de 2018 una niña rarámuri falleció en Camargo por deshidratación tras un golpe de calor.
“Se nos ha convertido en un problema por las familias que traen niños menores de 15 años. No los quieren en el campo”, se queja Alejandro Chávez sobre las inspecciones de las autoridades estatales
El dueño de los sembradíos se recuesta en una de las todoterreno, repleta de botellas de agua que se racionan escrupulosamente. “Se nos ha convertido en un problema por las familias que traen niños menores de 15 años. No los quieren en el campo”, se queja Alejandro Chávez sobre las inspecciones de las autoridades estatales. En este far west mexicano todavía se normaliza el trabajo infantil, o que los niños deambulen bajo el sol durante largas jornadas.
Una de las normas escritas en el muro de entrada a su rancho, El Altar, prohíbe el ingreso de niños y mujeres embarazadas con intenciones de trabajar. Chávez explica que, las veces que ha tratado de negar el acceso a las madres con menores, todo el grupo de jornaleros ha rechazado trabajar en señal de protesta. “Batallamos porque la gente no quiere venir a los campos si no trae a toda la familia. No hay guarderías, no tienen dónde dejarlos —explica el cacique—. Desconfían de dejar a sus hijos a otras personas”.
La única aula móvil para esta población queda a 36 kilómetros y la fija más cercana, a 250. Una mujer del pueblo los cuida por 50 pesos al día, una cuarta parte de su mísero jornal, un precio caritativo imposible de asumir
En Camargo, las autoridades localizaron el pasado año a 24 menores rarámuri laborando en campos agrícolas y tan solo a 18 en la escuela. La única aula móvil para esta población queda a 36 kilómetros y el aula fija más cercana, a 250. Una mujer del pueblo los cuida por 50 pesos al día, una cuarta parte de su mísero jornal, un precio caritativo imposible de asumir.
“Ganan dependiendo de las ganas que pongan”
Chávez asegura que “ganan dependiendo de lo que trabajen, de las ganas que le pongan”. Es propietario, junto a sus hermanos, de 150 hectáreas de chile y otras tantas de nogal. La superficie se pierde en el horizonte hasta topar con la silueta de la cordillera. Al año ingresan más de medio millón de euros.
“No hay libertad para estos jornaleros. No les permiten salir del albergue, les cobran ilegalmente por los traslados”, dice Ana Luisa Herrera, titular Secretaría del Trabajo de Chihuahua
Varios hombres mestizos aguardan en las cuatro pick-ups donde transportan a los trabajadores. Son los jefes de cuadrilla, encargados del reclutamiento y logística de la mano de obra. La parte trasera de los vehículos sirve de abarrotes, donde venden comestibles a sus empleados. El almuerzo —un insulso caldo de patata—, el refresco y un paquete de chips o galletas para que los niños se entretengan, cuesta alrededor de 100 pesos (cuatro euros): un cuarto, un tercio o la mitad de su jornal, según el rendimiento, como diría el patrón.
Esclavitud moderna
El Departamento de Asuntos Laborales Internacionales de Estados Unidos incluye al chile de nuevo en su última lista de alimentos producidos con trabajo infantil y forzado, localizado sobre todo en pequeñas y medianas de esas plantaciones en Chihuahua, Jalisco y San Luís Potosí. “Algunos trabajadores enfrentan un creciente endeudamiento con las tiendas de la empresa, que a menudo inflan los precios, lo que les obliga a comprar provisiones a crédito y limita su capacidad de abandonar las granjas”, arroja el reciente informe.
Asimismo, expone que “les mienten sobre la naturaleza del trabajo, salarios, horas y condiciones de vida (…) Una vez en las granjas, algunos trabajan hasta 15 horas al día bajo amenaza de despido y reciben un mínimo sueldo o ningún pago. Algunos trabajadores son amenazados o maltratados físicamente por abandonar sus trabajos”. Se estima que en México hay 341.000 víctimas de esclavitud moderna, según el último Índice Mundial de Esclavitud.
“No hay libertad para estos jornaleros. Hemos detectado casos en que los enganchadores (intermediarios) no les permiten salir del albergue, les descuentan el alojamiento, les retrasan el pago o les cobran ilegalmente por los traslados”, indica la titular de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (STPS) de Chihuahua, Ana Luisa Herrera, quien en 2018 lideró la creación de la Comisión Interinstitucional para la Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil y la Protección de Adolescentes Trabajadores en Edad Permitida (CITI), integrada por 17 dependencias gubernamentales. Una vehemencia a la altura de la gravedad del problema en una entidad con más de 42.000 menores empleados en actividades no permitidas, pero alejada de resultados plausibles.
Lo imprescindible es un traductor. Sin entender, no pueden acceder a ningún derecho” Marina Morga, activista
Pese a que el Gobierno chihuahuense anunció un Programa de Atención a Jornaleros Migrantes (Projam), este carece de presupuesto propio. En 2018 se destinaron cerca de 27 millones de pesos (1,1 millones de euros) en atención a personas jornaleras, y en el último ejercicio los recursos se desplomaron a unos 4,3 millones de pesos (170.000 euros).
“¡No nos pagan!”, denuncia un joven lo suficientemente tenue para que los enganchadores no lo escuchen. Su coraje se esfuma al ser preguntado. Le puede el temor a cualquier represalia del patrón:
—¿Cómo que no les pagan?
—No, no, todo está bien aquí.
Invisibles y excluidos
Las monosilábicas conversaciones con los rarámuri se estancan en algún punto. La mayoría hablan un castellano limitado, nunca lo necesitaron en la inhóspita serranía donde tampoco había escuelas. “Lo imprescindible, de entrada, es un traductor. Sin poderse comunicar, no pueden acceder a ningún derecho”, reclama la activista local Marina Morga sobre el primer eslabón de una cadena de discriminaciones.
Hace una década que apoya a los desplazados con los trámites de una burocracia jeroglífica que les haría perder valiosas jornadas de cosecha. “Vienen sin dinero y mientras encuentran trabajo viven en la calle. Los vemos durmiendo tirados, pero no sabemos que llevan mucho tiempo en el municipio. Malviven fuera del sistema, nadie les hace caso”, añade.
Nos han asaltado hombres con armas largas para frenar la inspección ranchos
Marco Gaytán, jefe de inspección
En julio del pasado año Chihuahua albergó la 16ª Convención Mundial del Chile. En su inauguración, el gobernador Javier Corral presumió de Camargo como “la capital mundial del chile chipotle” utilizado para salsas. Su administración gastó 1.681.314 de pesos (unos 70.000 euros) en publicidad oficial para el evento, más de una cuarta parte del rubro dedicado a jornaleros migrantes en todo el pasado año.
Vivienda infrahumana
Entretanto, sigue sin haber una oficina de asuntos indígenas. Tampoco un albergue para jornaleros, como tampoco existe en la mitad de los 13 distritos agrícolas del centro-sur de Chihuahua. Algunos productores, muy pocos, han construido barracones en sus fincas para brindar un techo a sus trabajadores.
En el rancho La Liebre, propiedad de los hermanos Chávez, se encuentran algunas de las estancias mejor acomodadas en el campo camarguense, al menos gratuitas y con paredes de hormigón. Alfonso Silva vive junto a su esposa y sus dos hijas en 16 metros cuadrados. Las moscas y el hedor colman el habitáculo, pero al joven se le hace un buen lugar para vivir: “Hay agua, espacio, baño junto (comunal)”, que comparten con el medio centenar de jornaleros. Alfonso trabaja en el secado y ahumado del chile chipotle, un puesto privilegiado respecto al de pizcador que le permitió comprar un fogón y una nevera.
El hacinamiento empeora en las últimas estancias construidas. “Pues hay muy poco espacio. Una pareja no más, creo cabe en el cuarto (…) Sí hay agua, pero no hay luz”, murmura Guadalupe Carrillo. Colocó unos palés y plásticos afuera para ampliar su cuartucho de tres por tres donde habita con su marido y su hijo de un año. En el exterior cocina con hoguera y adentro amontona un par de maletas y ropa.
Un enjambre de jejenes ―un diminuto mosquito de picadura muy irritante― hurga en los ojos del bebé para comerse sus legañas. Su nariz tapada de mocos secos hasta la boca hace pensar que ese pequeño está enfermo. La joven madre se extraña al preguntarle si alguna doctora ha examinado a su hijo. “Los trabajadores se encuentran en viviendas hacinadas e insalubres sin acceso a agua potable, letrinas, electricidad y atención médica”, subraya el informe estadounidense.
En la finca de enfrente las barracas apenas llegan a chabolas de tablones y lonas. El dueño de Godea Agroindustrial niega el acceso a este medio, aunque las deplorables condiciones se observan desde la carretera. En otra hacienda a 10 kilómetros murió en septiembre una bebé rarámuri por una broncoaspiración socorrida con mucha demora. Dos años atrás, en ese mismo Rancho Santa Clara, fallecieron dos jóvenes por descargas eléctricas en diferentes momentos de un mismo día.
Cuando en 2018 la Secretaría de Trabajo (STPS) lanzó la primera ronda de inspecciones sorpresa, detectaron un promedio de tres menores en cada campo. Desde entonces la mayoría de los productores ha optado por poner guardias en la entrada de sus ranchos, o bien, dar aviso al crimen organizado.
Cuando en 2018 la Secretaría de Trabajo (STPS) lanzó la primera ronda de inspecciones sorpresa, detectaron un promedio de tres menores en cada campo
“En Camargo, hasta en dos ocasiones han acudido un par de camionetas cargadas de hombres con armas largas para frenar la revisión y obligar a retirarnos. En otras partes de Chihuahua nos han interceptado y bloqueado el paso. Hay comunidades imposibles de monitorear, de muy difícil acceso geográfico y de seguridad”, señala Marco Antonio Gaytán, jefe de esas inspecciones, que se efectúan con el acompañamiento de elementos de la Policía estatal.
Nula penalización
En sus tres años de funcionamiento, la STPS ha abierto 38 procesos condenatorios que se canalizaron a la Fiscalía General de la República (FGR) para su sanción como delito penal. Sin embargo, ningún caso ha llegado a sentencia. El máximo órgano de justicia del país revela a este medio que no fue posible avanzar en las investigaciones por “deficiencias de origen en las actas de las visitas de inspección”. Por su parte, el ente de asuntos laborales de Chihuahua insiste en que nunca recibieron dicha comunicación.
Tan solo se han impuesto dos multas de unos 17.000 y 20.000 euros, todavía en plazo para interponer recursos. Se trata de las cantidades más elevadas que prevé la ley, aunque apenas representa alrededor del 3% de las ganancias anuales de un latifundista mediano, como por ejemplo los hermanos Chávez.
“Al Gobierno le corresponde reforzar la supervisión y los albergues. Hay un rezago en cuanto a los derechos de esos niños jornaleros y a las condiciones en las que viven, muchas veces infrahumanas”, reconoce el presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), Néstor Armendáriz. El anacronismo se extiende a todo el país, donde cerca de un millón de menores se dedican a actividades del sector primario. En 2017, había en México más de 3,2 millones de niños y niñas empleados —más de la mitad en ocupaciones peligrosas—, un 11% de esa población. Aun así, algo por debajo del promedio en Latinoamérica.
—¿Te duelen las manitas?
—No.
—¿Cuánto llevas trabajando aquí? ¿Quieres estar aquí?
—No sabe.
Marisa tampoco sabe cuánto tiempo ha pasado ni qué hora es, pero ya son las cuatro de la tarde. Diez sofocantes horas arrodillada, pizcando unos 400 chiles, cinco baldes, 50 pesos (dos euros). Es octubre, está por terminar esa cosecha y en breve arrancará la temporada nogalera en la región. Sus manos enchiladas, agrietadas, donde el campo esculpió toda su crueldad hasta robarles el tacto, mañana se tiznarán ennegrecidas por la cáscara de las nueces. Así pasarán incalculables kilos de frutos, de millones de dólares y severos soles, hasta que algún día Marisa pueda comprarse unos guantes. La niña, de unos seis o siete años, solo sabe que en este desierto mexicano la vida se mide en cubos de jalapeños.
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