HARARE – El expresidente de Zimbabue Robert Mugabe, gran héroe de la independencia de un país al que acabó sometiendo y convirtiendo en su feudo particular durante casi cuatro décadas, murió este viernes a los 95 años en un hospital de Singapur donde recibía tratamiento.
El nonagenario líder, visto por Occidente como un dictador impenitente y convertido en poco más que un juguete roto desde el golpe militar que le obligó a renunciar al poder a finales de 2017, llevaba hospitalizado desde el pasado abril en este país asiático.
A Zimbabue, un país que atraviesa una profunda crisis económica arrastrada del desolador balance que dejó el reinado de Mugabe, la noticia de la muerte le provocó el recuerdo amargo de que el hombre al que un día consideró como un “padre” acabó siendo uno de los mejores ejemplos entre los grandes héroes anticoloniales africanos que, una vez en el poder, se convierten en férreos autócratas.
Nacido el 21 de febrero de 1924 cerca de Harare, Mugabe, hijo de un carpintero y una maestra, se formó en escuelas maristas y jesuitas hasta llegar a ser profesor, y estudió varias carreras -la de Derecho entre ellas- a través de cursos por correspondencia.
El dirigente comenzó su lucha política a los 36 años y militó en varios grupos en la incipiente lucha independentista zimbabuense del Reino Unido, algo por lo que fue encarcelado en 1964.
Mugabe pasó una década en prisión, se vio obligado a vivir en el exilio y fue uno de los firmantes de los “acuerdos de Lancaster House”, que enterraron a la antigua Rodesia y dieron pie a la nueva República de Zimbabue en 1980.
En las primeras elecciones, se convirtió en el jefe de gobierno de la naciente república, cargo que fue abolido en 1987 para crear el de presidente.
Ese fue el puesto que ocupó hasta tres décadas después, gracias a varias elecciones de dudosa credibilidad de por medio y la represión sistemática de sus opositores.
Durante su mandato, Mugabe tomó decisiones muy polémicas, como las expropiaciones, iniciadas en el año 2000, de miles de granjas a propietarios blancos en una reforma agraria caótica, a fin de distribuir la tierra entre la población negra del país.
Hombre de dura retórica, este veterano político trataba a sus críticos como “traidores” y no ahorró diatribas para insultar a las grandes potencias occidentales como Estados Unidos o el Reino Unido (la antigua metrópoli), a las que acusaba de fabricar “diabólicas mentiras” sobre él.
El país hacía aguas y Mugabe achacaba el pésimo estado de la economía a las sanciones de la comunidad internacional.
También causó notable indignación internacional su fobia hacia los homosexuales, a los que consideraba, en su propias palabras, “peores que los cerdos”.
Consciente de la necesidad de cambio y apaciguado tal vez por la vejez, en sus últimos años en el poder Mugabe, católico devoto, inició una campaña para intentar transformar su imagen.
En varias entrevistas se mostró afable, habló con cariño de sus cuatro hijos y admitió el amor que sentía por su esposa, Grace (40 años más joven), además de recordar a su primera mujer, Sally, que murió en 1992.
Mientras, los rumores sobre su mala salud perduraban y en sus apariciones públicas siempre se le veía aferrado al brazo de su esposa, una mujer con ambición política a la que los camaradas históricos de su partido -la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF)- miraban con recelo.
A sus 93 años, Mugabe había anunciado su intención de concurrir nuevamente a elecciones y todo parecía indicar que nada iba a cambiar para Zimbabue a corto plazo, hasta que el 14 de noviembre de 2017 tanques militares comenzaron a marchar por la capital, Harare.
Esa misma noche, los altos mandos del ejército se hicieron con el control del país, con Mugabe y su familia ilesos pero retenidos en su residencia.
El detonante de esa maniobra fue la destitución del entonces vicepresidente y hoy jefe de Estado, Emmerson Mnangagwa, un incondicional del partido y veterano de guerra al que se había opuesto Grace Mugabe, con reiterados ataques verbales en un contexto de tensiones por la futura sucesión del nonagenario líder.
En un gesto de gravedad inédita contra Mugabe, los altos mandos de las Fuerzas Armadas anunciaron públicamente que tomarían “medidas correctivas” si continuaban las “purgas” en la ZANU-PF, solo una semana después de la salida de Mnangagwa.
Las amenazas se cumplieron, pero Mugabe no cedió el poder hasta el 21 de noviembre, cuando ya su caída en desgracia era irreversible mediante una moción de censura parlamentaria interpuesta por su propio partido.
Mientras, en esos siete días de incertidumbre, los zimbabuenses aprovecharon para salir a las calles a fin de reclamar el futuro democrático que por tanto tiempo se les había negado.
Desde su dimisión forzada, las apariciones públicas de Mugabe fueron contadas, aunque en una de ellas -una entrevista concedida a la televisión pública sudafricana SABC- llegó a confirmar que su salida “fue un golpe de Estado”.
También se rumoreó su apoyo a un nuevo partido político creado por el excomandante Ambrose Mutinhiri para las elecciones de 2018, unos comicios que finalmente acabaron confirmando el poder de Mnangagwa y de ZANU-PF, si bien no estuvieron exentos de polémica.
Lo cierto es que el hombre cuyo poder fue incontestable en Zimbabue durante casi cuatro décadas pasó sus últimos años aislado, sin relevancia en el ámbito político y con una salud debilitada.
Detrás deja una gran fortuna, ya que, aunque recientemente se sacaron a subasta varios de sus bienes, se estima que su familia posee más de una docena de granjas repartidas en unas 15,000 hectáreas de terrenos zimbabuenses.
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