Una era llega a su fin. Al menos en esto están todos de acuerdo. Algo diferente empezará con las elecciones del último domingo, independientemente de qué constelación componga el nuevo Gabinete. La cuestión, por tanto, es sobre todo la cesura que el fin del Gobierno de Merkel significará para todos, tanto para los que lo esperaban con anhelo como para los que lo lloran. Pero el momento histórico que todos perciben en este año encierra otra cesura mucho más profunda y de mayor alcance: la era de la negación también está llegando a su fin.
Los tiempos en los que como mínimo mi generación se engañaba a sí misma, en los que corríamos una cortina sobre la realidad con una fuerza que hoy ya no puedo decir de dónde sacaba, en los que no queríamos ver lo que habíamos causado y nos comportábamos como si el calentamiento global, la acidificación de los océanos o la extinción de especies no estuviera ocurriendo aquí y no tuviera que ver con nosotros… esos tiempos han terminado. El desastre climático ha penetrado en todas partes del mundo y en todos los ámbitos de la vida, y está devastando paisajes familiares y cómodas certezas con el mismo ímpetu despiadado. Lo que venga después empezará por fuerza con esta conciencia.
En su novela La muerte de Iván Ilich, León Tolstói habla de ese umbral de comprensión del fracaso de uno mismo: “Si al menos comprendiera por qué”, cavila un Iván Ilich moribundo al contemplar su vida retrospectivamente. “Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía”. La amarga y tardía constatación de que no hemos vivido como debíamos no es meramente individual o local, sino social y, como mínimo, del Norte global. Es toda una forma de vida, no una vida sola. Es la manera en que producimos, construimos, nos movemos, nos alimentamos; cómo viajamos y consumimos. Si volvemos la vista atrás como Iván Ilich, no podemos evitar reconocer la propia complicidad en la destrucción de las bases materiales de nuestra vida. No hace falta tener hijos o nietos para sentirse obligado con las generaciones futuras. Esto es algo que afecta no solo a Alemania, sino a toda la élite política de Europa.
Sin embargo, rara vez se hace referencia expresa al enredo culpable, a la negación y la trivialización política, al aplazamiento y la obstrucción de las medidas. Los partidos que hasta ahora han sido incapaces de hablar del antropoceno, el cambio irreversible de la naturaleza provocado por el ser humano, y mucho menos de reflexionar al respecto, nos persiguen dando saltos con unos programas con barniz ecologista, y actúan como si siempre hubieran considerado la crisis climática una tarea histórica y vital y no hubiera hecho falta el movimiento mundial Fridays for Future (Viernes por el futuro) para obligarlos a enfrentarse a la realidad. Además de deshonesto, esto no parece demasiado serio.
Es hora no solo de reconocer la crisis en toda su aterradora magnitud, sino también de llamar por su nombre a sus graves consecuencias para la población de Alemania, de Europa y del mundo. En vez de ello, reina el temor a nombrar francamente los costes, pero también las posibilidades de esta transformación. Esto es algo que, por otra parte, se aplica no solo al cambio climático, sino también a los demás problemas y conflictos que se han desplazado y postergado: el papel geoestratégico de Europa, el desarrollo y el significado social de la inteligencia artificial, la distribución del conocimiento y la información en la época de Google y Facebook, los movimientos neonacionalistas y autoritarios, cada vez más radicales, y su violencia. La responsabilidad de la tarea corresponde al personal político de los partidos y a sus diferentes planes, pero también a todos los que imprimen discursos en la opinión pública.
El miedo a afrontar seriamente la urgencia y la complejidad de los problemas de nuestro tiempo es inquietante. Los debates públicos en televisión están tan ritualizados y su valor nutritivo para el intelecto se ha deteriorado tanto que cualquier tema, por vital que sea, y cualquier asunto, por apasionadamente que se debata, quedan reducidos a una personalización banal o a un intercambio partidista de opiniones contrapuestas. Esta infantilización condescendiente de las ciudadanas y los ciudadanos (o de la audiencia) se suele defender como conciliadora y equilibrada, pero trivializar o deformar la realidad no tiene nada de conciliador ni de equilibrado. La gente sufre las consecuencias del cambio climático o de los conflictos violentos en el mundo, tiene en su familia a soldados ―mujeres y hombres― que fueron destinados a Afganistán, o vive en una zona devastada por una inundación o un incendio forestal; sus parientes están todavía en Siria, en Bielorrusia o en Libia; si son agricultores, sienten con cada cosecha los efectos de la sequía o de las lluvias torrenciales recurrentes. Entonces, ¿para quién se habla? Las ciudadanas y los ciudadanos no se merecen esta desconfianza político-mediática. ¿A quién se supone que benefician los programas de entrevistas en los que las candidatas y los candidatos de los partidos solo pueden responder con un sí o un no a preguntas sobre política exterior de extrema complejidad? La degradación de la esfera pública democrática a un juego de preguntas y respuestas se ha vuelto tan penetrante y normal que ya nadie se resiste ni la rechaza. Esto no afecta a un solo partido ni a una postura política determinada, sino a todos, tanto si sus respuestas a los acuciantes retos del presente son más bien liberales, conservadoras, de izquierdas o ecologistas.
“Es hora de atacar el gozo de no entender”, afirma la teórica de la cultura Hanna Engelmeier en su magnífico ensayo Trost. Vier übungen (Consuelo. Cuatro ejercicios). Efectivamente, suceda quien suceda a Angela Merkel, es hora de atacar el gozo de no entender. Solo con la comprensión crecerá la esperanza en que podemos modelar políticamente la realidad y mejorar nuestras vidas.
Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa.
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