Pocas cosas unifican tanto a los padres de distinta edad, clase social y lugar de residencia que los nervios por la velocidad de sus hijos.
Me explico: no es que les entrenen para los 100 metros lisos porque necesitan la pasta de los patrocinadores, sino que es muy frustrante comprobar que adultos y niños llevamos dos ritmos vitales totalmente opuestos. Cuando nosotros estamos cansados, vamos a cámara lenta y necesitamos una tregua, ya sea en forma de siesta o de café, los niños están como el diablo de Tasmania, inquietos y veloces esperando nuevas actividades o ansiosos por ir disparados a otro lugar.
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En cambio, por las mañanas, cuando nosotros nos tenemos que ajustar a un horario concreto y objetivo, que les afecta a ellos, como la hora de entrada en clase y nuestra hora de entrada en el trabajo (que a su vez afecta al humor de los jefes), entonces todo será mindfulness, tranquilidad y movimientos zen. Parece un tópico de peli barata, pero ¿quién no vive sus desayunos como un perro pastor agotándose para que el rebaño se termine la leche sin mancharse la ropa que ya hemos conseguido ponerles? ¿Quién no aspira a un paseo idílico hacia el colegio, conversando agradablemente, en vez de ir dándoles gas a los niños y sopesando qué semáforos cruzar en rojo? ¿Cuántas veces tendremos que parar a mear en un árbol porque de repente le han venido ganas en vez de hacerlo en casa? ¿Acaso no queremos que la profesora nos sonría porque no somos los últimos en llegar?
Para resumirlo por si alguien se lo quiere tatuar, “cuanta más prisa tengas tú, más lentos irán ellos”.
Con mi hija, que es rápida para todo, esto se concreta a la hora de ir a coger un autobús. Tarda en ponerse los zapatos porque le pican, no le entran o no los quiere. Encima, quiere llevarse un peluche o un libro o el patinete, que luego tendré que cargar yo. Por supuesto, cuando estamos en la calle, tenemos que volver porque se ha dejado la mascarilla. Y cuando ya estamos plenamente equipados, camina poco a poco como si el suelo estuviera lleno de minas. ¿Resultado? Hay un autobús maldito, nuestra Némesis, con el que nunca podemos coincidir a la primera. Muchas veces lo hemos visto marcharse desde el semáforo de enfrente (como le estamos enseñando las virtudes del verde, no podemos cruzar como si nada, aunque no venga nadie) y nos toca esperarnos unos buenos 12 minutos en la parada cada vez.
Pocos padres se toman este momento con deportividad y simpatía. Lo normal es cabrearse, soltar algún grito (no siempre a la criatura, a veces, en general, y en esto la mascarilla va la mar de bien) e ir todos de morros durante un buen rato.
Claro que dentro de unos años, que ya no faltan tantos, cuando sean ellos los que nos acompañen al médico caminando, resoplarán porque vamos demasiado lentos.
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