Flaubert al aire libre


Desde su consagración como autor de Madame Bovary hasta estos días en que celebramos el 200º aniversario de su nacimiento, ha predominado la imagen del escritor encerrado en su guarida —el estudio de Croisset— durante jornadas maratonianas que lo dejaban al borde de la extenuación física y mental. Mas antes de construir su forzada vida de anacoreta y parapetarse tras un muro estoico para defenderse de la repugnancia que le producía “el elemento externo”, Flaubert vivió años de zozobra: “amarga juventud”, “angustia atroz”, “aburrimiento radical, íntimo, acre, incesante”, “vacío inaudito”, “hastío colosal, ávido, devorador”, “apatía insuperable”… son expresiones que abundan en sus cuadernos y en las cartas de los primeros años cuarenta. Preludian la grave crisis nerviosa de 1846, cuando, a los demonios interiores —la feroz batalla por la escritura que aún le hacía sentirse limitado y mediocre—, se le sumó la doble muerte de su padre y de su hermana, sin que la relación con Louise Colet, a quien conoce ese verano, sirviera de consuelo.

De tal situación lo salvará un modesto viaje por Normandía y Bretaña que, junto a su amigo Du Camp, emprende el 1 de mayo de 1847, experiencia recogida en Por los campos y por las playas (publicado póstumamente, en 1885), cuyos capítulos pares van firmados por Flaubert y los impares, por su compañero. Es una fuga en toda regla: huían “de costumbres recibidas, de convenciones sociales, de ternuras maternales”, con el único propósito de “ir uno al lado del otro durante cuatro meses, al azar de las carreteras, al azar de los alojamientos, a través de la naturaleza; nos parecía que nos liberábamos de la vida civilizada y que volvíamos a entrar en la vida salvaje”.

No hay planes que valgan en esta fantasía vagabunda, ni guías o instrucciones y recomendaciones, ni tampoco erudición, como se observa en la estupenda sátira sobre las conjeturas y boberías escritas a propósito de los restos celtas en los campos de Carnac. Para estos observadores humorísticos y soñadores literarios solo rige el afán de ir a la ventura y la disposición a admirarlo todo, siguiendo caminos “hechos para los pensamientos ociosos y las conversaciones”.

Como viajero romántico, Flaubert presta especial atención al arte y a la historia, brindando al lector minuciosas descripciones de castillos, monumentos, cuadros o esculturas, así como amplias narraciones de sucesos pasados, incluyendo las leyendas. Sin embargo, el narrador pronto manifiesta su cansancio, y sustituye toda esa materia por los autorretratos del viajero-fabulador entregado a ensoñaciones o a la contemplación del paisaje, en un anhelo de unión mística con la naturaleza muy similar al transporte amoroso: “Habríamos querido perdernos en ella, ser tomados por ella o arrebatarla en nosotros”. Entusiasmado y pletórico, se entrega a observar lo real, aun por prosaico y elemental que sea: el matadero de Quimper, un sombrero gigantesco, mercados y ferias, procesiones, la inauguración de una era de trillar, una pelea de perros… En todas estas impresiones, comprobamos cómo la aventura nómada se convierte en genuina experiencia estética, que puede versar sobre el color local, las nuevas formas de lo grotesco y horroroso, o la alianza entre belleza y verdad. Así, la originalidad de Turena la califica de prosa cantada, mientras que Brest —arsenal, presidio, fortificaciones, talleres, muelles— le parece “un mecanismo sombrío, despiadado, forzado” que le “llena el alma de tedio”. Las impresiones estéticas aquí recogidas tienen por denominador común el rechazo del orden y la regla, y la feroz crítica del artificio o el adorno superfluo: cualquier operación que ampute o atente contra lo natural y espontáneo, cualquier intervención que altere la forma o la idea primigenias, será severamente censurada.

Particular interés ofrecen las páginas donde vemos al joven Flaubert encaminar sus pasos hacia lugares que fueron patrias espirituales de aquellos en quienes se reconoce y cuya filiación estética admite como seña de identidad propia —las peregrinaciones destinadas a conocer el “lugar del genio”—, en la creencia de que tales escenarios conservan algo del ideal vivido por aquellos maestros cuando gestaban sus obras. En Blois, será el recuerdo del joven Víctor Hugo y también de su admirado Balzac, preguntándose si fue de esa región de donde este extrajo sus heroínas; en la gruta de Eloísa aprovecha para censurar la conversión de una figura tan noble y elevada en “algo banal y bobo, el prototipo soso de todos los amores contrariados, y el ideal estrecho de la muchachita sentimental”; en el islote de Grand-Bey, ante la tumba de Chateaubriand, rinde amplio tributo a su memoria, con abundantes evocaciones de René.

El desasosiego de la belleza que persigue Flaubert ya da aquí sus frutos, con páginas espléndidas que encierran prefiguraciones y ecos, reflejan su bufonería, muestran su impar imaginación plástica y apuntan el “método de despliegue” que en su escritura definió Nabokov.

Poco después, en octubre de 1849, emprenderá su soñado viaje a Oriente: 20 meses de peregrinación con los que clausura definitivamente su juventud, para convertirse en el hombre-pluma entregado por completo a Madame Bovary.

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