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Fracaso y pánico en Afganistán


Si se mira hacia atrás, cuando el avance talibán parece ahora mismo imparable, la sensación de fracaso se impone a cualquier otra. Fracaso, en primer lugar, de Washington, que ni ha logrado democratizar el país (Bush dixit) ni tampoco estabilizarlo (Obama dixit). En el terreno político, y a pesar de forzar las reglas de juego de todas las maneras posibles, no ha conseguido asentar un Gobierno suficientemente legítimo y representativo. Y en el militar nada puede disimular la amarga sensación de derrota de unas fuerzas que no han podido acabar con Al Qaeda, objetivo principal de su invasión en octubre de 2001, a pesar de su abrumadora superioridad numérica y tecnológica.

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Un fracaso que cabe aplicar, asimismo, al resto de aliados estadounidenses (España incluida) y, sobre todo, al Gobierno afgano, liderado primero por Hamid Karzai y ahora por el inoperante tándem Ghani-Abdullah. Cualquiera de las mejoras puntuales que hayan podido introducir estos palidece ante el tenebroso panorama de un país empobrecido y violentado sistemáticamente como resultado del sectarismo, la corrupción y la incompetencia de las autoridades locales. Y aunque solo cabe suponer que con el auge talibán la inmensa mayoría de los casi 40 millones de afganos van a salir perdiendo aún más, sería erróneo pensar que, tras 20 años de ayuda externa, se había llegado ya a un punto en el que las necesidades básicas estuvieran cubiertas, la seguridad física estuviera garantizada o fuera posible ejercer plenamente los derechos y libertades más elementales. A eso se añade que las fuerzas armadas y de seguridad afganas nunca han logrado ostentar el monopolio legítimo de la fuerza, impotentes ante el desafío que les han planteado simultáneamente actores armados de todo signo y vecinos interesados en inmiscuirse permanentemente en sus asuntos internos, con Pakistán a la cabeza.

A partir de ahí, si se mira hacia adelante desde una óptica estrictamente realista, la sensación dominante es la de pánico, apenas disimulado. Los talibanes no detendrán su avance hasta contar con una posición de fuerza que les permita tomar directamente el poder o, como mínimo, imponer sus condiciones a un Gobierno incapaz de reaccionar. Cuentan para ello con su propia determinación de instalarse en Kabul para gestionar el país aplicando su estricta visión del islam, así como con la creciente desafección ciudadana con unos gobernantes tan impopulares.

Además, calculan que, si no hacen algo que afecte a los intereses vitales de las grandes potencias (volver a golpear en Europa o EE UU; acoger o apoyar a los uigures; aliarse abiertamente con Al Qaeda o el ISIS) ninguna de ellas querrá pasar por el mismo calvario de tratar de imponer su dictado en Afganistán. En paralelo, el vecino más interesado vitalmente en guiar sus futuros pasos, Pakistán, no será precisamente quien vaya a cortarles el paso hacia Kabul. Por supuesto, los perdedores netos de esta deriva serán, como siempre, los afganos. Pero ¿cuándo ha importado realmente su suerte?

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