En la Francia que votó por Marine Le Pen el pasado 24 de abril las quejas hacia el vencedor en las elecciones presidenciales, el centrista Emmanuel Macron, son variopintas, y van desde elaboradas teorías políticas a adjetivos y deseos e invectivas impublicables. Pero, durante un viaje esta semana por territorios donde más ha avanzado la candidata de la extrema derecha, un argumento volvía una y otra vez: “Que escuche. Que escuche a los franceses. A todos los franceses”.
Quien pronunció estas palabras se llama Georges Hédant. Es un jubilado de 65 años que trabajó de cocinero, de comercial y, finalmente, de empleado en los viñedos de la región del Médoc. Él vota a Le Pen desde hace años. Y coincide con otros que el domingo pasado, por primera vez, depositaron su papeleta en la urna. Todos aspiran a algo esencial, y a la vez intangible y difícil de conseguir: el reconocimiento.
“Hay un reflejo, en mi ambiente, que lleva al desprecio, a veces inconsciente e ingenuo”, denuncia la académica de la lengua Danièle Sallenave. “Cómo hablan de la gente que comete faltas de francés, que se viste de manera que les parece ridícula, que vive en casas que ‘mira qué feas son’. Francia tiene una gran tarea ahí”.
Hay una Francia que, desde el domingo pasado, da vueltas y más vueltas a la mejor fórmula para reconciliar a los ciudadanos después de unas elecciones presidenciales que han expuesto las fallas que recorren esta sociedad y su geografía. Es la parte del país que no acaba de entender cómo más de 13,3 millones de compatriotas —unos 2,5 millones más que en el año 2017— pudieron votar a Marine Le Pen el 24 de abril, y que recuerda la mejora de la economía: la reducción del paro y el crecimiento, el modelo social aún robusto.
Y luego está la otra Francia: la de Le Pen. Hace unos años, muchos de sus votantes sentían reparos a la hora de admitirlo. Ahora, no ven nada anómalo en la candidata que eligieron, ningún motivo para corregir un día su voto, ni renegar de él. Otros lo justifican por el deseo de echar a Macron del Elíseo.
“Sí, la segunda vuelta votamos a Le Pen”, declara en Burdeos, al inicio del viaje, Patrick Youf, estanquero de 59 años y miembro de los chalecos amarillos. “Queríamos que Macron se marchase”, aporta Véronique Mora, 51 años y chaleco amarillo también. Ambos, junto a Nadia Foucher, sindicalista y maestra de escuela de 51 años, pertenecen al Colectivo de Bassens, formado por activistas de la periferia de la capital del departamento de la Gironda. Foucher es la única de los tres que no votó a la candidata de la extrema derecha: se abstuvo.
“La confianza se ha roto”
“Los franceses han entrado desde hace más de 10 años en una espiral de contestación global del funcionamiento de las instituciones republicanas”, dice el ensayista Sylvain Fort, una de las cabezas pensantes del macronismo de la primera hora. Fort fue consejero de comunicación de su campaña triunfante en 2017; después redactó sus discursos en el Elíseo, hasta que regresó a la actividad privada hace tres años. “La confianza se ha roto”, añade . “No lucharemos contra la abstención y contra los extremos si no reconciliamos a los franceses con la República”.
Macron lo reconoció nada más cerrar los colegios electorales: “El voto de este día nos obliga a considerar todas las dificultades y las vidas vividas, y responder con eficacia a las cóleras que se han expresado”. El presidente francés, elegido por primera vez hace cinco años, había ganado con comodidad: un 58,55% de los votos frente al 41,45% de Le Pen. Pero tomó nota del descontento, que se manifestó en el avance de la extrema derecha y la mayor abstención registrada en más de medio siglo. De cómo responda a estas “cóleras” dependerá en gran parte el éxito o fracaso del segundo quinquenio, que está a punto de empezar. Y dará pistas sobre cómo otros países pueden contener sus propias formas de malestar.
En busca de respuestas, El PAÍS ha entrevistado esta semana a intelectuales, políticos y especialistas en París. Y ha recorrido el corredor que va del estuario del río Garona, río arriba, a la provincia de Lot et Garonne para hablar con votantes de Le Pen, nuevos y antiguos, y preguntarles qué debería hacer Macron para convencerles o para calmar su enfado.
—¡Que desaparezca!, dice una votante de Le Pen.
—¡Lo odiamos!, aporta otra.
—¡El problema no es este! [atempera un tercero]. El problema es que la política devuelva el poder al pueblo.
Es la última etapa del viaje, y la tertulia se anima en el garaje de Pierrette y Denis en Caumont-sur-Garonne, un pueblo de 600 habitantes a unos 90 kilómetros al sur de Burdeos. Los anfitriones son chalecos amarillos con pedigrí, de esos que salieron con las primeras protestas contra el aumento del precio del diésel en noviembre de 2018. Y el pasado viernes invitaron a Sylvie, Roselyne, André, Pascal y Christian, otros cinco chalecos amarillos a los que conocieron en las rotondas donde se concentraban las protestas. Ya son amigos de toda la vida. Tienen entre 46 y 72 años, hay jubilados y un agricultor, y todos, el domingo de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, votaron a Le Pen.
¿Extrema derecha, Le Pen? “Es Macron el de extrema derecha”, replica Sylvie .”Su programa es fascista, hay que llamar las cosas por su nombre”.
La lista de agravios es larga. Hablan de la represión policial que dejó heridos y mutilados en las manifestaciones, algunas violentas, en 2018 y 2019. Citan la reducción de los servicios públicos en el campo y de las conexiones, algo fácil de comprobar en Caumont-sur-Garonne: durante la tarde y noche del viernes, no había en esta parte del pueblo cobertura de internet ni tampoco para hacer llamadas telefónicas con el móvil. Y reclaman el RIC, acrónimo de referéndum de iniciativa ciudadana y emblema de los chalecos amarillos: la vía hacia una democracia directa.
“Ahora, que votemos por uno o por otro no cambia nada. Con el RIC, el pueblo se sentiría concernido y la abstención bajaría”, dice Christian, un jubilado que ejerció 1.000 oficios, vivió un año en Australia y lleva un sombrero que le mereció el apodo de Cocodrilo Dundee.
Denis, antiguo mecánico en Renault, apunta: “Lo que nosotros queremos es cambiar el sistema. Y el que el pueblo tome el poder”.
En la centralista V República, donde el jefe del Estado tiene poco contrapesos y acapara tanto poder, los chalecos amarillos han logrado poner sobre la mesa la necesidad de una mejora de la democracia.
“Hay en Francia un problema de agotamiento democrático: Macron deberá afrontar la revisión del modo de elección y el funcionamiento de las instituciones”, argumenta el sociólogo François Dubet. “Además, ha permitido el debilitamiento de los sindicatos y los cuerpos intermedios. Toda esto transformaba las cóleras en reivindicaciones: ahora simplemente se vota en contra”.
Fort, el antiguo asesor de Macron, coincide: “Lo primero para reconciliar a los franceses con la República es permitir a los ciudadanos que se impliquen más directamente en las decisiones políticas bajo la forma de consultas organizadas”.
En Caumont-sur-Garonne, después de la tertulia, los chalecos amarillos se sientan a cenar. Vino, risas. Se mezcla la efusión amistosa con la discusión apasionada sobre el futuro de Francia, sobre Macron, sobre las vacunas, sobre la revolución. Los franceses son un pueblo político por excelencia. Esto les une. Pero también desconectado: telefónica y mentalmente. Otra galaxia.
“Un país increíblemente fracturado”
“El país está increíblemente fracturado”, constata el economista Nicolas Bouzou. “Hay dos campos que no se hablan y no se entienden. Ni siquiera hablan el mismo lenguaje”.
El geógrafo Christophe Guilluy analiza: “Uno de los motivos de bloqueo en Francia es la tecnoestructura y los expertos que no quieren escuchar nada. Están encerrados y tienen miedo. ¡Conozco a gente que el domingo electoral tenía miedo de que Hitler llegase al poder! Y eso sucede porque ya no hay contacto familiar ni cotidiano con las clases populares. Y esto crea fantasmas sobre la gente ordinaria: los reduce a caricaturas”.
No es una caricatura Georges Hédant, el jubilado lepenista del Médoc que pedía a Macron que escuchase y que, paseando por Pauillac, cerca de los célebres châteaux Latour o Rothschild, se cruzó con el viticultor y dirigente local del partido de Le Pen Grégoire de Fournas, de 37 años. Entonces reclamó: “Queremos una vida decente. Que el poder se reparta. Hace un tiempo estaban los ricos, la clase media y los pobres. Ahora la clase media desaparece”.
Ni eran caricaturas los empleados en un château del Médoc que almorzaban el viernes al mediodía a orillas del Garona. Ambos votan a Le Pen, como la mayoría en los pueblos de los alrededores —Pauillac, Saint-Estèphe, Cissac-Médoc, Saint-Sauveur— y en las áreas del Medoc más alejadas de Burdeos, feudo macronista. No lo esconden. Hablan poco de inmigración y más de clases sociales.
Ludovic Renom, 31 años: “Si tuviese a Macron delante, yo le diría que abriese los ojos y mirase a la clase de abajo. No estaría mal”.
Pierre Montewy, 60 años: “Pues yo no tendría nada que decirle”.
Con sus rutas pintorescas entre viñedos y entre los palacios de las bodegas, nada indica que esta sea una región empobrecida como otras que votan a Le Pen, como las viejas cuencas mineras y siderúrgicas del norte de Francia. Y no lo es. Pero aquí y allí, el voto para el Reagupamiento Nacional de Le Pen sube en cuanto más se aleja uno de las áreas metropolitanas. Y hay problemas comunes, incluso en zonas en apariencia boyantes: transporte público insuficiente o tráfico excesivo en las carreteras y el eterno lamento, que desencadenó la revuelta de los chalecos amarillos, contra el encarecimiento del carburante.
“Emmanuel Macron nunca ha vivido en un sitio como el Médoc entre gente modesta”, opina Fournas, el dirigente del RN. “Hay dos Francias: la de los ganadores de la mundialización, y la Francia del campo, arraigada, con una identidad fuerte”.
Le Pen prospera en esta polarización. Macron, si quiere saldar con éxito su década presidencial, deberá cerrar la brecha.
“Lo que hace subir el populismo es la idea de que el Gobierno no logra ser eficaz ni tener un impacto en el curso del mundo. Mucha gente, cuando se le pregunta por qué vota a Le Pen o se abstiene, responde: ‘Porque nada cambia con los gobiernos tradicionales”, dice el economista Bouzou. “Y es necesaria una política social para los más pobres. Cuanto más es rico alguien, más vota por Emmanuel Macron, y cuanto más pobre es, más vota por Marine Le Pen. Desde este mismo verano debería adoptarse un plan de urgencia social”.
Educación y meritocracia
Sylvain Fort abunda en una prioridad más citada: la educación. “El primer valor republicano es el mérito: la escuela y la universidad son su motor, y ambas instituciones están dañadas. Carecen de recursos y, sobre todo, ya no ofrecen perspectivas satisfactorias a los hijos de los ambientes populares o de las clases medias: nuestras élites proceden todas de las grandes escuelas [las instituciones muy selectivas que forman a los dirigentes franceses, los altos funcionarios y los académicos de mayor rango] y de las universidades extranjeras. Para reconstruir la República, hay que reconstruir la meritocracia”.
“La escuela ha sufrido un hundimiento que la izquierda no quiere ver y que la derecha quiere tratar con maneras autoritarias”, recalca la escritora Sallenave. “Habría que volver a una palabra que fue fundamental al principio de la Tercera República [a finales del siglo XIX y principios del XX]: instrucción. Era una palabra que galvanizaba las capas inferiores de la población, que hacía vibrar a los de abajo”.
Pero no hay fórmulas mágicas. Hay demandas, entre los votantes de Le Pen, que Macron podría abordar sin dificultad, como las medidas para limitar el aumento de los precios o la negociación sobre la edad de jubilación, ahora en 62 años.
“Yo le pediría que no aumentase la edad de jubilación a los 65 años, porque a esta edad estaremos jodidos y listos para entrar en la residencia: no podremos disfrutar del fin de nuestra vida “, dice Ludovic Renom, el empleado de un viñedo en el Médoc.
Pero hay otras más complicadas. Porque son subjetivas e incuantificables, como la sensación de respeto o de desprecio. O porque son la expresión de un enfado casi atávico. “Somos un pueblo en cólera, desde hace 200 años”, proclama Sylvie en la tertulia de chalecos amarillos en Caumont-sur-Garonne. “Y no ha terminado”.
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