De todas las insensateces que hemos cometido los humanos, hay una de la que se habla sorprendentemente poco, quizás porque su coprotagonista (y víctima) fue un árbol.
Las circunstancias que la rodean son controvertidas, pero nadie discute que sucedió el 6 de agosto de 1964 en el Estado de Nevada (EE UU). Como relata Stefano Mancuso en su último libro, La pianta del mondo, los implicados fueron tres: el ejemplar de Pinus longaeva marcado como WPN-114, el servicio forestal estadounidense, y el que probablemente sea el investigador más odiado de la historia de la dendrocronología, Donald Currey. Tampoco existen dudas sobre el trágico resultado: un tocón y un tronco seccionado que revelaban, por fin, la información que Currey andaba buscando.
Todos hemos visto espectáculos parecidos en multitud de ocasiones, más o menos felices: una serie de círculos concéntricos de anchura y color variables, que llamamos “anillos de crecimiento”, y que dibujan el análogo arbóreo a una huella dactilar. No hay dos ejemplares que formen exactamente el mismo patrón de anillos; cada uno es, como nosotros, único e irrepetible.
La existencia de los anillos de crecimiento no es ninguna novedad: desde que el ser humano emplea madera sabe que están ahí, que forman bellos diseños al cortar el tronco para convertirlo en vigas, mesas o tablas de pared. Sin embargo, una de las primeras personas que se interrogó y dejó testimonio de sus reflexiones sobre la naturaleza de estos anillos fue Leonardo da Vinci, que en su Tratado de la pintura escribe: “Los círculos de las ramas de los árboles talados muestran el número de sus años, y cuáles fueron más húmedos y más secos según su mayor o menor anchura”. Intuición genial, que ve en estos anillos la memoria de los árboles. La planta sedimenta sus recuerdos —capa tras capa, anillo tras anillo— desde su más tierna infancia; al igual que nosotros, guarda en su interior la marca de todo lo que le ha sucedido a lo largo de su vida. A diferencia de nosotros, sin embargo, los árboles no olvidan fácilmente: en el caso de las especies más longevas conocidas, como el bien llamado Pinus longaeva, las memorias arbóreas pueden abarcar varios milenios.
Para acceder a estos anillos hay que tener una llave y saber emplearla bien: conocida como barrena de Pressler, se trata de un pequeño instrumento que permite horadar el tronco de un árbol y extraer un cilindro de madera, sin causar mayores daños al ejemplar. Se requiere habilidad y práctica (hay que aprender a orientar la barrena correctamente, y no todas las maderas te ponen fácil su perforación); no se requiere, en cambio, el sacrificio de ningún árbol… a no ser, claro está, que seas Donald Currey. Al no lograr obtener muestras de WPN-114 mediante barrena, se decidió talar el árbol para consultar su memoria arbórea.
¿Pero, por qué? ¿Qué pueden decirnos un montón de anillos que sea interesante?
El primer dato que pueden ofrecernos es, por supuesto, la edad aproximada del árbol en cuestión —un dato que a veces se revela dramático, como le sucedió a Currey al contar los anillos de WPN-114 y descubrir que acababa de talar a Prometeo, el Pinus longaeva más viejo de la Tierra.
En segundo lugar, la secuencia de anillos —cuya madera muestra diferencias anatómicas según si fue temprana, hija de la primavera, o más tardía— proporciona una crónica de las condiciones de crecimiento del árbol: como ya decía Leonardo da Vinci, puedes saber en qué años creció más, y en cuáles menos. Si eliges al árbol adecuado y tomas muestras con cuidado, quizás puedas incluso detectar el rastro de incendios o heridas de rayo, que generalmente dejan cicatrices reconocibles en el tronco, unidas a tejidos que el vegetal desarrolla como reacción a la herida, y que un ojo entrenado logra distinguir. Quizás esta crónica parezca algo sosa y aburrida de buenas a primeras, pero si sabes interrogarla puedes desvelar tesoros; y la disciplina que se ocupa de bucear en los recuerdos de la madera y acercarse al tiempo (cronos) de los árboles (dendron) se conoce como dendrocronología.
La memoria de los árboles es, por ejemplo, una extraordinaria fuente de pruebas que muestran cómo está cambiando el clima. Sin embargo, para ello debes escoger bien a tus compañeros vegetales, y asegurarte de que sus recuerdos son fiables. Las palmeras, por ejemplo, no te servirán de nada, pues ni siquiera forman anillos de crecimiento; si te adentras en los trópicos e interrogas a un árbol cualquiera, quizá la respuesta no sea satisfactoria, pues la madera de la mayoría de especies tropicales no muestran patrones anillados. Incluso hay árboles con tendencia a la amnesia, como los tejos (Taxus baccata); existen varios ejemplares, como el famoso tejo de Llangernyw, en Gales, cuya edad exacta nos resulta imposible determinar, porque sus troncos se han quedado huecos, borrando los primeros siglos —quizás milenios— de las crónicas.
(El fenómeno de los troncos huecos también puede suceder como consecuencia de podas realizadas de forma incorrecta, mal cicatrizadas, que facilitan la aparición de infecciones —por ejemplo fúngicas— capaces de horadar el tronco. Ello, además de suponer un riesgo estructural que compromete la estabilidad del árbol, es un caso de alzhéimer arbóreo al que por desgracia se ven sometidos muchos árboles de nuestros barrios y plazas.)
Pero si escoges a árboles en plena posesión de sus facultades mnemónicas, y entrevistas a un número suficiente de ellos (¡nunca te fíes de un único testimonio!), un mundo de posibilidades extraordinarias se abre ante ti.
¿Necesitas confirmar tus sospechas de que la minería a cielo abierto en Siberia del norte, tal y como se ha desarrollado en los últimos noventa años, es un desastre ecológico directamente responsable de la destrucción del bosque boreal en la región? Está en la memoria de los alerces y píceas del lugar.
¿Quieres entender si la expansión del imperio mongol en el s. XIII estuvo ligada a un cambio climático en sus tierras, y de qué tipo? Los pinos siberianos (Pinus sibirica) de la región aún se acuerdan de aquellos años locos.
La madera tiene, además, una ventaja evidente sobre el cerebro como sede de la memoria, y es que los recuerdos conservados en anillos de crecimiento pueden sobrevivir al árbol que los creó. No hace falta encontrar a ningún venerable matusalén vegetal para saber qué tal tiempo hacía en tiempos de la república romana, o en la Francia napoleónica: un tocón de la edad adecuada puede ser suficiente, incluso un palo. Eso significa que toda la madera maciza que te rodea está ahíta de recuerdos. Las planchas de los violines Stradivarius pueden revelarte sus orígenes —de qué especie provenían (Picea abies), en qué región crecieron, en qué período, qué climatología vivieron—, igual que las vigas de la catedral de Segovia (hechas de Pinus nigra), o cualquier escultura japonesa de madera (p. ej. de Chamaecyparis obtusa). Todos cuentan una historia para quien sabe interpretar su lenguaje.
La memoria es un componente imprescindible de nuestras vidas; si la perdemos, se lleva consigo parte de nuestra identidad, nuestra capacidad de aprender y madurar. La sabiduría no existe sin memoria; cada anciano que se apaga nos priva —a ti, a mí, a todos los seres humanos— de una raíz hecha de recuerdos, raíz que ancla, pero que a la vez nos permite seguir creciendo hacia la luz (y, se espera, sobrevivir a los temporales futuros). Incluso si nos han dejado una crónica pormenorizada de su vida, interrogar memorias vivas es más bello que consultar archivos inertes —más aún, cuando la muerte de aquel ser vivo no era necesaria.
¿Quién no se indigna al pensar en los 4900 anillos de crecimiento que Donald Currey contó en la madera de su Pinus longaeva, cuyo último recuerdo fue una sierra en agosto de 1964? Nadie se atrevería a defender la tala de seres vivos cuya memoria abarca milenios… pero ¿y si son cinco siglos? ¿O uno? ¿O varios lustros? ¿A partir de qué momento la memoria de un árbol merece ser conservada, cuidada, estimada?
Quizás llegue un día en que veamos y tratemos a los árboles de nuestras ciudades, no como muebles baratos, sino como archivos vivos: una infinidad de pequeñas bibliotecas que sedimentan y atesoran la historia del lugar que habitan junto a nosotros (y, de regalo, dan sombra y mejoran las condiciones urbanas).
En silencio, sin que nos demos cuenta, los árboles escriben nuestras crónicas; ojalá sean dignas de pervivir en sus memorias de madera.
Aina S. Erice es escritora, bióloga y autora de El libro de las plantas olvidadas.
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