Capítulo 26
1. Confusión mental
Mohamed Abrini y Salah Abdeslam son amigos de la infancia, se han criado juntos en Molenbeek. Debido al orden alfabético también están juntos en el banquillo. A menudo charlan, se ríen a hurtadillas: el presidente les separa. Los dos han anunciado que iban a hablar e incluso a hacer revelaciones cuando por fin llegásemos al 13 de noviembre; pues bien, ya hemos llegado, al cabo de kilómetros de telefonía, cámaras de vigilancia, geolocalizaciones de autopista. Empezamos por Abrini, que se ha puesto una camisa blanca. El presidente, afable, le autoriza a quitarse la mascarilla, y entonces él dice: “Tiene usted razón, señor presidente: ¡fuera caretas!”. Con este mismo tono teatral tan impropio de él, prosigue: “Todos llevamos máscaras, pero a veces es difícil quitárselas sin arrancarse la piel”, frase que una búsqueda rápida permite atribuirla al novelista de Quebec André Berthiaume; las referencias de los yihadistas no dejan de asombrarnos.
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Las revelaciones de Abrini se reducen a esto: “Yo estaba incluido en el día 13″. En otras palabras: “Yo no era el simple acompañante que he pretendido ser a lo largo de toda la instrucción y que fui a despedirme de mis amigos. No, yo tenía que explosionarme con ellos”. ¿Por qué no lo hizo? Aquí es donde las cosas se vuelven confusas. Recapitulemos. En septiembre, Abrini se entrevista en Charleroi con Abdelhamid Abaaoud que, al regresar de Siria clandestinamente, trabaja en la preparación de los atentados. Sin entrar en detalles, sin precisar dónde ni cuándo, Abaaoud le dice que cuenta con él. Abaaoud tiene una gran influencia sobre Abrini. Este no puede negarse a hacer lo que le pide, no puede “enfrentarse a él”. Entonces “no digo ni sí ni no, no digo nada”, y las semanas siguientes actúa como si no hubiesen hablado. Trabaja en la cafetería Delicine de Molenbeek, prepara su boda. En su fuero interno sabe que no podrá matar indiscriminadamente a gente en la calle y explosionarse él mismo. Pero no se atreve a confesarlo y participa en los preparativos junto con Salah Abdeslam: alquiler de vehículos, de pisos francos, adquisición de material pirotécnico.
La Fiscalía señala que hacen todo esto sin adoptar la menor precaución, a cara descubierta, como quienes saben que la cautela carece de importancia porque de todos modos van a morir. “Sí, bueno”, dice Abrini, “yo seguía sin saberlo, para mí no estaba claro, tenía confusión mental, esperaba pasar inadvertido”. Llega el día 12 y el famoso “convoy de la muerte”, según la expresión del propio Abrini: los tres coches que salen de Charleroi a primera hora de la tarde y llegan al final del día al extrarradio de París. Desde el principio del juicio es un misterio lo que sucedió en el Clio en que viajaban Abrini y los dos hermanos Abdeslam. Le preguntan: “¿Cómo describiría usted el ambiente en el coche? ¿Diría que era un buen ambiente?”. “Pues… era tranquilo. Brahim había puesto un CD de nasheed [música musulmana]…” “¿Pero usted le había dicho que no iba a participar?”. Aquí Abrini se embarulla, no se acuerda bien, reina la confusión en su cabeza. Aun así: tuvo que haber por fuerza un momento en que le dijo a alguien —¿a Abaaoud? ¿A Brahim?— que no, que no lo haría. O bien no, y hasta el último minuto no se atrevió a decírselo a nadie. Pero si esto es verdad, ¿cómo conciliarlo con la más sorprendente de sus revelaciones?: ¿Salah, al contrario que él, no participaría en los atentados? Siempre en el último minuto, habrían ordenado a Salah que tomara el chaleco explosivo que quedaba libre por la defección de Abrini.
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En este instante, todas las miradas convergen en Abdeslam: él sí sabe si es cierto o no. ¿Lo confirmará mañana? El convoy llega a Bobigny. ¿Abrini ha hablado? ¿Cómo reaccionó Brahim? ¿Brahim ya ha designado a su hermano menor, Salah, como sustituto de Abrini, y cómo reaccionó Salah? No sabemos nada, persiste la bruma en la cabeza de Abrini. “Tengo la sensación de que es como en un sueño”. Quisiera retroceder, sigue adelante. Ahora están todos juntos en el chalet que Abrini, junto con Brahim, alquiló la antevíspera. “Descargamos los maleteros de los coches, alineamos contra una pared los kaláshnikov y los cinturones explosivos”. ¿Abrini ha hablado por fin? ¿Con quién? No lo recuerda. Tampoco recuerda a qué hora sale del chalet. Bastante tarde, él se marcha solo, en todo caso. Va andando hasta Noisy-le-Sec, cena en una pizzería, a medianoche llama a un taxi que le transporta a la estación en la que se propone tomar un tren a Bruselas. La explicación más plausible de esta conducta totalmente errática es que no se ha atrevido a decir nada a nadie y ha salido del chalet con el pretexto de fumar un cigarrillo para huir como si le pisaran los talones todos los demonios del infierno. Lo ratifica su iniciativa siguiente: como cabía esperar, no hay un tren de medianoche a Bruselas en la estación de Noisy-le-Sec, y en vez de alojarse en una habitación del hotel Formule 1 más cercano, Abrini convence al taxista de que le lleve por 450 euros a Bruselas, adonde llega a las 4 de la mañana.
Paga 300 euros en efectivo, se apea del taxi cerca de un bar donde asegura que va a conseguir los 150 euros que faltan y deja plantado al taxista demasiado crédulo. Corte narrativo. La tarde del viernes 13, Abrini está con su prometida, firmando el contrato de alquiler de un apartamento en el que apuntan las cifras de los contadores, pagan la fianza y reciben las llaves. Esta visita del apartamento, en un estado de total disociación, es una escena de Dostoievski, y no había menos confusión en la cabeza del estudiante Raskolnikov después de asesinar a la vieja usurera, ni eran más coherentes las respuestas que dio al juez de instrucción Porfirio Petrovich. No sabemos dónde está Abrini cuando estalla la noticia de los atentados de París. Sabemos que desde entonces y durante cuatro meses irá de un piso franco a otro. “Me sentía atrapado en un engranaje”, dirá. “No quería participar en las acciones que se preparaban, tampoco quería irme, pasaba los días en una nube de indecisión, jugando con la PlayStation”. Reaparece el 22 de marzo, empujando un carro en el aeropuerto Zaventem de Bruselas, acompañado por Najim Laachraoui y Khalid El Bakraoui, que saltarán por los aires. También esta vez, Abrini escapa en el último minuto.
2. “No por cobardía…”
Al día siguiente es el turno de Abdeslam. Ha prometido que hablará. Solo él puede desmentir o confirmar las revelaciones de Abrini. Él es el único que puede decirnos si ocupó in extremis el lugar de su amigo de la infancia, si su cinturón explosivo no funcionó, si desistió de accionarlo. Tal vez se han concertado, ellos dos o sus abogados. Enorme expectación. Y golpe de teatro: hoy ejercerá su derecho al silencio. Sin más, no tiene por qué explicarlo. El presidente, desolado, insiste. En vano. Todo el mundo insiste. En vano. No obstante, al final de la audiencia, una abogada de la parte civil apela a su buen corazón con una dulzura tan condolida que él accede a hablar de su novia, cuyas lágrimas le entristece haber causado.
Después habla del cinturón explosivo, que desiste de accionar “no por cobardía, no por miedo, sino porque no quería hacerlo”, y dice que se cuidó de desactivarlo antes de tirarlo a un cubo de la basura para evitar que mujeres o niños pudiesen herirse jugando con él. Respuestas selectivas, todas en su beneficio. En este juicio, la acusación es siempre comedida, y sin embargo el fiscal del ministerio público, Nicolas Le Bris, dice, con una cólera fría: “Salah Abdeslam había prometido dar explicaciones y no lo hace. Se las da de figura importante, juega al teasing (se burla) y guarda silencio para disfrutar de las reacciones que provoca. No hay una gota de valentía en usted, señor Abdeslam: es pura y simple cobardía”. Suscribo totalmente estas palabras, pero no resuelven el problema: Salah Abdeslam, que tanto gusto le ha encontrado a hablar, ¿qué es lo que no quiere decir?
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