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Fumarola para las palabras de un año


Al pisar el suelo, la tierra cercana al volcán quema porque hay magma soterrado que quiere salir; este termina brotando a través de un punto donde el terreno se fractura, un lugar donde se rompe la superficie y, sea en los flancos, sea en el cráter, los gases y vapores empiezan a emerger. Ese punto de emisión de los gases de un volcán se llama fumarola, y es la palabra que en mi opinión mejor retrata lo que nos ha pasado lingüísticamente en este año que ahora estamos cerrando. Porque la lengua es también un volcán, cuya capacidad para generar nuevos términos o para hacer aparecer palabras ignotas es más intensa cuando sus hablantes son afectados por circunstancias sobrevenidas.

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Si Borges declaraba, refiriéndose a sí mismo, que ser gran lector y al mismo tiempo ciego era una “declaración de la maestría de Dios”, no ha sido menos magistral lo de 2021: termina con un volcán cerrando la boca tras meses desahogando fuego el año que empezó con una tormenta descomunal de nieve. Casi 8.000 mujeres en España, según el INE, se llaman Filomena, pero, en 2021, en España, Filomena fue solo una, la borrasca que afectó en enero al centro peninsular. Igual que en la poesía de los Siglos de Oro se hablaba del “hielo abrasador” y del “fuego helado” como el colmo del amor apasionado, nuestros informativos podrían, agarrando los extremos de este año, unir La Palma y Madrid, la periferia y la corte, la lava y la nieve, para crear su propia contradicción: en los medios, palabras opuestas se hicieron realidades vecinas gracias a esa transcripción de la vida que es la noticia, en esa reordenación los científicos (meteorólogos y vulcanólogos, en este caso) nos fueron explicando qué era todo eso que caía del cielo, y así sus palabras técnicas fueron calando en nosotros.

El español tiene “humo” porque el latín le donó la palabra fumus, pero se trajo la “fumarola” del italiano para no usar “humareda”, para describir las grietas de los conductos volcánicos con un término más especializado. “Fumarola” es, junto con “colada”, “malpaís” o “piroclasto”, una de las palabras técnicas que, aun existentes ya en el lenguaje técnico del español (fumarola se usa al menos desde el siglo XIX), no se ha incorporado al habla general hasta que ha llegado la erupción del volcán canario Cumbre Vieja.

No es una tendencia lingüística novedosa. Desde el inicio de la pandemia venimos observando la frecuencia que ha adquirido el lenguaje científico en las noticias y, por ende, su familiaridad en el habla común. Si coronavirus fue la palabra vanidosa que en 2020 atrajo toda nuestra atención, este año ha sido el moscardón que ha rondado por encima de otro conjunto de palabras pandémicas. En el año en que en España los filólogos protestamos públicamente para tratar de que el latín y el griego no naufragaran en los nuevos planes de estudio de la última ley educativa, tuvimos que ver cómo se recurría a esas lenguas para dar nombre a los lugares donde acudíamos a inmunizarnos (vacunódromos, con la base griega dromos), a las nuevas variantes del virus, bautizadas con las letras del alfabeto helénico (beta, delta, gamma o, más recientemente, ómicron) o incluso a realidades virtuales muy tangibles, como ese metaverso del que ya se empieza a hablar, donde la meta no es el fin sino el prefijo “después de” del griego y el verso no es la línea del poema, sino la parte final del universo.

Mark Zuckerberg presenta su avatar en el metaverso. FACEBOOK (VIA REUTERS)

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La cabeza es nuestro propio volcán y también echa sus fumarolas. En el año de los Juegos Olímpicos, durante las competiciones más relevantes de fuerza física, se habló sobre todo de fuerza mental. Simone Biles renunció a subirse a la barra y quienes treparon a la primera plana en su lugar fueron las palabras que durante décadas han sido tabú: ansiedad, psicofármacos, terapia, suicidio… El debate sobre la oscuridad mental se desarrolló en España en el año en que la luz se nos hacía más cara y prohibitiva: el precio de kilowatios y megawatios nos hizo apagar bombillas en un mundo donde ya había muchas cosas a oscuras, entre ellas, las cocinas fantasma, esas cocinas industriales que solo sirven por reparto y que aún están fluctuando entre ser nombradas a la española o a la inglesa; la lid es similar a la que están atravesando otras palabras muy propias de este año, como el “a domicilio”, aún batallando para que delivery no le quite la casa; ya Black Friday le arrebató la suya a viernes negro y stock parece estar conquistando a la muy esencial “existencias”. En el horizonte verde de fondo, vemos al anglicismo eco-friendly aproximándose resueltamente hacia la zona de lo ecológico y contemplamos a la ecoansiedad o preocupación por la crisis climática cernirse, de nuevo sobre nuestra propia cabeza, para echar un desvelo más al volcán de nuestras inquietudes.

Los volcanes se pisan con cuidado, y en 2021 ha habido que tener aún más cuidado al hablar. Se confirma la tendencia al escrutinio constante de la forma de hablar en público: decir o no decir niñes se ha hecho un identificador ideológico, uno de tantos. Las palabras se nos han convertido en un paisaje moral sobre el que algunos, hablen como hablen, construyen un comportamiento abyecto: los nombres propios de Anna y de Olivia, cruelmente coordinados en el fondo marino de Tenerife, y el nombre de Samuel Luiz encarnaron en personas reales la descarnada violencia que llamamos violencia vicaria y homofobia.

Cuando parecía imposible mantener el volumen de sorpresa informativa que sufrimos el año pasado, llegó 2021 con una concatenación de desdichas nuevas. Y la lengua, espejo que irradia lo que preocupa a sus hablantes, también entró en ebullición, y también abrió una fumarola por la que comenzaron a brotar palabras nuevas. Lanzadas al aire, algunas aterrizarán sobre el mapa de palabras que es la fértil tierra de los diccionarios, mientras que otras, volátiles, vivirán en el calor de nuestras conversaciones y desaparecerán de aquí a un año, porque no todo perdura.


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