El escritor español más popular del siglo XIX tiñó con su apellido una ciudad entera que no era la suya. El idioma en el que tanto escribió terminó acuñando un adjetivo que aún hoy define Madrid: galdosiano. Pero Benito Pérez Galdós había nacido a mucha distancia de la capital que tantas veces le sirvió de escenario, en Las Palmas de Gran Canaria, unos 1.800 kilómetros que solo se salvaban con un pesado viaje en tren desde/hasta Cádiz y una travesía de tres días en barco. Su ciudad, hoy novena de España en población, apenas contaba con 17.000 habitantes el año en que nació Galdós, en 1843.
Pasó en ella los 19 primeros años de su vida, pero Canarias apenas aparece explícitamente en su obra. Tan solo en un relato firmado con seudónimo en la prensa de Las Palmas, en el diario El Ómnibus, en 1866, cuando ya se había asentado en Madrid. Necrología de un prototipo describe con aires siniestros al palanquero del órgano de la catedral de Santa Ana, aledaña al lugar donde vive el joven Benito. “Es una especie de Maese Pérez el organista [personaje creado por Gustavo Adolfo Bécquer], pero más monstruoso, caricaturizado, que bien pudo inspirarse en una persona real”, detalla la profesora Yolanda Arencibia, catedrática emérita de la Universidad de Las Palmas y autora de Galdós. Una biografía (Tusquets, 2020), Premio Comillas de Historia, Biografías y Memorias.
Un temprano lío de faldas algo tuvo que ver en su alejamiento de Canarias. María Josefa Washington, Sisita, era la hija natural de un tío materno de Benito. La había tenido con Adriana Tate, una angloamericana, otros dos de cuyos hijos se casarían a su vez con dos hermanos de Benito Pérez Galdós. Adriana y Sisita, nacida en Cuba, se asentaron en Gran Canaria. No es difícil imaginar el choque que aquella enmarañada familia de indianos cosmopolitas provocó en la sociedad pacata de Las Palmas; tanto más en la madre del joven Galdós, Dolores, una Doña Perfecta religiosa y sentimentalmente austera, que además tenía idealizado el futuro como abogado de su niño bonito, su décimo hijo, el benjamín.
“Sisita y Benito eran de la misma edad y estaba cantado que iban a enamorarse. También estaba cantado que la madre de Galdós viera aquello como un enorme problema”, detalla Yolanda Arencibia. Entre clases y clases de inglés que Adriana Tate le daba a aquel joven, “alto, guapo, ocurrente, inteligente”, como lo describe la biógrafa, Benito se veía con Sisita. “Una relación temprana habría supuesto un enorme trastorno para el futuro del joven”, cree la experta, máxime con la chica que para Dolores Galdós era el recuerdo vivo de los amoríos pecaminosos de su hermano.
Fuera solo por el deseo de alejarlo de la joven o no, la familia envía a Benito a Madrid para que estudie Derecho. Sobre la causa última de aquella marcha, la familia guardó una discreción férrea. Pero años después de la muerte del escritor, María Teresa León escribió las confidencias que un sobrino nieto de Galdós compartió con ella: le había dicho que Sisita se había quedado embarazada y que luego abortó. Murió a los 28 años.
En Madrid, Benito descubre una ciudad de mejor apariencia que la que él se imaginaba. Es cierto que es el escenario de la represión contra los estudiantes de los militares en la Noche de San Daniel, el de los miles de muertos por la epidemia de cólera, el de los ojerosos cesantes que perdían su puesto de trabajo en cuanto cambiaban las tornas en el Gobierno. Pero también es la urbe emprendedora que traza limpia el nuevo Barrio de Salamanca, la ciudad vivaracha llena de fiestas traídas por los inmigrantes que van engrosando el censo, algunos de ellos canarios. Galdós busca la compañía de sus paisanos en la tertulia que los reúne en el Café Universal, en Alcalá, 1. “Allí acude, aunque era tan tímido que casi nunca intervenía, con un cuaderno en el que dibuja a sus compañeros, entre ellos su íntimo Fernando León y Castillo, el gran político canario de la época”, ilustra el profesor y crítico literario Germán Gullón, autor de la biografía Galdós. Maestro de las letras modernas (Valnera, 2020).
Aquel tímido “llanero solitario”, como lo llama Gullón, no olvidó nunca su tierra canaria. Si no la mencionó apenas en sus escritos, sí que le dedicó dibujos y cuadros que muestran La Orotava o el Teide. Vuelve a Gran Canaria algunos de los primeros veranos tras su marcha a Madrid, y luego no lo hará hasta 1894, cuando ya tiene 52 años, para arreglar una cuestión de herencias. En ese último viaje se hace una foto vestido de paisano en la finca familiar de Los Lirios.
A su marcha, ya nunca volverá a pisar las islas. “Los viajes en barco fueron brutales, los pasaba muy mal, vomitando”, apunta el biógrafo, que señala otra causa de peso: “Escribía en los periódicos, no podía alejarse mucho tiempo de Madrid, tenía que estar a lo que estaba”, abunda. Yolanda Arencibia especifica esta dependencia de la escritura, que equivalía a una dependencia de Madrid: “Galdós ni tenía mucho dinero ni su familia títulos, no era un catedrático, como Clarín, ni un terrateniente, como [José María de] Pereda. Era un chico que se abría camino con la pluma en la gran ciudad”.
Él no iba a Canarias, pero se llevó una buena parte de Canarias consigo. Varios familiares terminaron viviendo con él en la capital y además los que quedaron en las islas les enviaban a menudo productos típicos, bien envueltos en latas. “Era muy goloso: le encantaban los huevos mole, un postre hecho con yema, azúcar y almíbar”, describe la experta. Le gustaba mucho el gofio y hasta pidió que le enviaran semillas de papa canaria y de tabaco para plantarlas en su casa de Santander.
Tampoco perdió del todo su acento, aunque no queden testimonios grabados para recordarlo. Los correctores le enmendaron, por ignorancia y una visión excesivamente unitaria del español, un uso lingüístico suyo que era más correcto que el del de Madrid: él no era leísta, pero su ciudad de acogida sí. “Le corregían el ustedes usado en la segunda persona del plural”, mayoritario entre los hablantes de castellano, añade como ejemplo Yolanda Arencibia. “Y él tenía que amoldarse”.
También le desmocharon su rico vocabulario canario, con sus sorimba (“miedo o vergüenza”), desguangilado (“desgarbado”), gaveta (“cajón”), refistoleador (“criticón”), ferruge (“óxido”, “orín), fechadura (“cerradura”), guachafisco o cochafisco (“maíz tostado”), abanador (“soplillo”)… Queda en sus escritos una expresión, aparentemente anodina, que en cambio a su biógrafa le resulta reveladora de la canariedad: los “bueno…” para matizar aseveraciones demasiado contundentes, sin echarlas del todo por tierra. “Los usa con mucha frecuencia el narrador ante un hecho histórico. Es una manera de poner en duda, un tal vez, un quizá, pero siempre sin discutir. Es algo muy galdosiano y a la vez muy propio del carácter isleño”, detalla Yolanda Arencibia.
Y, aunque nunca fue un político profesional, ya mayor llegó a diputado por Las Palmas. Para entonces se ha convertido en una figura omnipresente en la vida cultural española, el más famoso de los escritores. “Era muy popular, un gran apoyo para Juan León y Castillo, pero con una presencia más simbólica que política”, indica Gullón. Arencibia señala que uno de sus empeños era dotar a su ciudad natal de un instituto de secundaria —él había tenido que irse a Tenerife para revalidar su bachillerato—, pero eso solo se logró años después de su muerte.
Madrid le ofrecía algo que Las Palmas no podía, cree Gullón: la amplitud de escenario para desarrollar sus novelas. Como Londres a Dickens, como París a Balzac. Eso sí, que nadie osara dudar de su origen. “¿Que de dónde soy?… ¡Pero hombre!…, si eso lo sabe todo el mundo. ¡De Las Palmas!”, exclama en una entrevista en 1914, seis años antes de morir.
Una exposición sobre su vida, La verdad humana, devuelve estos meses a Galdós a su ciudad natal, tras exhibirse en la Biblioteca Nacional en Madrid. Cuando se cumplen 100 años de su muerte, manuscritos, fotos y recuerdos de don Benito —como lo llaman los visitantes palmenses que asisten a la visita guiada, manteniendo así un uso de respeto que se ha ido perdiendo en otras partes de España— se suman a los muchos que atesora la casa-natal, donde se exponen. Unas palabras suyas han quedado incrustadas en metal en el suelo a pocos metros, sobre la misma calle Cano. Son una cita de la muy madrileña Fortunata y Jacinta, pero en lugar donde nació no suenan desubicadas: “Por doquiera que el hombre vaya, lleva consigo su novela”.
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