20 de marzo de 2021, 9 AM, GMT
En 2018, cuando a otros dos novelistas y a mí nos estaban llevando de una recepción que había tenido lugar en Grosse Pointe, Michigan, al hotel del centro de Detroit donde nos alojábamos, vimos cómo arrestaban a un hombre negro a un costado de la carretera. La conductora del coche, una mujer blanca que se había pasado la primera parte del trayecto protestando por la manera en que Coleman Young, el primer alcalde negro de Detroit, había arruinado la ciudad, miró a aquel solitario hombre negro que estaba rodeado de agentes de policía con sus armas desenfundadas y dijo: “Qué bueno que ellos sean tantos. Nunca se sabe lo que ellos harán”.
Dos años antes, yo había publicado Volver a casa, mi primera novela, un libro que, entre otras cosas, trata sobre la supervivencia del tráfico transatlántico de esclavos. Ese libro me generó una especie de reconocimiento que es poco habitual entre los autores de ficción. Salí en tertulias televisivas nocturnas y me hicieron fotos para revistas de moda. Concedí innumerables entrevistas y escribí muy poco. La mayor parte de mi actividad laboral consistía en recorrer el país dando conferencias y lecturas. Destiné unos 180 días del año 2017 a asistir a algún evento o a viajar de un sitio a otro. Para cuando tuvo lugar aquel trayecto en coche en Michigan, me sentía agotada, no sólo por los viajes, sino por algo más difícil de expresar: la discordancia en la manera en que se centra la atención en los negros, entre ser reverenciado de una manera y denostado de otra, con una repugnancia que expone la falsedad de esa reverencia.
A la mañana siguiente, pronuncié mi discurso ante una sala llena de gente que se había reunido allí para recaudar fondos para una biblioteca, discurso en el que insistí, como tantos escritores, artistas y académicos negros habían hecho antes, en que Estados Unidos aún no se ha enfrentado a las secuelas de la esclavitud. Eso se manifiesta en todo lo que nos rodea, desde nuestras prisiones a nuestras escuelas, nuestro sistema sanitario, nuestros alimentos y nuestras vías navegables. Terminé el discurso. Recibí los aplausos y agradecimientos y me subí a otro coche. El chófer era otro, pero el mundo era el mismo.
¿Qué puede hacer exactamente un hombre con una rodilla en el cuello, qué puede hacer una mujer dormida para merecer que los asesinen?
El verano pasado, cuando empezaron a arreciar las noticias sobre los asesinatos de George Floyd, Ahmaud Arbery y Breonna Taylor, volví a recordar las palabras de aquella conductora. Pensaba en cómo los blancos, para justificar su propia y grotesca violencia, muchas veces adoptan una especie de ficción, un negacionismo completamente insidioso que genera esa misma realidad contra la que dice protestar. Con ello me refiero a que negarse a ver la violencia que realmente tiene lugar delante de uno por presumir la violencia que podría ocurre supone, en sí mismo, una especie de violencia. ¿Qué puede hacer exactamente un hombre con una rodilla en el cuello, qué puede hacer una mujer dormida para merecer que los asesinen? Para dejar sitio a esa atrocidad, a ese pensamiento depravado, para creer en la necesidad de cualquier homicidio, uno debe renunciar a la realidad. Para considerar que el problema es ese hombre al que están apuntando con varias pistolas y que tiene las manos sobre la cabeza, hay que salir del tiempo presente (”Qué bueno que ellos sean tantos”) y entrar en el futuro (”Nunca se sabe lo que ellos harán”). Un futuro, por supuesto, totalmente imaginario.
Yo me gano la vida con mi imaginación, pero este verano, mientras veía cómo Volver a casa resurgía en las listas de libros más vendidos de The New York Times como consecuencia de su aparición en listas de lecturas antirracistas, volví a darme cuenta, con una bilis nada desdeñable, que también me gano la vida con la expresión del dolor. El mío, el de mi gente. Es desgarrador comprender que lo que ocasiona ese interés renovado por tu obra son los homicidios de personas negras y el subsiguiente acto de “escuchar y aprender” de personas blancas. Preferiría no tener que experimentar esa sensación de que tu carrera alcanza cotas elevadas al mismo tiempo que te inunda una pena tan antigua y desgastada que parece desenterrada, un fósil de otras penas antiguas y desgastadas.
¿Por qué hemos vuelto a esto? ¿Por qué me hacen preguntas que James Baldwin respondió en los sesenta, que Toni Morrison respondió en los ochenta?
Cuando en alguna entrevista me preguntan qué siento al ver que Volver a casa vuelve a aparecer en las listas de best-sellers, contesto algo breve y banal, como que “es agridulce”, porque la idea de profundizar sobre ello me agota y me ofende. Lo que debería decir es: ¿Por qué hemos vuelto a esto? ¿Por qué me hacen preguntas que James Baldwin respondió en los sesenta, que Toni Morrison respondió en los ochenta? Leí Ojos azules de Toni Morrison por primera vez cuando era adolescente, y lo encontré tan cristalino, con una forma tan bella y perfecta, que me llenó de algo parecido al terror. No lo entendía. No entendía cómo una novela podía atravesarme el corazón y encontrar la herida inexpresable. No aprendí absolutamente nada, pero se produjo un pequeño ajuste en mi interior, un cambio imperceptible que sólo tiene lugar cuando me encuentro ante la maravilla y la admiración, ante el mejor arte. En un mundo mejor, que mi libro apareciera junto a ese título en cualquier lista debería haberme llenado de un orgullo sin matices, pero, en cambio, me sentí deprimida. Si bien creo firmemente en el poder de la literatura de desafiar, de profundizar, de cambiar, también sé que comprar libros de escritores negros no es más que una respuesta teórica, dolorosamente tardía y totalmente empobrecida a siglos de daño físico y emocional. Ojos azules se publicó hace cincuenta y un años. Como escribió Lauren Michelle Jackson en el excelente ensayo ¿Para qué sirve una lista de lecturas antirracistas? publicado en Vulture, “en algún momento alguien tiene que centrarse en la materia de la lectura”.
Y es esa cuestión de “la materia de la lectura”, de cómo leemos, de por qué leemos, de lo que leer nos hace y de lo que hace por nosotros, sobre lo que no dejo de reflexionar. Hace unos años, me presenté en un festival con una amiga, otra autora negra, y empezamos a contar anécdotas. Ella señaló que la primera vez que participó en un panel con un escritor blanco, quedó impactada por las preguntas que le hacían a él. Preguntas sobre el oficio. Sobre los personajes. Sobre la documentación. Preguntas sobre la novela en sí, sobre sus características, sobre el contenido de las páginas. Entendí exactamente lo que ella quería decir.
Los blancos se acercan a las obras de los negros como si fueran una medicina, algo que tienen que tragar para mejorar su salud
Con muchos de los escritores de color que conozco, los blancos se acercan a sus obras como si fueran una especie de medicina. Algo que tienen que tragar para mejorar su estado de salud, pero en realidad no quieren hacerlo, en realidad no lo disfrutan y, si son totalmente sinceros, lo cierto es que la mitad de las veces omiten tomar ese medicamento. Lo compran y lo dejan en un estante. ¿Qué placer, qué profundización puede alcanzarse si se «lee» de esa manera? Entrar en el mundo de la ficción con una misión tan contaminada equivale a condenar a esa novela o ese cuento a que nos defraude en lo más esencial.
He publicado dos libros en años electorales especialmente tensos y la única manera que se me ocurre para describir el tono general de muchas de las sesiones de preguntas que tuvieron lugar es como una búsqueda frenética de respuestas o de absolución. Hay un desfase enorme entre “por favor dime qué hago mal” y “por favor dime que no hago nada mal”. La intensidad y el carácter repentino de esta desesperación por ser vistos como “buenos” contradicen la antigüedad de estos problemas y lo profundamente arraigados que están. Existe una razón por la que Volver a casa abarca trescientos años y, aun así, ello no supone más que una inmersión muy superficial en un pozo sin fondo. Esto no se arregla con un verano de lecturas. Tal vez algunos deseen considerar que los acontecimientos de junio de 2020 fueron un “ajuste de cuentas racial”, pero en un país en el que hubo una guerra civil y un movimiento de derechos civiles con cien años de diferencia, en algún momento tal vez sea útil preguntarse cuánto tiempo hace falta para que ese ajuste de cuentas tenga lugar. ¿Cuándo lo llevaremos a cabo, si es que alguna vez lo hacemos?
Por lo tanto, ¿a qué nos lleva exactamente todo este “escuchar y aprender”? En los primeros días de verano, mientras mi perro ladraba a los manifestantes que inundaban la calle delante de mi edificio, traté de decidir si quería o no sumarme a ellos. Cuando por fin lo hice, sentí un millón de cosas al mismo tiempo: me sentí conmovida, orgullosa y esperanzada y furiosa y ofendida y desesperada. Había algo legítimamente bello en formar parte de una multitud multirracial, multigeneracional y de diversas clases sociales, formada por personas que, durante meses, llenaron las calles, gritaron, se manifestaron y resistieron.
Y, aun así. Ver a personas blancas sosteniendo carteles de Black Lives Matter mientras marchábamos por un Brooklyn gentrificado. Ver a padres blancos subiéndose a sus hijos a los hombros, cantando “Black Lives Matter”, cuando sospecho que han hecho todo lo posible por asegurarse de que esos mismos niños jamás tengan que asistir a una escuela en la que haya más que un número elegantemente bajo de negros. Todo esto vuelve a traer a colación la discordancia. Esa repugnancia que expone la falsedad de la reverencia. Las palabras “Black Lives Matter”, las vidas negras importan —una frase reverente, sencilla y verdadera— no pueden ser más que falsas en boca de los que no toleran la vida negra, la vida real, cuando la ven en la escuela, en la consulta del médico, a un costado de la carretera. De todas maneras, me sumé a la manifestación. Pocos meses más tarde, salí de gira para presentar mi segunda novela, sabiendo lo que he sabido siempre. El mundo puede cambiar y seguir siendo exactamente el mismo.
Traducción de Eduardo Hojman.
Yaa Gyasi es escritora ghanesa-estadounidense. Su nuevo libro, ‘Más allá de mi reino’ (Salamandra), se publica el 13 de mayo.
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