Geopolítica del ataque a Salman Rushdie

Geopolítica del ataque a Salman Rushdie

El 14 de febrero de 1989, en vísperas de la retirada del Ejército Rojo de Afganistán, el ayatolá Jomeini, líder supremo de la República Islámica de Irán, emitió una fetua por la que se condenaba a muerte a Salman Rushdie, alegando que su novela Los versos satánicos habría blasfemado contra el Profeta. La fecha elegida por el líder chiíta pretendía ocultar al mundo musulmán la esperada victoria de sus rivales suníes, apoyados por la CIA y financiados por Arabia Saudí y las petromonarquías, que iban a expulsar de la tierra del Islam a las fuerzas del ateísmo comunista que habían invadido Afganistán una década antes. Inmediatamente después, el escándalo mundial desencadenado por la fetua ―un ayatolá iraní condenando a muerte a un ciudadano británico en suelo británico, algo inédito en aquella época― tuvo el efecto deseado: Jomeini había entrampado al islamismo suní, que esperaba utilizar la derrota soviética para aparecer como el heraldo y el héroe de los musulmanes “humillados y ofendidos” de todo el mundo. No muchos se dieron cuenta en ese momento de la derrota soviética, que tendría consecuencias geopolíticas decisivas, generando el 9 de noviembre la caída del Muro de Berlín y la muerte del comunismo.

El ayatolá había ganado la guerra mediática, y fue para recuperar el control de esa rivalidad por la hegemonía sobre el islamismo revolucionario, que Ayman al Zawahiri ―al que un misil estadounidense mató a finales de julio en Kabul, donde los talibanes regresaron tras la retirada de Estados Unidos hace un año― había teorizado en su manifiesto de 1996, Jinetes bajo la bandera del Profeta, la necesidad de dar el gran golpe del yihadismo suní que sería “la doble razzia bendita” del 11 de septiembre de 2001, que permitiría a Al Qaeda monopolizar la actualidad a costa de los rivales de Teherán al sembrar la muerte en Occidente, en Washington y Nueva York.

Seguidores de Hezbola se manifiestan en Beirut (Líbano) en febrero de 1989 contra Salman Rushdie después de que el ayatolá Jomeini lanzara una fetua en su contra. NABIL ISMAIL (AFP)

Sin embargo, la fetua siguió teniendo efectos devastadores tras la muerte de Jomeini, en junio de 1989: incluso sería retomada y ampliada por sus rivales suníes, con su condena a muerte de los caricaturistas daneses que publicaron dibujos considerados blasfemos del Profeta en un diario en septiembre de 2005; y, años después, contra el semanario Charlie Hebdo, que condujo a la masacre del 7 de enero de 2015, perpetrada por los hermanos Kouachi, piedra angular de Daesh en Europa, y el inicio del movimiento de miles de jóvenes musulmanes franceses para partir hacia el Shâm (nombre islámico del Levante).

Esto demuestra la extrema sensibilidad de la cuestión de la “defensa del honor del Profeta” para todos los movimientos islamistas, que intentan movilizar a sus correligionarios en una yihad universal contra el Occidente judeocristiano, o “sionista-cruzado” (Sahiou-salibi) en su lenguaje. Las sacudidas más recientes se produjeron en septiembre de 2020, cuando la reedición de las caricaturas por parte de la redacción del semanario, en la apertura del juicio por los asesinatos de enero de 2015, dio lugar a tres nuevas acciones homicidas. La primera, cuando el pakistaní Zaheer Mahmood, ante las enormes manifestaciones en su país natal exigiendo la decapitación de los “blasfemos”, adquirió una hoja de carnicero y golpeó a dos personas frente a la antigua sede de Charlie Hebdo. La segunda fue la decapitación por parte del checheno Anzorov del profesor Samuel Paty frente a su colegio en Yvelines después de que se publicaran en Internet mensajes de odio contra él. Y la tercera, cuando un inmigrante clandestino tunecino apuñaló a tres fieles católicos en la basílica de Notre Dame de Niza el día del cumpleaños del Profeta.

En aquella ocasión, el autor de estas líneas propuso un análisis de estas últimas acciones en términos de “yihadismo atmosférico”: los “empresarios de la ira” ―por utilizar la expresión del profesor Bernard Rougier― denuncian objetivos en las redes sociales, sin necesidad de que ninguna organización o red dé órdenes a los ejecutores, a diferencia de lo que Al-Qaeda, y más tarde Daesh, habían puesto en práctica. Alimentados por estos estímulos digitales, socializados en entornos que comparten una cultura de separatismo islamista de las sociedades occidentales, cuyos valores son aborrecidos en nombre de una lectura extremista del Corán, la Sunna y su exégesis; los individuos emprenden acciones criminales, convencidos de que son los vectores de la redención de la comunidad de creyentes (Ummah), que promueven la islamización del universo, y que se aseguran para ellos y sus familias un lugar de elección en el Paraíso. Este “yihadismo atmosférico” ―para el que el exterminio de los supuestos blasfemos es el factor desencadenante por excelencia que determina el paso a la acción― es tanto más fácil de aplicar en el sunismo, ya que esta confesión mayoritaria del Islam contemporáneo (profesada por alrededor del 85% de musulmanes) no tiene un clero jerárquico o sacramental dotado de infalibilidad. Por ello, es especialmente poroso a la web y a las redes sociales, donde se forman grupos de individuos que se autoconvencen de la veracidad de sus creencias, por muy fantasiosas que sean.

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El chiísmo, en cambio, tiene estructuras eclesiales estrictamente jerarquizadas, marcadas por la obediencia a los grandes ayatolás (marja’ al-taqlid). No todos están de acuerdo. El magisterio de Jomeini y su sucesor, Jamenei, también inspira al Hezbolá dominante en el chiísmo libanés, comunidad de la que procede el sospechoso del apuñalamiento de Rushdie, Hadi Matar, nacido en California de padres inmigrantes. En Irak, en cambio, el ayatolá Sistani se opone firmemente a esta instrumentalización política de las creencias. Sin embargo, la capacidad de los actuales dirigentes iraníes para reclutar a sus seguidores y movilizar el aparato estatal con este fin sigue siendo muy fuerte. Los presidentes reformistas que se sentaron brevemente en Teherán ―Mohamed Jatamí (1997-2005) y Hassan Rouhani (2013-2021)― hicieron saber de diversas formas que la fetua del 14 de febrero de 1989 ya no era relevante. Pero ellos mismos han desaparecido de la escena política, sustituidos por el antiguo fiscal Ebrahim Raissi, que envió a la muerte a muchos opositores, y el poder real sigue en manos del guía supremo Alí Jamenei, para quien la fetua “es como una bala que inevitablemente encontrará su objetivo”. Los comentarios de la prensa de Teherán más cercanos a su línea aplaudieron el acto “heroico” del agresor de Rushdie y condenaron a este último, musulmán de nacimiento, como apóstata del Islam y, por tanto, susceptible de ser ejecutado.

Sin embargo, el intento de asesinato del escritor indobritánico ―cuando se disponía a pronunciar una conferencia sobre la libertad de expresión y sobre América como tierra de acogida por excelencia para los artistas exiliados― parece paradójico en relación con los intereses del régimen iraní, ansioso por conseguir la conclusión del acuerdo nuclear que le concierne en la Asamblea General de la ONU del próximo mes de septiembre, en la que el señor Raissi había anunciado su presencia. Es difícil imaginar que un acto criminal de este tipo, con su inmenso impacto simbólico, pueda favorecer el resultado de las negociaciones y la reintegración de Irán en la comunidad internacional. Aunque algunas voces del mundo musulmán afirmen que la ejecución de un “blasfemo” es mucho más lícita que la de Zawahiri en Kabul o la del general iraní Qassem Solaymani, jefe de la fuerza exterior de los Guardianes de la Revolución (pasdaran), liquidado por el ejército estadounidense el 3 de enero de 2020 en el aeropuerto de Bagdad; tal argumento no es admisible ni en Estados Unidos ni en Europa, y menos aún por un presidente estadounidense que se enfrenta a un delicado plazo electoral en noviembre.

Manifestación en Kabul organizada por los talibanes el 10 de agosto frente a la antigua embajada estadounidense de la capital para celebrar el aniversario de la toma del poder en Afganistán. STRINGER (EFE)

Al igual que el yihadismo suní, financiado durante la guerra de Afganistán en los años ochenta por las petromonarquías de la Península arábiga, equipado e instrumentalizado por la CIA, se les escapó a los que lo habían recalentado cuando desencadenó sangrientos atentados en Arabia Saudí y luego las masacres del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, ¿ha superado el yihadismo chií la lógica estatal de sus diseñadores iraníes?

Los primeros elementos de la investigación revelaron que la página de Facebook del sospechoso, a la que se podía acceder hasta las horas siguientes al ataque a Rushdie, elogiaba a los Guardianes de la Revolución, al general Solaymani y a Hezbolá en general. ¿Este joven de 24 años, nacido en Estados Unidos nueve años después de la fetua, estaba inmerso en un “yihadismo atmosférico” del chiísmo radical, en el que las redes sociales y los grupos sociales, contaminados por fenómenos similares ocurridos en los círculos suníes, prevalecieron sobre la estricta obediencia a las instrucciones de los amos de Teherán?

El proceso judicial proporcionará respuestas a su debido tiempo, pero ahora nos enfrentamos a la ubicuidad y resistencia de un fenómeno yihadista multiforme en el propio suelo de los países democráticos de Occidente. Esta amenaza recurrente exige una mayor vigilancia frente a las lógicas separatistas, que se empeñan en dividir nuestras sociedades, desgarrando su tejido según líneas confesionales y excluyentes, cuyo resultado ha sido una larga serie de violencias y crímenes de los que la fetua del 14 de febrero de 1989 es el punto de partida y el emblema. Procedente del chiísmo político más radical, ha mutado en los movimientos combativos suníes más extremos, como Al Qaeda y luego Daesh, y ahora vuelve, tras el agotamiento militar y político de estos últimos, a su medio de origen.

Traducción

Este artículo fue publicado originalmente en francés por Le Monde; la traducción al castellano la realizó la publicación Le Grand Continent.  

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