“Georgia, Georgia / Durante todo el día / Solo una vieja dulce canción / Mantiene a Georgia en mi mente”. Como en la célebre canción Georgia on my mind (Georgia en mi mente), escrita por Hoagy Carmichael y Stuart Gorrell en 1930, popularizada por Ray Charles y adoptada como himno por el Estado sureño, Georgia lleva semanas copando la mente política de Estados Unidos. Después de las elecciones del 3 de noviembre, las maquinarias nacionales de los dos partidos se trasladaron a este Estado, donde el 5 de enero los votantes decidirán quién ostenta la mayoría en el Senado. Las urnas se han abierto esta semana para el voto anticipado y las encuestas dibujan dos carreras ajustadísimas en una jornada crucial para el futuro político inmediato del país. El hecho de que los mandos republicanos se hayan resistido tanto a reconocer la victoria de Joe Biden. El subtexto de la negociación en el Capitolio del nuevo paquete de rescate a la economía. Todo en Washington estos días tiene una música de fondo, compuesta por los siguientes elementos:
La letra. A cada Estado de la Unión le corresponden dos escaños en la Cámara alta del Capitolio y, en las elecciones de noviembre, Georgia era el único en que los votantes estaban llamados a elegir, no solo a uno de ellos (normalmente los respectivos mandatos de seis años vencen de manera escalonada), sino a los dos senadores que representarán al territorio en Washington. Uno, porque el actual senador terminaba su mandato; otro, por la retirada del legislador en medio del suyo, por motivos de salud, a finales del año pasado. Al no haber alcanzado ninguno de los candidatos el 50% del voto el 3 de noviembre, la ley electoral de Georgia obliga a celebrar una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados para cada uno de los dos escaños en juego. Esta tendrá lugar el 5 de enero. Los republicanos, que ostentan hoy la mayoría en el Senado (52 de 100), obtuvieron en las elecciones de noviembre 50 escaños; los demócratas, 48. Por eso, si los demócratas se hacen con los dos escaños de Georgia, se produciría un empate, y la Constitución entrega al vicepresidente del país, en este caso la hoy vicepresidenta electa Kamala Harris, demócrata, el voto de desempate. En el sistema presidencial estadounidense, la capacidad de maniobra de una Administración depende en gran medida de si su partido ostenta o no el control de las dos cámaras del Congreso, órgano que legisla, confirma los nombramientos de jueces y altos cargos, y aprueba los gastos federales. En un país golpeado por la crisis, enfrentado a enormes desafíos, y con un presidente que ha sugerido que no concurrirá a un segundo mandato, lo que suceda el 5 de enero en Georgia marcará en buena medida el alcance del proyecto de Joe Biden.
La melodía. Si la letra de la canción es poderosa, la música que la envuelve no lo es menos, pues ambos partidos han convertido a Georgia en la sala de ensayo donde se decide cómo sonará la política estadounidense después de Trump. Los republicanos repiten la música que ejecutó en noviembre el hoy presidente saliente: la de que los demócratas son unos socialistas radicales que, si controlan el Congreso además de la Casa Blanca, transformarán Estados Unidos dramáticamente. Sucede que el conjunto del país no bailó esa melodía, y tampoco lo hizo Georgia, donde Trump también perdió. ¿Por qué, entonces, volver a interpretarla? He aquí una de las grandes paradojas de las elecciones de noviembre: esa música no le funcionó a Trump, su compositor, pero sí funcionó en la parte baja de las papeletas, donde se votaba a los congresistas. Es decir, en Georgia, el Partido Republicano ensaya la música de Trump, pero sin Trump, sin su bagaje venenoso, sin someter a juicio su historial en la Casa Blanca. Los demócratas, por su parte, ensayan también cómo suena su música desprovista del antagonista. Se disponen a testar si los votantes que les abrieron las puertas de la Casa Blanca querían solo deshacerse de Trump, o si respaldan la agenda reformista que el partido ansía.
El dueto republicano. Las voces conservadoras las ponen el senador David Perdue, de 71 años, clásico republicano moderado y alérgico a los impuestos, que se ha esforzado por seguir la batuta de Trump, y la exitosa empresaria Kelly Loeffler, con un marido multimillonario, carne de papel couché, que el gobernador de Georgia eligió para ocupar el escaño republicano que quedó libre al final de año, en una arriesgada jugada calculada para frenar la pérdida del voto suburbano de Atlanta, la capital del Estado, éxodo liderado por las mujeres moderadas. Pero el gobernador y Loeffler eligieron un mal momento para lanzar una carrera política republicana convencional, y la senadora ha acabado convertida en una radical trumpista, que se define en los anuncios de campaña como “más conservadora que Atila el huno”. Perdue, por su parte, sabe que necesita movilizar a la base trumpista, pero sabe también que en noviembre se impuso a su rival por un punto a pesar de que el presidente perdió, de modo que hay personas que le votaron a Biden y a él. Votantes que no apoyan las formas de Trump pero tampoco la agenda demócrata. Sabedores de que necesitan el apoyo del presidente para movilizar a sus bases, ni Perdue ni Loeffler han reconocido todavía la victoria de Biden.
El dueto demócrata. El demócrata que disputa el escaño de Perdue es Jon Ossof, de 33 años, realizador de documentales. Protagonizó una encomiable carrera al Congreso en 2017, que finalmente perdió. Nunca ha ostentado cargo público alguno. Es un demócrata pragmático, que trata de convencer a Georgia de que el cambio no termina con la elección de Biden, sino que hace falta un legislativo que pueda ayudarle a cumplir las cosas que defiende. Pero es el rival de Loeffler el que ha acaparado buena parte de los focos. Se trata del reverendo Raphael Warnock, nada menos que pastor de la mítica iglesia de Atlanta desde la que predicaba Martin Luther King. Si gana, Warnock se convertiría en el primer senador afroamericano de la historia de Georgia. Los republicanos lo han convertido en su villano, no solo porque sus encendidos sermones son fuente inagotable de combustible para la hoguera de radicalismo donde quieren quemar a sus rivales, sino porque ven una seria amenaza en la capacidad del reverendo de movilizar a las bases demócratas. Warnock encarna como pocos ese choque entre el viejo y el nuevo sur llamado a ser clave en el futuro político del país. Él, por su parte, se dedica básicamente a ofrecer una imagen amable y a acariciar perritos (literalmente) en sus anuncios de campaña.
El solista. Derrotado en las urnas, aferrado ya casi a solas a una fantasía, si en esta canción hay una voz solista, tenor estrella y sotto voce, esa es inevitablemente la de Donald Trump. Desde las elecciones de noviembre, el presidente se ha centrado en su propia batalla, la insólita, quimérica y ya agonizante lucha por tratar de revertir un resultado electoral que tacha de fraudulento. Y Georgia, uno de los Estados donde Trump perdió por un margen estrecho, ha sido uno de los focos de sus ataques. Ha obligado a los contribuyentes del Estado a pagar hasta tres recuentos de los votos. Habla de fraude masivo en el Estado y ha atacado a las autoridades republicanas de Georgia, incluido el propio gobernador. Incluso, según una información de Politico, el grueso de las donaciones que su campaña recauda para las segundas vueltas de Georgia va en realidad a financiar su cruzada para destapar el fantasioso fraude electoral nacional. Todo ello coloca en una situación cuando menos incómoda a Perdue y a Loeffler. Los dos candidatos saben que necesitan movilizar a las bases de Trump para ganar, pero el comportamiento del presidente no ha hecho mucho por ayudarles. Acusar de fraude masivo y a la vez pedir el voto es una estrategia osada. En los mítines, Trump se dedica a cantar su propia canción. En uno reciente, la multitud incluso calló a los dos candidatos al grito de “Luchad por Trump”. El mismo presidente al que tratan de imitar es el que les está desafinando los instrumentos. Toda una metáfora de lo que pasa hoy en el Partido Republicano.
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