Georgie Dann ha fallecido hoy en una clínica madrileña, donde iba a ser operado por una lesión de cadera. Dann, de 81 años, llegó desde Francia en 1964 y se convirtió en el más constante proveedor de canciones del verano, con una retahíla de éxitos, desde El bimbó a La barbacoa.
En La legión extranjera, su libro de 2001, el estudioso Álex Oró reivindicó la aportación de los abundantes músicos foráneos que se instalaron en España y contribuyeron a elevar el nivel del pop que se hacía en un país que salía de la autarquía y entraba en la era del turismo masivo. En el caso de Georgie Dann, lo que hubo fue una lectura inteligente de la flojera del verano. No escaseaban los artistas locales que buscaban el mínimo común denominador, pero ninguno tuvo su olfato, su persistencia y su capacidad para la fabulación.
Georges Mayer Dahan, nacido en París en 1940, pertenecía a una familia de artistas y se formó en el Conservatorio de la capital francesa. Tocaba diversos instrumentos y se especializó en el clarinete. Se dedicó brevemente a la clásica y al jazz, pero derivó rápidamente hacia músicas más rentables, incluyendo la canción infantil. Pero prefería presumir de su temporada como saxofonista de Gene Vincent, el histórico del rock & roll.
A España llegó en 1964, convertido en vocalista melódico para participar en el sexto Festival de la Canción del Mediterráneo. Le gustó lo que vio y gustaron sus modos de showman; consiguió un contrato con La Voz de su Amo, la sucursal barcelonesa de EMI. Al inicio, se dedicaba a las versiones de temas franceses de éxito, como Capri c’est fini o Aline. No pasó nada y optó por canciones más gamberras como Juanita Banana (éxito de Luis Aguilé) Por qué un pijama, firmada por Serge Gainsbourg, y chocó con la censura franquista por sugerir que era mejor dormir sin ropa.
En 1969, ya en el sello Discophon, encontró la fórmula: Casatschock era un número exótico y elemental; daba nombre a un baile medio cosaco que demostraba con dos damas de buen ver. A veces, se dejaba llevar por el entusiasmo y se dirigía al público como “camaradas”: en Gandía, le denunció la Guardia Civil y tuvo que pagar una multa por “alteración del orden público”.
La receta parecía sencilla, pero no lo era: pinchó luego con Balapapa, El dinosaurio o La rana. Con todo, sus planteamientos básicos continuaban siendo válidos. Su carrera revivió en 1975, en CBS, con El bimbó. Se trataba de aprovechar el tirón del turismo y conseguir que el disco de Georgie correspondiente a ese verano se editara en otros mercados.
Con la multinacional de su lado, también comenzó a viajar a Hispanoamérica aprovechando el parón de los meses invernales. Georgie amaba la música brasileña, que había descubierto con su idolatrado Stan Getz, pero en aquellos países descubrió otros ritmos, que se apresuró a adaptar a sus exigencias: Mi cafetal, Pachito eche, El africano, Cachete, pechito y ombligo.
Se quejaba Georgie de que en España no se valoraba su oferta profesional. Su espectáculo incluía músicos de nivel (aunque no hacía ascos a los pregrabados), media docena de bailarinas, luces vistosas y ―si el presupuesto lo justificaba― hasta fuegos artificiales. Por no hablar de su envidiable forma física.
Tampoco se sentía bien tratado por la industria discográfica: cada cierto tiempo se editaban sus grandes éxitos y, según contaba, ni siquiera le mandaban un ejemplar. Reconocía sus trucos personales en otros artistas que cultivaban la “canción del verano”. Lo que nadie se atrevía a imitar era el acento, que revelaba su origen. En realidad, eso encajaba en su personaje: el extranjero que veía con benevolencia las peculiaridades de los nativos. El chiringuito fue su respuesta a las polémicas por la legalidad de esos establecimientos playeros. Claro que solo un guiri sería capaz de una barbaridad como La barbacoa, donde mezclaba los casos de corrupción (“los chorizos”) con las alegorías eróticas (“el conejo”, “la morcilla”, “la almeja”). España profunda, pero no la de Mérimée.
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