Giampiero Galeazzi se esfumó del campo con su micrófono y el cámara, bajaron al vestuario antes que nadie y se encerraron ahí a esperar a los jugadores. Era el 10 de mayo de 1987 y el Nápoles acababa de ganar su primer scudetto en el San Paolo. Cuando entraron Maradona, Careca y compañía lo acogieron como a uno más en el éxtasis de la celebración. Las imágenes son históricas. Lo bañan, beben champán juntos y al final, en un rapto de lucidez, Galeazzi le pasa el micro al argentino, que se marca una serie de entrevistas memorables a sus compañeros que ilustran mejor que casi ningún gol la gesta de aquel equipo pequeño guiado por un genio.
Galeazzi, romano hasta la médula e hincha de la Lazio, murió el viernes a los 75 años. Fue voz y rostro de cientos de kilómetros de cinta de vídeo donde registró grandes cumbres del deporte italiano. Cubrió el fútbol, el tenis y el remo -deporte donde él mismo triunfó- y viajó a seis Juegos Olímpicos. El imperio de Galeazzi se construyó sobre una Rai hegemónica, un tiempo en el que existía todavía la promiscuidad entre deportistas y periodistas. A Galeazzi lo mató una larga enfermedad, sufría de diabetes severa, dicen ahora las crónicas. Pero, en parte, también un nuevo modelo televisivo, en el que los encuentros con los protagonistas comenzaron a regularse por contrato, a estar patrocinados por casas de apuestas y a medir las emociones en segundos: 30 en el descanso, 45 tras el partido…
La lengua italiana define mejor que ningún idioma su oficio: Telecronista. Porque Galeazzi, pese a que el sábado copó las portadas de todos los periódicos, era otra especie distinta a los Gianni Brera o Mura, intelectuales del deporte capaces de conectarlo con la literatura y el arte y romper estereotipos del fútbol. Él formaba parte del espectáculo, del periodismo nacional popular, como lo definía Mario Sconcerti en un obituario del Corriere della Sera. Pertenecía a ese mundo sin barreras entre la grada y la cancha y en el que siempre era el primero a saltar al campo para adueñarse del instante. Una época, también, en la que todos los tifosi esperaban cada domingo a las 18.10 la transmisión de 90º minuto que presentaba para ver el gol que habían soñado durante la locución en la radio.
El bisteccone (el chuletón), como comenzaron a apodarle por su envergadura, era el show. Un genio del mundo de compadreo y cachondeo con la bufanda del equipo al cuello que se parece, en algún modo, al de los Ibai y compañía. Gustaba a sus interlocutores, se convertía en una especie de confidente. Conseguía que los futbolistas, esa especie de animal hermético y, a veces, tan insustancial delante de un micrófono, se desnudase y contase su vida en verso. Aunque las preguntas que hiciese, muchas veces, fueran del tipo ¿cómo estás? o ¿qué se siente al ganar esta u otra medalla? Él era en sí mismo la atmósfera, el contexto y la entrevista. Y el premio, tantas veces, para los campeones, que veían reconocidos sus logros con su sola presencia (llegó incluso a interpretarse a sí mismo en la película L’allenatore nel pallone, con Lino Banfi).
El periodismo de Galeazzi era histriónico. Se edificó en el talento, el desparpajo y un enorme pasteleo con la noticia. No le gustaba crear problemas ni incomodar. Ahora está todo en Youtube, pero entonces era él quien le pasaba a los deportistas las cintas de sus partidos o gestas para que pudieran verlo con su familia. Y los protagonistas se lo reconocían regalándole momentos íntimos. Incluso los trofeos, como el oro que lograron los hermanos Abbagnale en remo en la final de Seúl 88 y que el día de su muerte quisieron compartir con él. “Un pedazo de esa medalla es suya”.
La crónica de aquella medalla de oro es historia absoluta de la televisión en Italia. Puede que sea, incluso, la más icónica junto a la hizo Nando Martellini cuando la Nazionale se proclamó campeona del mundo en España 82 y soltó tres veces seguidas aquello de “campioni del mondo”. Lo increíble, sin embargo, es que Galeazzi, con aquel grito de “andiamo a vincere!” lo logró en una final de un deporte marginal como el remo. Justo en el que él había sido también un campeón.
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