En el interior de un edificio en el Soho londinense se oyen explosiones provenientes de distintas estancias. Vibran las paredes. Hay ir y venir de gente en el pasillo. Y en el despacho 305, al otro lado de la puerta, se encuentra la responsable del ajetreo en el bloque: Patty Jenkins, de 45 años, directora de una de las superproducciones más esperadas. Su rostro y su nombre resultan bastante desconocidos. Hace 14 años, a los 32, debutó con un largometraje independiente llamado Monster, basado en la historia real de Aileen Wuornos, una asesina en serie lesbiana. Fue la sorpresa de 2003. El reputado crítico Roger Ebert la nombró película del año. Su protagonista, Charlize Theron, ganó el Oscar, el Globo de Oro y el Oso de Plata del Festival de Berlín. La realizadora también fue nominada en este festival por su trabajo. Incluso había escrito el guion. Se le auguraba un futuro prometedor. Pero se esfumó. O mejor: pareció esfumarse. Ha preparado con paciencia su regreso. Catorce años después se encuentra rematando los flecos de una cinta de superhéroes con un presupuesto de 150 millones de dólares, 20 veces el de su ópera prima. Nunca una mujer había estado a cargo de semejante suma en Hollywood. La película se titula Wonder Woman.
La primera tira del cómic se publicó hace 75 años. Tiene la edad de Batman y Superman, pero solo había protagonizado una serie en los setenta.
Jenkins alza la vista desde las pantallas de edición. Melena castaña, ropa oscura, botas de cowboy. “Estamos bastante ocupados…”, dice. Acaban de terminar el sonido; la noche anterior, el color; ultiman los efectos especiales. Cuando se produce el encuentro, falta un mes para la premier en China, donde comienza un aluvión de estrenos por el mundo (a España ha llegado esta semana). A su espalda, sobre una cómoda, descansan distintas versiones en muñeco de la heroína de cómic de la que surgió todo: Diana, princesa de Temiscira, conocida como Diana Prince o la Mujer Maravilla. Una semidiosa modelada en barro, interpretada por la israelí Gal Gadot en la película, a la que Zeus insufló vida con su aliento; se crio entre guerreras amazonas en una isla y recibió el encargo de proteger al ser humano de la peor versión de sí mismo. Amiga de Batman y Superman, forma parte junto a ellos de la Liga de la Justicia, entre cuyos miembros originales solo hay una mujer: ella. Y a diferencia de sus colegas, adaptados al cine una veintena de veces, solo había protagonizado una serie en los setenta.
La primera tira gráfica de Wonder Woman se publicó en 1941 y ocultaba una carga subversiva. Su creador, el psicólogo William M. Marston, feminista y defensor de la liberación sexual, se inspiró en la tía de una de sus dos esposas (convivían en trío): Margaret Sanger, fundadora de la revista The Women Rebel en 1914 y de la primera clínica de control de natalidad de EE UU dos años después. En una ocasión definió a su personaje: “Es propaganda psicológica para el nuevo tipo de mujer que debería gobernar el mundo”. Su visión sigue vigente. En términos estrictamente cinematográficos, las mujeres dirigieron en 2016 un 7% de las 250 películas estadounidenses más vistas; solo una, Kathryn Bigelow, ha ganado el Oscar a mejor dirección, y únicamente ella —hasta ahora— había estado al frente de una producción de 100 millones. Por eso, cuando hace un instante han proyectado para la prensa una de las escenas recién acabadas, ha sido imposible no dejarse llevar por la metáfora: Wonder Woman se encuentra en una trinchera de la Primera Guerra Mundial y decide adentrarse en tierra de nadie hacia el enemigo. La cámara sigue a una bala disparada contra ella. Va directa a la heroína, pero ella la despeja con su brazalete. Luego desvía otra, y otra más. Y prosigue hasta la línea enemiga, donde destroza las armas de sus oponentes. No ha sido casual que fuera la secuencia elegida. “Es una de mis favoritas”, dice la realizadora.
“No es una película de una mujer-superhéroe, sino de un superhéroe. Como tampoco me considero mujer-cineasta. Soy cineasta”, dice Jenkins.
La película, por empeño suyo, arranca con Wonder Woman a los ocho años. A esa edad, Jenkins ya había atravesado algunos de los episodios más duros de su vida. Nació en una base aérea en California y pasó su infancia entre militares viajando por el mundo. Cuando tenía siete años, su padre, piloto de combate, perdió la vida en un accidente a los mandos de un caza F5 en el mar del Norte. Entonces se replegó con su madre y su hermana en Kansas. Creció, dice, “rodeada de mujeres”. Lo cual tuvo sus consecuencias: “Me veía como una persona universal, no existía esa yuxtaposición al género masculino”. Dice que su película no va de “una mujer-superhéroe”, sino de “un superhéroe”, en género neutro. “Del mismo modo que tampoco pienso en mí como mujer-cineasta. Soy cineasta”.
Para explicar cómo llegó a serlo bucea en otro episodio de su infancia. A los pocos meses de perder a su padre, fue a ver el Superman (1978) de Christopher Reeve. Era Navidad, cruzaba el país con su madre y su hermana y el coche se les estropeó en Texas. Recuerda nieve por todas partes. Mientras su madre iba al taller, dejó a las hijas en el cine: “Estaba en un momento trágico. Mi mundo se había arruinado. Y de pronto veo esta película sobre un niño que pierde a su padre [el biológico, con la destrucción de Krypton], y que luego pierde a otro padre de nuevo [el adoptivo en la Tierra], pero sigue hasta convertirse en Superman y vuelve a creer en el mundo. Me dejó aturdida. Que alguien pudiera estar a mi lado tomando palomitas mientras yo lloraba y me derrumbaba y acababa creyendo en la vida de nuevo… es algo impresionante”. Cree que eso fue lo que le sedujo de las artes: “Me gustaba la versión del mundo que creaban. Quería construir un lugar mejor para vivir”.
A los 16 se enroló en el rodaje de un documental sobre una reunión de la generación beat en su ciudad. A los 18 se largó a estudiar pintura a Nueva York. Allí se apuntó a un curso de cine experimental: “Y cuando me senté y puse música a imágenes, no pude parar. Pasaba horas en la sala de edición. Me obsesioné con convertirme en directora”. Se graduó, comenzó a trabajar de cámara y rodó “miles” de anuncios y vídeos musicales. “Del hip-hop de los noventa hice a la mayoría de los grandes: Notorious Big, Puff Daddy, Wu-Tang Clan. También Elton John, Michael Jackson y Madonna. Una campaña de Nike, otra de coches. Bum, bum. Cada semana un proyecto nuevo. Una educación increíble. Pero me di cuenta de que no podía escapar a la rueda. Vivía para la siguiente nómina”.
Cortó por lo sano: pidió una plaza en el American Film Institute (AFI) de Los Ángeles (entre sus alumnos, David Lynch y Terrence Malick) y se mudó a Hollywood. Su compañera Reyna Rosenshein recuerda el inicio de aquel curso: “Es un programa elitista en el que solo entran 15 personas, los mejores. El primer día nos dijeron: ‘Mirad alrededor. Quizá uno o dos de vosotros tengáis éxito’. Yo me fijé en Patty. Enseguida fue evidente que lo lograría”. No le sorprende que haya acabado al frente de Wonder Woman: en su trabajo de fin de curso, el cortometraje Velocity Rules, ya contó una historia similar. Escrito y dirigido por Jenkins y producido por Rosenshein, seguía los pasos de un ama de casa que descubre sus superpoderes. La transformación obliga al marido a renunciar a su trabajo y acompañarla en su lucha contra el mal. Un homenaje a Superman, pero a la inversa: es la mujer quien abraza a su esposo y se lo lleva en volandas.
Entre 2006 y 2011, el currículo de Jenkins muestra un vacío. “A la gente le sorprende. Tuve un hijo. Puedo dirigir largometrajes y criar a un niño, pero no a la vez”.
“Era ya una historia de empoderamiento femenino”, dice Guy Livneh, director de fotografía del corto. Añade un detalle sobre Jenkins: “Sus primeras tarjetas de visita tenían un dibujito del estilo de Wonder Woman”. El corto tuvo muy buena acogida. Al poco, su creadora fue invitada a un encuentro con profesionales de Hollywood. Allí estaba Brad Wyman, especializado en thrillers de acción de bajo presupuesto. Jenkins le habló de una “asesina en serie lesbiana”. Wyman le respondió que, si escribía el guion, él se lo leería. “A los seis meses estaba rodando Monster”, recuerda la cineasta. “Nadie esperaba la película que acabé haciendo. Iba a ser una mala de serie B, directa a vídeo. Pero estaban tan impresionados de que hubiera conseguido a Charlize Theron y a Christina Ricci como protagonistas que me decían: ‘Haz lo que quieras”. Su colega Livneh, que participó en el rodaje, dice que jamás la vio dormir: “Trabajaba 24 horas al día. Era su oportunidad y no iba a dejarla pasar. Y su visión es tan fuerte que acabó imponiéndose. Sucede con todo lo que toca”.
Con Wonder Woman ha pasado algo similar, según la actriz Elena Anaya. Ha vivido el proceso de cerca. Interpreta en el filme a Doctor Poison, una supervillana experta en gases venenosos oculta tras una máscara que recuerda a la de La piel que habito. “Una superproducción como esta es un monstruo con muchas cabezas”, cuenta Anaya. “Pero Patty lucha por lo que quiere contar. He visto cómo ha peleado ante los productores más poderosos, cómo ha dado su opinión, sin ser caprichosa. Ha estado muy encima, rodando en condiciones durísimas, haciendo una película humana y cercana”.
Tal y como lo ve Jenkins, “tenía una visión tan específica desde hace tanto tiempo que se fiaron. Me han tratado con respeto. Cuando comenzó a salir el trabajo y vieron que todo estaba bajo control, que soy profesional y no hago locuras, me dejaron. Ha sido fascinante. Cada segundo lo exige todo de ti. Cada día, cada departamento: ‘Patty, elige esto y esto y esto’. Hasta ayer. Ayer, por primera vez, dije: ‘Dios, está casi acabada’. ¡Ni recuerdo cómo es la vida sin Wonder Woman!”.
Jenkins lleva casi 15 años peleando por imponer su visión. Tras el éxito de Monster, los grandes estudios le preguntaron qué quería rodar. La realizadora les cogió por sorpresa: “Wonder Woman”. El proyecto dio muchas vueltas hasta caer en sus manos. Le llegaron a ofrecer dirigirla en 2008. Pero estaba embarazada. “¡No puedo ahora!”, les dijo. Desde que lo habló por primera vez hasta que firmó el contrato, pasó una década. Entre medias no rodó cine. Para sacudirse la fama de “oscura”, dirigió episodios de comedias para televisión. Trató de armar una película sobre el piloto que rompió la barrera del sonido. No salió. Se casó con Sam Sheridan, un tipo que explica mucho de ella: estudió en Harvard, fue bombero, se enroló en la marina mercante y acabó en Tailandia aprendiendo el arte de la lucha muay thai, y contando la experiencia en el libro A Fighter’s Heart (El corazón de un luchador). Se le podría definir como escritor. O como “un amo de casa que, básicamente, cría a nuestro hijo mientras hago esta película”, dice la directora. “Somos atípicos. Yo soy un poco masculina, pero también femenina; tengo formación artística, pero crecí entre pilotos de combate. Somos poco ortodoxos”.
Entre 2006 y 2011, el currículo de Jenkins muestra un vacío. Muchos le preguntan por qué. “A la gente le sorprende. Tuve un hijo. Puedo dirigir largometrajes y criar a un niño, pero no a la vez. No dejé mi carrera, sino que hice televisión para tener más tiempo. Quiero vivir la vida y hacer películas en las que creo”.
El productor de Monster, Brad Wyman, añade al teléfono desde Hollywood: “Lo que distingue a Patty de mucha gente en esta ciudad es que no está desesperada por el siguiente proyecto. Eligió la vida. Pero en estos años nadie ha dudado de su talento. Incluso sus series ganaron premios”. Su episodio piloto de The Killing, por ejemplo, le valió el galardón del sindicato de directores. “La gente con prisa suele equivocarse. Y ella encuentra la oportunidad correcta para volver y golpea la bola fuera del estadio. Porque va a ser un golpe monstruoso”.
Aunque esto no se sabe durante la entrevista, su filme ha recaudado en su país más de 100 millones de dólares el fin de semana del estreno, convirtiéndose en la primera película dirigida y protagonizada por una mujer en lograrlo. Más que un largometraje, se ha convertido en un símbolo: hay salas de cine en las que solo admiten mujeres. Y a Jenkins le han escrito personas que pedían que se diese prisa: sus madres ancianas querían llegar con vida a verla.
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