Menguada en sus atribuciones, facultades, recursos y poder de interlocución, la Secretaría de Gobernación ya no es lo mismo de antes. Quizás el prestigio y la experiencia de la ex ministra Olga Sánchez Cordero serían más útiles en el Senado, que en ese despacho disminuido.
Ernesto Núñez Albarrán
@chamanesco
Hubo una época en la que Gobernación era el despacho más poderoso después de la Presidencia de la República. En el ritual priista del tapado, el dedazo, el destape y la sucesión, el secretario de Gobernación siempre llevaba mano.
Plutarco Elías Calles, Emilio Portes Gil, Lazaro Cárdenas, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría pasaron por Gobernación antes de ser presidentes.
Otros políticos cultivaron ahí sus sueños de poder, que cristalizaron en precandidaturas o candidaturas fallidas: Ernesto Uruchurtu, Mario Moya Palencia, Manuel Bartlett, Francisco Labastida, Santiago Creel y Miguel Ángel Osorio Chong.
Por Gobernación pasaron hombres temibles del sistema político mexicano, como Fernando Gutiérrez Barrios y Patrocinio González Garrido; destacados promotores de la transición, como Jesús Reyes Heroles y Jorge Carpizo; y amigos del presidente en turno que fungieron como fusibles, como Fernando Gómez Mont, Alejandro Poiré o Alfonso Navarrete Prida.
En la época del presidencialismo priista, Bucareli era un despacho estratégico del que dependía la gobernabilidad del país. Allí se administraba el apetito político de los hombres del sistema (alcaldes que querían ser diputados, diputados que querían ser senadores, senadores que querían ser gobernadores, gobernadores que querían llegar al gabinete…).
Desde ahí, se tiraba línea a los medios, se ejercía la censura, se castigaba o premiaba a columnistas, conductores de radio o televisión y directores de periódicos.
Ahí se atendía a líderes sindicales o campesinos afines al régimen, y se orquestaba el control de las oposiciones y los grupos sociales.
Desde Gobernación se espiaba, se reprimía, se negociaba.
A Gobernación le tocaba la seguridad interior, la relación con las Iglesias, los asuntos migratorios, las fronteras, las cárceles, la planeación, los símbolos patrios, los tiempos del Estado en radio y televisión, el manejo de archivos, el cabildeo con el Congreso y la relación con la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El secretario de Gobernación –todos lo entendían así– era el jefe del gabinete. El primero en la lista de prelación en caso de ausencia total del presidente. Si el primer mandatario viajaba al extranjero, él se quedaba a cargo.
Pero el despacho todopoderoso se fue desdibujando conforme se fue diluyendo el presidencialismo y se fue acentuando la crisis del régimen hegemónico.
El último secretario que ejerció a plenitud ese poder durante seis años fue Manuel Bartlett Díaz, quien acompañó todo el sexenio a Miguel de la Madrid, aguantó no ser el ungido por el dedazo y hasta orquestó la maniobra electoral que llevó a Carlos Salinas a la Presidencia en 1988.
Salinas blindó su gobierno colocando en Gobernación a Fernando Gutiérrez Barrios –emblema del viejo régimen–, pero se vio obligado a jubilarlo en el quinto año, y lo sustituyó por otro duro del sistema: Patrocinio González Garrido que, en apenas un año, también fue forzado a salir tras el levantamiento zapatista. Salinas cerró su sexenio con un secretario negociador y abierto a los cambios: Jorge Carpizo.
Ernesto Zedillo tuvo cuatro secretarios, que se fueron relevando uno a uno conforme aparecían las crisis: Esteban Moctezuma, que tronó tras la escandalosa elección de Tabasco; Emilio Chuayffet, que se fue después de la matanza de Acteal; Francisco Labastida, a quien le tocó ser el candidato oficial tras la rebeldía de Roberto Madrazo y Manuel Bartlett, que dijeron no al dedazo, y Diódoro Carrasco, el secretario de fin de sexenio que, junto con Zedillo, entregó el poder al primer presidente panista.
Con Vicente Fox, en el 2000, se creó la Secretaría de Seguridad Pública y Gobernación perdió poder, presupuesto, personal y el control de la Policía Federal. Santiago Creel estuvo ahí casi todo el sexenio, pero su gestión fue opacada por el poder de facto de la primera dama Marta Sahagún y, cuando Creel quiso usar Segob como trampolín a la Presidencia, se topó con un Felipe Calderón que ya le había arrebatado el control del Partido Acción Nacional.
Con Calderón, Gobernación –y la gobernabilidad del país– fueron un desastre. Primero, puso ahí al jalisciense Francisco Ramírez Acuña, como premio por haber sido el primero que creyó en su precandidatura presidencial. En menos de un año, lo sustituyó con Juan Camilo Mouriño, su amigo y hombre fuerte, a quien buscaba perfilar como sucesor y que murió en un avionazo en noviembre de 2008. Los demás secretarios fueron irrelevantes: Fernando Gómez Mont, que aguantó menos de un año; Francisco Blake Mora, que también murió en un accidente aéreo, y el invisible Alejandro Poiré.
En 2012, Enrique Peña Nieto trató de resucitar al otrora poderoso despacho, desapareciendo la SSP y encomendando la gobernabilidad del país al secretario Miguel Ángel Osorio Chong. Pero, en los hechos, siempre estuvo ahí Luis Videgaray como artífice de la real politik, primero desde Hacienda y luego desde la Cancillería.
A la hora del destape, ni Osorio ni Videgaray fueron favorecidos.
En esta historia de vaivenes, a Olga Sánchez Cordero le toca encabezar una Secretaría de Gobernación nuevamente desdibujada.
A la primera mujer que ocupa el despacho de Bucareli, tampoco le ha sido conferido todo el poder.
Al resucitar la SSP (hoy Secretaría de Seguridad Ciudadana), el presidente Andrés Manuel López Obrador le dio a Alfonso Durazo más plazas, más presupuesto y más atribuciones que a la ex ministra.
Al diseñar una oficina presidencial con Alfonso Romo, Julio Scherer Ibarra, Gabriel García y Jesús Ramírez, López Obrador redujo la capacidad de interlocución de su secretaria de Gobernación ante sectores, industrias, gremios y otros Poderes.
Las cúpulas empresariales dialogan con Alfonso Romo; los dueños de los medios, con Jesús Ramírez; los gobernadores, con Gabriel García (jefe de los súper delegados), y los ministros de la Corte, con Julio Scherer.
Los coordinadores parlamentarios y presidentes de las Cámaras (todos de Morena) acuerdan directo con el presidente; lo mismo que los secretarios de Estado, el fiscal general y las Fuerzas Armadas.
Por si fuera poco, los asuntos migratorios y la gestión de las fronteras ahora parecen despacharse desde Relaciones Exteriores, donde Marcelo Ebrard brilla –quizás momentáneamente– como el mejor posicionado del gabinete.
Otras instituciones y grupos que buscan interlocución con el gobierno de la República, como los partidos de oposición, los organismos autónomos y la sociedad civil, encuentran en el desdén presidencial una infranqueable muralla.
En un panorama así, no extraña que el presidente descalifique las iniciativas e ideas que surgen desde Bucareli; ya sea explorar la legalización de la mariguana y otras drogas, o dialogar con grupos armados. La despenalización y la amnistía, prometidas en campaña por la hasta hoy secretaria, no son prioridad en la “cuarta transformación”.
Hace casi un año, Olga Sánchez Cordero solicitó licencia al Senado para poder integrarse al gabinete de López Obrador. En los tiempos que corren, y de cara a lo que viene, quizás valga la pena preguntar si el prestigio y la experiencia de una ex ministra liberal y empática con las mejores causas ciudadanas no serían más útiles, y mejor valoradas, en la Cámara alta, que en ese despacho disminuido.