A principios de agosto me desplacé hasta Matapozuelos (Valladolid) decidido a disfrutar una vez más de los platos veraniegos que el cocinero Miguel Ángel de la Cruz elabora en La Botica con las piñas y piñones de su entorno. Ingredientes a los que suma otros muchos que él mismo recolecta en las riberas del Adaja y Eresma: raíces, hierbas, bayas y plantas silvestres.
Nunca he tenido claro si De la Cruz ejerce de botánico y horticultor antes que de cocinero. O, incluso, de estilista. Quizá un mix de sus múltiples facetas. A diario se comporta como un naturalista del Medievo, y un observante de la biodinámica de Rudolf Steiner, pendiente de las estaciones, de los ciclos lunares y de los estímulos de la naturaleza. Factores que condicionan su cocina del paisaje, contemporánea y ligera, repleta de productos que no se pueden comprar en ningún mercado.
De la Cruz apenas tiene presencia en Instagram, ni demuestra afán por figurar en las redes sociales. Tampoco cuelga fotografías de sus platos, como si quisiera protegerlos de las copias. Disfruta solo, al margen de las consabidas hogueras de egos. A pesar de su recogimiento rural, cuenta con legiones de adictos y no pocos reconocimientos como la Guía Michelin, que le otorgó una estrella en 2013. El título El cocinero recolector que encabeza su libro (Everest), había servido de presentación de su ponencia en MFusión 2010, que presenció con devoción el mismísimo chef René Redzepi.
Su trabajo cotidiano tiene tanto de actitud personal como de estilo de vida. “Intento crear armonías culinarias con pocos elementos, composiciones que transmitan sensaciones. Para conseguirlo, me refugio en el silencio, necesito serenidad y calma”, asegura. Tres lustros después de que se iniciara en el oficio, prosigue imparable. decidido a consolidar un restaurante distanciado de lo que fue en sus orígenes el primitivo asador de su familia. En solitario protagoniza una revolución silenciosa en una zona poco proclive a las innovaciones.
¿Cuál ha sido la aportación de De la Cruz en el universo de los pinares? Extraer la quintaesencia de las piñas y los piñones hasta convertirlas en una suerte de trufas verdes o limones que exprime y ralla sobre los platos tras someterlas a tratamientos precisos.
“Las piñas verdes que recogemos por San Juan llevan desarrollándose tres años en los árboles. Para que nos proporcionen los costosos piñones hay que dejarlas que se sequen 12 meses más en las ramas. Aquellas que recolectamos en verde las congelamos y descongelamos. Para extraerles su zumo, las cortamos por la mitad como si se tratara de limones. Las que sacamos congeladas a las mesas las rallamos tal cual sobre ciertos platos. Siempre hay que someterlas a un tratamiento de frío. Recién recolectadas y a temperatura ambiente no sirven para nuestros propósitos” asegura.
Hasta que este cocinero comenzó a darles aplicaciones, nadie había realizado nada parecido. El zumo de las piñas aporta aroma y acidez a los platos. La ralladura, notas de astringencia, amargor y resina. El menú de La Botica “De la piña y el piñón, un paseo por el entorno” se ofrece en dos versiones, largo y corto (90 y 65 euros). Me incliné por el largo, como era lógico, dispuesto a disfrutar de todas sus composiciones. Las fotografías se expresan mejor que mis palabras.
Junto a una lustrosa ciruela que no era otra cosa que un paté de lechazo churro, elaborado con las asadurillas del cordero, llegó a nuestra mesa un cuenco con salsa de aceitunas negras con unos imaginarios tallos de sarmiento, colines amasados con harina de trigo y rebozuelos. A partir de ese momento las sorpresas y los trampantojos comenzaron a sucederse. Primero unas cortezas que no lo eran a partir de hojas de puerros; luego crestas de gallo convertidas en torreznos y más tarde la piel de cerdo frita sin grasa y corruscante. Una delicia.
¿Jamón de cordero recental? De la Cruz utiliza los cuartos traseros que cura en sal, embadurna en pimentón y deja madurar en cámara durante 3 meses. Sorprendente. Concluíamos los aperitivos cuando irrumpió un trampantojo de libro: buñuelos rellenos de morcilla de Matapozuelos rebozados en azúcar en polvo con gotas de miel para simular higos frescos.
Después, los platos de más peso: pétalos de cebolla encurtidos; cogollos de lechuga pasados por la plancha y ahumados a la parrilla con piñas secas de pino en compañía de huevas de trucha y una salsa bearnesa falsa montada con la proteína del caldo de hervir judiones de La Granja. Encontré magníficos el tartar de trucha y las endibias con trufas de verano, plato aromático con dejes terrosos y amargos. Lo mismo que las cebollas con jugo de setas. Y las mollejas escaldadas, pasadas por la parrilla y lacadas en su propio jugo.
A cada paso De la Cruz y sus ayudantes nos rallaban piñas sobre determinados platos o extraían su jugo presionando mitades como si se tratara de limones verdes. Verdaderos contrapuntos. Los dos postres, el helado de remolacha roja y el pan de pino helado, una suerte de ligerísimo turrón de piñones y setas nos llevaron de la mano hasta el final con la sensación de haber mordisqueado el paisaje. Un magnífico trabajo.
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