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Grietas francesas y europeas


Las elecciones presidenciales exponen las grietas profundas del sistema en Francia y de su sociedad. La antigua estructura política ha saltado por los aires. El proceso empezó en 2017 con el hundimiento del Partido Socialista. El descalabro, en la primera vuelta del pasado día 10, de Los Republicanos, el otro gran partido que ha estructurado ese país en el último medio siglo, certifica el fin de una época. A la alternancia entre el centroizquierda y el centroderecha le sustituye un sistema tripartito: el hipercentro del presidente, Emmanuel Macron, la extrema derecha de Marine Le Pen y la izquierda populista de Jean-Luc Mélenchon. Son tres fuerzas que difícilmente pueden pactar entre ellas y construir mayorías sociales. La segunda vuelta, entre Macron y Le Pen, se celebrará el día 24.

Hay razones institucionales para explicar por qué en Francia una sola fuerza y un solo candidato defienden el consenso europeísta, atlantista y liberal, y no existe ya una alternativa moderada. La actual V República debilita el parlamentarismo y el juego de pactos y alianzas entre partidos, y concentra todos los poderes en el jefe del Estado. El sistema electoral mayoritario a dos vueltas tiene un efecto perverso. Debido a que en todas las elecciones, desde las locales hasta las nacionales, en la segunda vuelta la mayoría de votos suelen unirse contra la extrema derecha, un partido como Reagrupamiento Nacional de Le Pen, que en las presidenciales de 2017 ya recibió más de 10 millones de votos, apenas gobierna hoy una decena de los 36.000 municipios y ni siquiera tiene un grupo parlamentario en la Asamblea Nacional. Esta anomalía deja sin representación a cerca de un tercio del electorado.

El voto del día 10 expone una fractura múltiple. Es una fractura identitaria: los franceses originarios de la inmigración votaron a Mélenchon; quienes temen por el futuro de la identidad francesa, a Le Pen o su competidor en la extrema derecha en la primera vuelta, Éric Zemmour. La fractura es territorial, también: el voto urbano para Mélenchon y Macron; el de la Francia rural y de provincias tiende a Le Pen, aunque Macron avanza en las zonas más prósperas. Existe asimismo una fractura de clase: el presidente recibe el apoyo de los franceses con mayores ingresos y nivel educativo; la candidata de la extrema derecha, de los obreros y empleados y los ciudadanos con menos estudios. Y la demografía fractura: los jóvenes votan a Mélenchon; los jubilados, la generación del baby boom, a Macron.

A estas fracturas se suma otra más subjetiva y menos cuantificable, pero que explica el peso del voto antisistema en un país con una economía en crecimiento, cifras de paro que se acercan al pleno empleo, una inflación menor que en otros países del entorno y un Estado protector robustecido por la política de ayudas durante la pandemia. Se ha abierto una falla entre la Francia optimista y la pesimista que ve cómo se cierran las expectativas para sus hijos; entre el país de quienes creen que les van bien las cosas y el de quienes no llegan a fin de mes. El de los que se sienten integrados y los que se sienten despreciados por las élites y por Macron. Sería un error considerar que estos fenómenos resultan exclusivos de Francia. Las grietas identitarias, territoriales, de clase y demográficas recorren las sociedades occidentales. Francia, donde la extrema derecha vuelve a estar a las puertas del poder, ha dado la alerta. Los demócratas europeos deberían tomar nota antes de que sea tarde.


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