Como manda la tradición, cuando un pianista ruso conoce a otro con quien desea compartir experiencia o magisterio, se intercambian, a modo de saludo, dos piezas. Se trata de un regalo que implica esa muestra de respeto donde no caben otras palabras ni otra verdad que no sea la que conlleva la música. Lo hizo Vladímir Horowitz con Rachmaninov, Grigori Sokolov con Rubinstein y, hace poco más de un año, Alexandra Dovgan con el propio Sokolov.
Así fue como el maestro se convirtió en su guía dentro de un mundo tan frágil como despiadado en sus niveles de exigencia.En el caso del primero, hablamos de una leyenda viva del piano. Probablemente, junto al polaco Krystian Zimerman, el más sublime entre los vivos y en activo. Un tipo distante cuya única devoción es su propio instrumento, al que dedica nueve horas de práctica diarias. El resto de la jornada lo emplea en estar preparado para las nueve siguientes. Y así ha sido durante la mayor parte de los 70 años que tiene desde que naciera en San Petersburgo (entonces Leningrado) en 1950.
Su compatriota Alexandra Dovgan es mucho más joven. Vino al mundo en 2007 y con 13 años ya ha conseguido cinco concursos internacionales. No sabe lo que es ni ve Netflix, pero sí YouTube, donde sus vídeos llamaron la atención del propio Sokolov un día en que le invitaron a echar un vistazo a una serie de nuevos talentos. Una o dos piezas sirvieron para fijarse en cuatro o cinco de ellos. Pero a Dovgan la escuchó durante dos horas. “No es que crea que los demás eran peores, pero, en su caso, descubrí un lazo que une su mundo musical con el mío”, dice Sokolov.
A partir de ese descubrimiento, el maestro quiso conocerla. Y desde entonces comparten sesiones conjuntas en varias ciudades donde el músico recala para sus recitales. Alexandra Dovgan lo escucha y después se juntan para preparar algunas piezas: “No son clases, ella tiene sus propios profesores y la forman muy bien. Es una relación de intercambio entre dos colegas”, asegura el pianista. Así se lo toma él. Pero Alexandra probablemente lo vea de otra forma. Como un auténtico mentor. De hecho, ella es una excepción. Sokolov, solitario, entregado como un monje a su propio y constante perfeccionamiento, no dedica mucho tiempo a formar a otros pianistas. Algo sin duda excepcional ve en ella.
En el primer encuentro que mantuvieron en Ámsterdam apenas cruzaron muchas palabras. La segunda vez la dedicaron a algo crucial: conocer los secretos del piano que deben tocar. Sus tripas. La edad que tiene, sus fabricantes, los materiales. El alma y el cuerpo que deben expresar la música. Después, con algo más de confianza, pasaron a la concepción del tempo en las composiciones: “El maestro me dice que debo ser honesta en cualquier circunstancia. No solo como persona y como intérprete, tener mucho cuidado, ser fiel a las partituras y estudiar a fondo los tempos”, afirma Dovgan. Se dan situaciones en las que ese tempo no existe y debes crearlo tú, dice la pianista. ¿Cómo? “Ahí está la magia y así es como lograré mantener la atención del público. Se trata, según él, de trasladar a esta época la música creada en otro tiempo y que parezca que está siendo concebida en ese mismo instante. A veces, no siempre, lo siento y aparece una especie de conexión, de corriente, entre el público y la pieza que interpreto”.
Lo cuenta rodeada de instrumentos para elegir en la sede de Hinves Pianos en Madrid, donde Sokolov le dedicó dos horas para estudiar juntos la tarde del día después de su último recital previo a la pandemia. Dovgan lleva el camino de dedicación —de devoción también— que el propio Sokolov emprendió cuando era joven en la Unión Soviética. Después de haber ganado el Concurso Chaikovski en 1966, con 16 años y un jurado —presidido por Emil Gilels— que le dio la medalla de oro por unanimidad, podía haber salido de su país a forjarse una carrera internacional. Pero apenas lo hizo. Fue a partir de la caída del comunismo cuando se dedicó a traspasar fronteras y a demostrar al mundo quién era.
Hoy vive en Italia, como Franco Panozzo, su mánager, y a quien Sokolov mostró también el poder que atesora para el futuro Alexandra Dovgan. No le enseñó un vídeo, dice la asistente del músico, Nadia Zhdanova, sino una grabación. Cuando el pianista le retó a adivinar quién era, Panozzo dijo que sin duda debía tratarse de un grande. Después le mostró el vídeo en que una niña de 12 años clavaba el Concierto número uno para piano y orquesta de Mendelssohn. “No puede ser”, aseguró el agente. Y, ni que decir tiene, la fichó.
Tal es la fe de Sokolov en la joven que el pianista sigue sin conceder entrevistas para hablar de él, pero no tiene inconveniente en dedicarle elogios a ella, como ha hecho para este reportaje y en anteriores ocasiones: “A los 13 años, difícilmente puede ser llamada una niña prodigio, ya que si bien es un prodigio, no se trata de un juego de niños. Lo que uno escucha cuando la ve es la actuación de un adulto. Es un placer especial para mí elogiar el arte de su notable maestra de música, Mira Marchenko. Sin embargo, hay cosas que no se pueden enseñar y aprender. El talento de Alexandra Dovgan es excepcionalmente armonioso. Su forma de tocar, honesta y concentrada. Le predigo un gran futuro”.
Esa declaración ha lanzado la carrera de Dovgan, que ya ha actuado junto a directores como Valery Gergiev, Trevor Pinnock y Vladímir Spivakov, entre otros. El futuro al que se refiere Sokolov ya debe dejar atrás los concursos. Para él representan un mal necesario que forma parte del sistema a la hora de descubrir nuevos talentos, pero que supone una experiencia que él no desea a ningún joven pianista. “A nadie. Ni a ella ni a ninguno que empiece”, asegura para El País Semanal. Aun así, Dovgan ha ganado cinco a su corta edad: entre otros, el Vladímir Krainev de Moscú, el Internacional Astana y el de televisión El Cascanueces. En mayo de 2018, cuando aún no tenía 11 años, consiguió el Gran Premio en el Segundo Concurso Internacional para jóvenes pianistas de Moscú creado por Denis Matsuev.
Pero lo que él quiere enseñarle no lo encontrará entre los pasillos donde resuenan los ensayos de esa trituradora de nervios que son las competiciones, ni en los palmareses o entre las a menudo atentas observaciones y disquisiciones de los jurados. Curiosidad y cuestionamiento sistemático de cuanto le rodea… Eso es lo que se empeña Sokolov en transmitir a Alexandra Dovgan. “La importancia de preguntarse sin descanso por qué. Así es como se encuentran las respuestas que te hacen crecer rápido como músico y como persona: por qué el piano funciona de una determinada manera; cuál es la diferencia de potencial en nuestro instrumento desde la época de Haydn y ahora; por qué Chopin pensaba esto y aquello… En fin, una forma de descubrir el mundo y darse cuenta de lo que ignoramos”, dice el pianista.
Entre viaje y viaje, Dovgan se aplica el cuento, y si entra a visitar el Museo del Prado en Madrid, dice, observa pinturas de motivos religiosos que la ayudan “a comprender mejor la música de Bach”. O estudia matemáticas y ballet con ópticas donde se cuelan explicaciones que le abren los misterios de otras partituras.
Se concentra en la búsqueda, pero aún no entiende por qué algunos le dicen que es especial: “No sé a qué se refieren. Lo que sí sé es que debo esforzarme por encontrar un nivel en que la gente lo crea”. Para ello, más allá del control que requiere la puesta a punto para salir a un escenario y no fallar, lo que desea es transmitir felicidad: “En ese momento, todo el estudio, el pensamiento, la preparación deben brotar en la música, y es entonces cuando tanto yo como quien escucha nos podemos sentir felices por ello”.
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