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Guerra al K-pop: Kim Jong-un redobla su cruzada cultural contra Corea del Sur


El reciente restablecimiento de las comunicaciones entre Corea del Norte y su vecina del sur no se ha traducido en un acercamiento cultural, al menos, no en un aumento de la tolerancia de Pyongyang; Kim Jong-un continúa intransigente en su postura opuesta a la influencia que pueda llegar desde el otro lado del paralelo 38 y obsesionado con erradicar lo que el propio mandatario ha etiquetado de “un tumor maligno”. El líder supremo ha emprendido una nueva cruzada, esta contra las películas surcoreanas, el K-pop y los K-dramas, en otro intento por controlar en su totalidad el menú de entretenimiento que consumen los más de 25 millones de habitantes de su nación.

El verano pasado, The Daily NK, diario especializado en Corea del Norte con sede en Seúl, alertaba a través de su red de informantes que el país había reforzado las medidas para eliminar el cabello teñido, los piercings y prendas de vestir, como los vaqueros. En diciembre, la agencia surcoreana de noticias Yonhap concluía que, con la aprobación de la ley de “rechazo de la cultura ideológica reaccionaria”, el gobierno norcoreano ponía más mano dura contra cualquier posible influencia extranjera. Bajo tal legislación, quienes vean, escuchen o estén en posesión de películas, series o música foránea, principalmente procedente de Corea del Sur, enfrentarán hasta 15 años de reclusión en campos de trabajo, 10 más de lo que estipulaba el código anterior. También se someterían a tal medida punitiva quienes tengan televisores, radios, ordenadores o teléfonos móviles que no estén registrados, mientras que el castigo para los que importen y trafiquen grandes cantidades de material considerado ilegal es la pena de muerte. El texto recoge, además, que aquellos que “hablen, escriban o canten en estilo surcoreano” podrán ser condenados a dos años de trabajo forzado.

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Siguiendo esta suerte de política inquisidora, los medios estatales han instado incesantemente a las nuevas generaciones a alejarse de cualquier elemento que pueda recordar a Corea del Sur, ya sea su moda, sus peinados, su música e, incluso, su jerga. La Liga de las Juventudes de Corea del Norte ha publicado en este 2021 varios documentos en los que se indica que sus miembros deben actuar como “policías de la moda”, para vigilar que nadie se vista o se peine al estilo occidental.

El rotativo Rodong Sinmun, voz del Partido de los Trabajadores de Corea del Norte, publicó a finales de julio un editorial en el que hacía alarde de la superioridad del idioma oficial, basado en el dialecto de Pyongyang, y recordaba a los jóvenes la necesidad de hablar norcoreano estándar con propiedad, sin influencias externas. “La infiltración ideológica y cultural bajo el cartel de colores burgueses es incluso más peligrosa que los enemigos que toman las armas”, resaltaba el texto. La agencia Yonhap también se ha hecho eco de que a las mujeres norcoreanas se les exhorta a referirse a sus parejas como “camarada” en lugar de “oppa”, término cariñoso utilizado en los K-dramas.

La Agencia de Inteligencia Nacional Surcoreana, por su parte, afirma que los vídeos propagandísticos en los que se denuncia la gravedad de seguir “comportamientos capitalistas” son cada vez más comunes.

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La imagen de Kim Jong-un y Moon Jae-in estrechando manos en la cumbre de Panmunjom en abril de 2018 dio la vuelta al mundo e hizo vislumbrar la posibilidad de que Corea del Norte mostrase cierta apertura después de décadas de aislamiento y hostilidad. Ese mismo verano, un mes antes de que Moon visitase Pyongyang, el líder norcoreano y su mujer asistieron en la capital norcoreana a un concierto de artistas del Sur, el primero en más de dos lustros, en el que estuvieron presentes algunas estrellas del K-pop, como la banda Red Velvet.

El posterior estancamiento de las negociaciones con Estados Unidos y el estallido de la pandemia de covid-19 han provocado, no obstante, que este hermético país permanezca cerrado a cal y canto desde enero de 2020, y que se haya reforzado el control sobre toda la información (o de lo que por informar se entiende). No hay entrada de turistas ni de diplomáticos, como tampoco, muy a pesar de Pyongyang, de inversión. Otra muestra de distanciamiento, escudándose en el brote pandémico y el afán por proteger a sus atletas, es la ausencia de la delegación norcoreana de los Juegos Olímpicos de Tokio, la primera vez desde Barcelona 1992 (después de que precisamente boicotearan la cita estival de Seúl en 1988).

A pesar del duro golpe que se ha llevado en la actual coyuntura la ya de por sí debilitada economía norcoreana (ahogada desde mucho antes como consecuencia de las sanciones impuestas por gran parte de la comunidad internacional liderada por Washington por su programa armamentístico y nuclear, y la ineficiencia productiva del país), el hermetismo como respuesta a la crisis sanitaria mundial ha creado una oportunidad para restringir aún más los mensajes que pudieran burlar el blindaje de sus fronteras. Kim Jong-un ha pedido incesantemente que se impulse la educación ideológica y se vele por la disciplina entre los más jóvenes. En el editorial de Rodong Sinmun incluso se ha dejado entrever que la supervivencia del sistema político está en juego: “solo cuando las nuevas generaciones tienen un sentido profundo del espíritu ideológico y revolucionario, el futuro de la nación podrá ser brillante; de lo contrario, la revolución habrá sido en balde. Esta es la lección escrita en sangre de la historia del movimiento socialista mundial”.

En declaraciones recogidas por CNN a finales de julio, Andrei Lankov, director del Korea Risk Group y profesor de la Universidad Kookmin de Seúl, opinaba que Corea del Norte no permite influencia extranjera porque, identificarse con dichos mensajes, supondría “aceptar que un modelo alternativo de sociedad funciona y que el norcoreano, no”. Las estrategias propagandísticas del régimen se han dedicado durante años a representar a Corea del Sur como un infierno en la Tierra plagado de mendigos. Sin embargo, a través de las telenovelas surcoreanas que llegan de contrabando en memorias USB desde China y la propia Corea del Sur, cientos de miles de norcoreanos podrían percibir que en la cuarta economía de Asia la realidad no es tan macabra. Adoptar el vocabulario, la vestimenta o el corte de pelo surcoreano implica “por un lado, que se está en posesión de material prohibido y, por otro, cierta simpatía hacia Corea del Sur”, añade Lankov.

Esta obsesión con censurar todo lo que huela a capitalismo e infiltración ideológica contrasta con la retórica que a lo largo de décadas la dinastía de los Kim ha intentado vender al mundo, vanagloriándose de la educación que el sistema ha conseguido dar al pueblo, si no en términos de nivel intelectual, al menos sí de fortaleza mental para afrontar cualquier adversidad. Otra paradoja más en un escenario al clásico estilo orwelliano que Tae Yong-ho, primer desertor norcoreano que se ha convertido en legislador en Corea del Sur, resumía en una entrevista concedida a Reuters: “durante el día la población vitorea ‘¡Larga vida a Kim Jong-un!’, por la noche, sin embargo, ve telenovelas y películas surcoreanas”.

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