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Guerra y empobrecimiento


Cuando Pedro Sánchez cambió su Gobierno hace algo más de medio año, nada de lo sucedido en el último mes estaba en ninguna agenda. Aquella renovación se concibió para fortalecer nuevos liderazgos socialistas a través de la gestión de una recuperación económica pospandemia. Se trataba de rodar un puñado de perfiles poco conocidos a lomos de los más de 70.000 millones de euros procedentes de los fondos europeos con el objetivo de acelerar la digitalización, las energías renovables y la modernización de la economía.

Ese horizonte ha caducado abruptamente y aquel Gobierno concebido para la recuperación se ha tenido que reprogramar a marchas forzadas en las trincheras de una guerra real en Ucrania y en las trincheras domésticas de sus consecuencias económicas en España. Exige rapidez, solvencia y, sí, también esa resistencia que Pedro Sánchez ha convertido en recurso crucial de su trayectoria política. Pero tanto la capacidad de resistir como lo que tiene de táctica política de alto riesgo (como volvió a demostrar el viernes en la cumbre de Bruselas) van a tener que surtir sus mejores efectos ante la potencia de los efectos desestabilizadores que la crisis va a traer. No bastará la resistencia para transmitir a la sociedad española, sin patetismo ni alarmismo, pero con veracidad, la percepción informada y adulta de la gravedad de la situación. No radica solo en la destrucción material y traumática para Occidente de un país europeo, sino en las consecuencias que la defensa de Ucrania va a tener en toda Europa. Mantener las sanciones a Rusia tendrá un alto coste para los europeos, y no hay soluciones mágicas que no comporten sacrificio. Incluso con acuerdos tan potentes como el obtenido en la cumbre por Pedro Sánchez y António Costa, de todas las guerras se sale más pobre, y la pedagogía política sobre la crudeza de esas consecuencias es un aliado decisivo para que sea efectiva en la preparación social y moral de la ciudadanía. Pero apenas comparece ese análisis en los portavoces del Gobierno ni en el propio Sánchez. Frente al error de negar en el pasado la llegada de una crisis galopante en 2008, el principio de realidad es el sustrato en el que las medidas cobran sentido para combatir una situación extrema como esta. Va a ser el tercer empobrecimiento súbito que encajarán un par de jóvenes generaciones sucesivas y machacadas en sus expectativas de vida, tras la crisis de 2008 y la crisis de la pandemia. Nada será como antes porque será peor.

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Los síntomas inquietantes de mala comunicación que ha dado el Gobierno en la última semana —opacidad sobre el giro en el Sáhara, miopía sobre el malestar social, aplazamiento de las respuestas a principios de esta semana, malestar entre los partidos afines al Ejecutivo, angustia social ante lo que se viene por delante— parecen dibujar un Gobierno un tanto ensimismado o con síntomas del fatídico síndrome de La Moncloa. O en estado de shock por la guerra sobrevenida. Nadie duda de la inquietud de Sánchez por la situación de millones de familias porque los efectos de la crisis ya están aquí, pero ha de llegar esa percepción tanto a la calle como al socio de gobierno y a los grupos parlamentarios que lo respaldan. La transparencia sobre la gravedad de la situación y la transparencia sobre las medidas destinadas a mitigar sus efectos son solidarias e inseparables. Las posibles bases para un acuerdo de Estado requieren la mezcla de empatía, pedagogía y comunicación de una situación de crisis profunda, pero corren a cuenta del Gobierno de la nación. Las medidas que aprobará el Consejo de Ministros mañana, y que adelantará hoy Sánchez, habrán de combinarse con la comprensión emocional sobre la creciente angustia social, el escenario de más desigualdad que abren las consecuencias económicas de la guerra y la necesidad de mitigar el fuego cruzado de socios y aliados que hoy se sienten excluidos de la conversación.


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