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Guillermo Arriaga, viaje a las profundidades de la violencia


Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958) suele insistir en que no hay ninguna influencia del cine en sus novelas. Si no que, más bien, es al revés. Primero estaría la literatura y después habría llegado el reconocimiento y el éxito como guionista con películas como Amores Perros o 21 gramos. En su primeros cuentos -reunidos en el volumen Retorno 201, escritos a finales de los ochenta y reeditados por Páginas de Espuma en 2006- ya aparecían las intrincadas estructuras de historias entrelazadas y saltos en el tiempo, marca de la casa de sus guiones de los 2000, así como sus obsesiones personales: la violencia, la muerte, la redención o la perdida. Los mismos temas que están presentes también en Salvar el fuego, última novela ganadora del Premio Alfaguara.

Devoto de William Faulkner, el padre de la polifonía literaria moderna, durante sus años como docente en una universidad privada mexicana, en una ocasión planteó un juego en clase. Le dijo a sus alumnos que al día siguiente invitaría a un autor especial y que por favor llevaran comida y bebida para acompañar la conferencia. Al entrar al aula, apareció con una foto enmarcada de Faulkner, lo colocó encima de la mesa y por los altavoces de un ordenador les puso el discurso de recepción del Nobel en 1949.

“Los escritores jóvenes han olvidado los problemas del corazón humano y sus conflictos consigo mismos. Solo eso bastaría para hacer buena literatura”, defendía solemne en aquel texto el autor de El ruido y la furia. Con esa tradición, tanto en el fondo como en la forma, se siente identificado Arriaga. Las temas universales representados en tragedias individuales. Shakespeare, Hemingway, Rulfo, Stendhal o Dostoievski son otros de los grandes nombres que suele citar como referencias.

“Frente un contexto cultural que tan frecuentemente cultiva el cinismo, él sigue apelando a las grandes preguntas y las relaciones humanas. Además de sobresalir por un gran trabajo técnico y compromiso con la literatura”, subraya el escritor mexicano Julián Herbert, con el que Arriaga acostumbra cruzar borradores durante el proceso de escritura. En esa línea densa y contundente, Herbert considera que hay un punto de inflexión en su obra a partir de su regreso a la novela tras casi dos décadas centrado en el guion.

El Salvaje (Alfaguara 2017), un voluminoso texto de casi 700 páginas, culminación de un trabajo obsesivo que duró más de cinco años, con ritmo narrativo vigoroso y calado autobiográfico, marcaría una distancia respecto a su lenguaje del cine. “A partir de esta novela, la prosa literaria de Guillermo se va dirigiendo en una dirección casi opuesta a la cinematográfica, su manera de construir a los personajes es cada vez más precisa, más intensa y más extensa”.

Tras Babel (2006), con la que logró la nominación al Oscar, Arriaga rompió su productivo vínculo con el director Alejandro González Iñárritu, con quien revolucionó el panorama mexicano e internacional. Su última película, The Burning Plain, su ópera prima como director, es de 2008. Desde entonces, ha dado la vuelta a la rueda y para volver a concentrarse en la literatura.

Su compromiso casi monástico con sus obras y su condición de maestro son los dos rasgos que destaca Maruan Soto Antaki. “Hay toda una generación de cineastas que creció viendo las películas más famosas de Guillermo, aprendiendo de esa técnica basada en universos paralelos que se funden”, cuenta el escritor mexicano pensando en nombres ya consolidados como Amat Escalante, Michel Franco o David Pablos.

Sobre al aterrizaje mexicano de los grandes temas que aborda Arriaga en su obras, Herbert reconoce “un talento para encontrar lo conmovedor y lo sublime que puede haber en ciertas formas de violencia”. Pero no tiene claro que eso sea el producto de una creación estrictamente mexicana. “Parte de sus obras suceden en Canadá, EE UU o en Oriente Medio. Yo creo que él simplemente afronta cuestiones universales desde el sustrato personal que tiene”.

Arriaga también suele repetir que, pese a contar con sus autores fetiche, prefiere mirar de lejos a la metaliteratura. Él intenta alimentar su obra a partir de su propia vida. Por ejemplo, de sus experiencias como niño de clase media, hiperactivo y grandullón, en un barrio duro de la periferia de la capital mexicana. Una época en la que no paraba de meterse en peleas, tantos golpes que acabó perdiendo el sentido del olfato.


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