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Gustavo Gimeno cautiva a la Filarmónica de Berlín

Sergei Prokofiev conoció a Nikolái Rimski-Kórsakov, en 1904, durante su prueba de acceso al Conservatorio de San Petersburgo. Tenía 13 años y acudió al examen con todas sus composiciones: cuatro óperas, dos sonatas, una sinfonía y un buen número de piezas para piano. “¡Aquí tenemos a un estudiante aplicado!”, observó Rimski-Kórsakov, que presidía el tribunal. Aunque fue admitido en su clase de orquestación, siempre se comportó con rebeldía y disfrutaba escribiendo provocadoras instrumentaciones.

Leemos estos recuerdos en el primer capítulo de la autobiografía que Prokofiev redactó, en 1941, después de su regreso a la Unión Soviética, y tras casi dos décadas de carrera internacional por Europa y América. Ese mismo año, György Ligeti había iniciado sus estudios de composición en su Transilvania natal. Los prosiguió en la capital húngara en un clima musical marcado por la influencia soviética y la sumisión nacionalista, que exigía anteponer el folclorismo frente a cualquier atisbo de innovación. Pero Ligeti huyó de Budapest, a finales de 1956, se acercó a la vanguardia centroeuropea y comenzó a tejer sus características telarañas micropolifónicas.

Fiel a su decisión de evitar la música española en sus presentaciones internacionales, el director de orquesta Gustavo Gimeno (Valencia, 45 años) ha combinado obras de estos tres compositores en su debut con la legendaria Filarmónica de Berlín, ayer jueves, 7 de octubre. “Es un programa muy pensado con obras que he dirigido a formaciones tan destacadas como la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam y la Orquesta de Cleveland”, confesaba el director valenciano a EL PAÍS pocas horas antes de subirse al podio. Una invitación que no esperaba, pero que le hace mucha ilusión. “Alicia de Larrocha nunca fue invitada a tocar con la Filarmónica de Berlín y eso no le resta ningún mérito como pianista”, recordaba el actual titular de la Filarmónica de Luxemburgo, que el mes que viene estrenará su nueva responsabilidad al frente de la Sinfónica de Toronto. Este nuevo debut de Gimeno en la Filarmónica berlinesa se suma, en una década, a los de otras dos importantes batutas españolas: Pablo Heras-Casado, en 2011, y Juanjo Mena, en 2016.

La Philharmonie berlinesa lucía el ambiente de sus noches de antaño. El aforo vuelve a ser completo, aunque la pandemia impone el uso de mascarilla y ciertos protocolos de acceso, como la acreditación de la pauta completa de vacunación o la presentación de una prueba negativa. La noche se inició con Concierto rumano, de Ligeti. Todo un reto para la orquesta que había grabado esta composición, en 2001 con Jonathan Nott, dentro de The Ligeti Project (Teldec), pero que nunca la había programado en concierto. Se trata de la primera obra orquestal de Ligeti, escrita en 1951. Un híbrido estilístico, que recuerda tanto a Bartók como a Enescu, y que fue el resultado de unas investigaciones etnomusicológicas en Bucarest, en las que transcribió varios cantos rumanos registrados en cilindros de cera. Una muestra de la dualidad de sus raíces culturales, tanto húngara como rumana, que podemos comprobar en otras composiciones posteriores bien conocidas como la ópera El gran macabro y su Sonata para viola.

El solista Augustin Hadelich, durante el concierto.Stephan Rabold

Gimeno salió convencido de su capacidad para conjugar la tradición sonora de la orquesta berlinesa con los intrincados detalles de la partitura de Ligeti. Y la solidez que aportó en la entrada de los contrabajos del andantino, tras la exposición inicial de la cuerda, lo confirmó. Todo el primer movimiento, que está basado en una balada Mioriţa, contó con exquisiteces sonoras en la madera, con el flautista Emmanuel Pahud como representante más destacado. El frenético allegro vivace, con toda su densa urdimbre imitativa, funcionó con transparencia. Aquí empezaron los admirables solos del concertino Noah Bendix-Balgley, otro de los protagonistas de la noche. El adagio ma non troppo fue también ideal, con esa evocación pastoral de los toques de cuerno alforno de los Cárpatos, asignados a las tres trompas de la orquesta, la última dispuesta fuera de escena para el efecto da lontano. Pero lo mejor llegó con el molto vivace final, basado en una danza folclórica de la región de Vâlcea, y donde Gimeno supo plasmar mejor el sabor rústico de esas bandas populares que colisionan unas con otras, hasta esa fermata en donde se vuelve a escuchar los toques de alforno antes del hachazo final. Conviene recordar, que esas colisiones y disonancias de este movimiento molestaron tanto a las autoridades húngaras, que la obra no pasó del primer ensayo. Y su estreno absoluto tuvo que esperar hasta 1971. Estaba claro que Ligeti no se iba a plegar a las nuevas directrices estéticas estatales.

Prosiguió la primera parte con el Segundo concierto para violín, de Prokofiev. Se trata de la última composición de la referida etapa internacional del compositor que, según aclara en su autobiografía, compuso entre París, Vorónezh y Bakú, en 1935, aunque su estreno se destinó a Madrid. La obra surgió como encargo del entorno del violinista francés Robert Soetens y fue estrenada por él como solista junto a la Sinfónica de Madrid bajo la dirección de Enrique Fernández Arbós, que había sido concertino de la Filarmónica de Berlín en los primeros años de vida del conjunto. Prokofiev había conocido al director español, al igual que a Federico García Lorca, durante su gira americana, de 1930, junto a su esposa, la cantante madrileña Lina Codina.

El violinista ítalo-germano-norteamericano Augustin Hadelich (Cecina, 37 años), que también debutaba con los filarmónicos berlineses, tocó con la mezcla precisa de elegancia y bravura que demanda la obra. Lo hizo con su nuevo instrumento, el famoso Guarneri del Gesù Leduc, que perteneció a Henryk Szeryng. Aunque, al principio, esa mezcla de lo camerístico y lo concertante no funcionó bien, el andante assai central fue uno de los momentos más felices de la noche. Hadelich elevó con fantasía el lirismo de la parte solista, que Prokofiev contrasta con mecánicos interludios, en donde el solista parece evocar el vuelo estático de una libélula sobre un estanque. La obra culmina con un danzable allegro ben marcato, con el toque de sabor español de unas castañuelas, que el violinista afrontó con toda intensidad y bravura, admirablemente secundado por la orquesta. Culminó su actuación con un guiño al país donde reside. Y tocó como propina el cakewalk para violín solo Louisiana Blues Strut, del compositor afroamericano Coleridge-Taylor Perkinson.

La Filarmónica de Berlin, dirigida por Gustavo Gimeno.Stephan Rabold

En la segunda parte, Gimeno se enfrentó a la obra más conocida del programa: Scheherazade (o Shejerezada), de Rimski-Kórsakov. Una suite sinfónica de 1888 muy habitual en los programas de la Filarmónica de Berlín, que se escuchó por última vez, en 2019, bajo la dirección de Zubin Mehta. El propio compositor aclaró, dentro de Crónica de mi vida musical, publicada póstumamente en 1909, el programa de la obra. Había extraído varios episodios inconexos de Las mil y una noches para cada uno de los cuatro movimientos, con el hilo unificador de la historia del brutal sultán Shahriar y su esposa, la princesa Sheherazade. Pero el compositor apela al carácter eminentemente sinfónico de la obra y no solo quiso evitar los títulos programáticos que hoy asignamos a cada movimiento, sino que también negó haber utilizado ningún leitmotiv.

El director valenciano cumplió con estas intenciones y exprimió toda la belleza e intensidad de estos pentagramas. Gimeno encontró, desde el principio, el justo medio entre sus intenciones y las maneras de la orquesta. Y se apoyó tanto en la calidad del sonido del conjunto, extraordinario en cualquier nivel dinámico, como en su asombrosa flexibilidad. Escuchamos a la Filarmónica de Berlín sonar como el instrumento creativo que forjó Furtwängler, con el poderío de Karajan y la transparencia que le inculcó Abbado, el mentor de Gimeno hasta sus últimos días.

El inicio del largo e maestoso sonó contundente, con ese matiz pesante y hasta rocoso de la cuerda grave. Y, tras la primera exposición del famoso solo de violín asociado con Sheherazade, Gimeno impulsó un admirable desarrollo del motivo arpegiado de sabor marino. En el segundo movimiento, los solistas de viento de la Filarmónica de Berlín desataron un verdadero festival en cada variación. Empezando por el fagotista Stefan Schweigert, que hizo valer la indicación “capriccioso” de la partitura. Gimeno flexionó con elegancia cada transición del tercer movimiento, aunque lo mejor llegó en el allegro molto final, que se inicia con la cadenza del violín, una vez más con el excelente Noah Bendix-Balgley, y prosiguió con un inflamado retrato del clímax del naufragio y la tormenta, que sonó sin prisa pero sin perder un ápice de intensidad. Incluso, las páginas finales de la obra, con el último solo de violín, que fue el más inspirado de la noche, produjeron unos diez segundos de silencio al final, antes de desatarse una atronadora ovación.

Podrán comprobar todo lo dicho aquí, mañana sábado, a través del Digital Concert Hall. Una retransmisión en directo que incluirá una conversación del director valenciano con el violista de la orquesta Joaquín Riquelme. Aunque el debut de Gimeno ha sido un éxito, no olvidemos que la verdadera confirmación de un director en la Filarmónica de Berlín es la invitación para volver a subirse al podio.


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