“Ha muerto Carmen y tantos otros a los que despido con un abrazo no dado”: la crónica de una superviviente


EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Recogiendo tus cosas, papá, encontramos esta carta que le habías escrito a mamá hace casi tres años. Volver a leer estas palabras fue como una puñalada en el corazón. Tú no tenías fuerzas para leer la carta en su funeral y mis hermanos tampoco, así que me pediste que a mí que lo hiciera. Yo ni siquiera recuerdo si pude leerla entera, pero lo intenté.

Querida Loly:

Tú cuidaste en su última enfermedad a tu padre, a tu hermana y a tu madre. ¿Quién habrá de cuidarme a mí? Yo te aseguré que estaría a tu lado cuando enfermases para cuidarte y atenderte en todas tus necesidades.

Lamentablemente, por motivos de salud, no he podido cumplir con este compromiso que cumplieron con creces tus hijos. Pero hay otro compromiso que sí he podido cumplir: el que adquirí cuando prometí amarte todos los días de mi vida, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta que la muerte nos separase.

La muerte, inexorable, ya nos ha separado. Pero no ha destruido ni destruirá jamás mi amor por ti, que permanece incólume como el primer día.

Vela por tus hijos y sus cónyuges, para que nunca se separen y puedan vivir intensamente su amor, como nosotros lo hemos vivido. Vela especialmente por tus nietos. Y si aún te queda tiempo, vela también por mí, hasta que llegue el momento de reunirme contigo para siempre donde quiera que estés, donde nada ni nadie nos pueda separar.

Con mi amor perenne

Miguel Ángel

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Ahora solo esperamos que ya estés finalmente con ella, donde quiera que sea ese lugar donde os habéis citado después de más de 50 años de vida compartida. Empezaste a irte cuando ella se fue y el coronavirus te atrapó vulnerable. Aun así luchaste con rebeldía porque deseabas por encima de todo volver a comer con tus hijos y tus nietos. Y por momentos incluso parecía que vencías a la enfermedad. Pero casi de repente hace una semana tus pulmones se quedaron sin fuerza, sin aire y sin vida, y te fuiste. Cuando veas a mamá por ahí, dile lo que ya os hemos dicho en vida: gracias por haber sido los mejores padres del mundo.

La ignorancia también mata

Sara Martínez Cadenillas | Alicante

El 9 de mayo me llamaron de Lima para decirme que mi padre había muerto. Si bien era el triste final de una víctima más de coronavirus de más de 80 años y residente de un geriátrico, no era ni por asomo el final de la historia. Después de la punzada, respiré y dije: “Hay que sacar inmediatamente a mi madre de la residencia”.

Mis padres, Antonio y Nelly, vivieron por y para sus hijos, quizás porque se quedaron huérfanos a muy temprana edad y cuando llegaron al otoño de la vida no se dejaron ayudar. Ello, sumado a los olvidos de memoria, los llevó a una residencia de ancianos en septiembre de 2019, dónde los alcanzaría una pandemia que hizo con ellos lo que no pudieron dos terremotos.

En Roma, a finales de febrero, me di cuenta de que algo andaba mal, ya no era solo China. ¿Qué ingenuidad nos hizo pensar que China está “lejos” y que la globalización solo aplica a lo deseado? Ahí empezó mi tormento, la preocupación por mi familia en Lima superaba a la de España porque conozco el colapso regular del sistema sanitario peruano. Aquí saldríamos adelante, ¿pero allá qué pasaría si llegara el virus?

Al inicio de la cuarentena llamé y escribí a la familia en Lima para advertirles basándome en información que, me parecía, no tenían, no llegaba, o no buscaban. Recopilé noticias del horror en las residencias en España, la falta de información a las familias, las miles de muertes en soledad, la situación incontrolable…. Si pasaba aquí en Europa, cómo no iba a pasar allí. ¡Auxilio! No estaba siendo alarmista. Ahí estaban las noticias, pero otra vez apareció el pensamiento negacionista: “Eso que ha pasado allí, no va a pasar aquí porque se han tomado medidas mucho antes que en España”.

El 30 de abril hablo con mi padre por teléfono por insistencia de su nieto. Siempre pensaré que fue mi padre quién hizo que lo llamara, fue su llamada de auxilio, quizás había una esperanza. Siento su lengua adormecida. La encargada me dice que tiene mal la garganta, pero que hoy está mejor que ayer. Escribo a la familia, mi padre está enfermo + pandemia + residencia. ¡Auxilio! Contestan que no lo sabían, no les habían informado. Esa llamada fue el desencadenante de la traca de todas las estaciones de sufrimiento que conocía por las noticias: fiebres altas, alucinaciones, falta de oxígeno, dos tests rápidos negativos, falta de atención médica apropiada, sistema público colapsado, llegar a una clínica privada demasiado tarde, no hay cama en UCI. Papi, luchaste horas como buen ayacuchano aferrado a la vida como pocos, pero era demasiado para ti solo, esta batalla sin ayuda no se gana.

Perdón por dejarte en la residencia, por no haber sabido transmitir tu llamada de auxilio, por no coger un avión y sacarte de allí yo misma. Ahora sé qué es estar en un estado de impotencia sostenido, saber qué va a pasar (además paso a paso) y no poder evitarlo; quizás por eso es más cómodo no saber.

Mi madre seguía en un foco covid, con varios fallecidos y 26 positivos en una residencia de solo 30 ancianos. Pero otra vez la desinformación y la ignorancia jugaron el papel protagonista: mi familia creyó que mi madre era asintomática y, por lo tanto, era mejor que se quedase donde estaba. Sería mortal para ellos trasladarla en taxi a una clínica para hacerle una PCR, se necesitaba una ambulancia —bien escaso en pandemia— sería mortal para sus hijos que viva en su casa. Definitivamente el miedo alimentado por la desinformación puede matar. ¿No habían llegado a Lima las guías de la Organización Mundial de la Salud sobre cómo vivir con un infectado? ¿La prensa local no reflejaba casos de positivos aislados con sus familias? No entendía nada. Pero se lo debía a mi papi, desde Alicante iba a hacer todo lo que pudiera, con llamadas y mails a clínicas, doctores, laboratorios, etcétera. Gracias a una prima, a mi madre le hicieron una PCR. Tuve fe. ¡Es negativa! Nadie se lo esperaba; menudas lecciones da la vida. La dueña de la residencia ya no la acepta. El 27 de mayo, 18 días después del fallecimiento de su esposo por 54 años, mi madre abandona por su propio pie la residencia. Me siento agradecida, tranquila, vuelvo a dormir por la noche porque sé que está a salvo.

Teníamos billetes para ir a abrazar a mis padres en abril. No se pudo, pero yo pienso en mis viejitos todos los días. Por aquí ya es verano y yo solo quiero zambullirme en el turquesa de los ojos de mi papi y volver a sentirme conectada con él. Estoy segura de que nunca nadie me querrá como él. Papi, cómo te quiero y extraño coger tus manos arrugadas y manchadas. Gracias infinitamente por ser el papá más maravilloso del mundo y el ser más bondadoso que he conocido. Me quedo con millones de recuerdos dulces. Te quiero.

Contradicciones de la vida, mi padre trabajó toda su vida en los diarios más reputados de Perú y Argentina y decía que él era como un doctor que tenía que acudir a la llamada de emergencia para que la información llegue a tiempo.

“Dentro de nuestro hogar, su vida se va apagando”

Pedro García Cotrina | Madrid

Mi pareja tiene un cáncer terminal, con escasas semanas de vida. Cuando la pandemia empezó a circular, dos semanas antes del estado de alarma, hice acopio de comida, mascarillas… Y comenzamos un encierro que, salvo por las revisiones médicas semanales, perdura hasta ahora. Acudir al hospital siempre ha sido un estrés y una tensión, desde el primer día usamos mascarilla, éramos los únicos. En el autobús, al vernos, nos cedían los asientos porque creían que estábamos enfermos. Nadie pensaba en nada en esos días. Y así seguimos, libres de virus, con visitas semanales a La Princesa, desinfección total al entrar en casa. Dentro de nuestro hogar de 50 metros, su vida se va apagando.

Entierro y luto digital

Carmen Aranguren | Madrid

Nunca pensé que me despediría de mi tía y madrina de forma digital. Mis hermanos y yo estaremos eternamente agradecidos a la empleada de la residencia en la que estaba que, con absoluta empatía, nos avisaba de cuando estaba con ella y nos permitía verla y hablarla a diario hasta el final. Tiempos convulsos en los que la luz de las personas brilla por encima de todo.

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