La joya no está muy accesible, pero Habib recuerda perfectamente en qué lugar exacto la guardó. No lo duda ni un instante y desciende las incómodas escaleras del sótano. Lo hace en medio del polvo y la oscuridad, rodeado de cacharros de esos que se guardan y que superan cada inventario estacional pese a que seguramente nunca más se vayan a volver a usar. Un muchachillo del barrio le alumbra con la linterna del teléfono móvil. El hombre va directo al armario de metal gris de doble hoja y allí, en el estante inferior, envuelta en un paño anudado, sigue descansando. La coge en brazos con cariño y, no sin esfuerzo, emprende de nuevo el ascenso a la superficie en su casa del céntrico barrio de Shar-e-Now de Kabul. Es la primera vez en más de una década que su cámara de cajón ve la luz.
Habibullah Fakiri, de 53 años, conocido como Habib, fue uno de los últimos fotógrafos del aproximadamente medio millar que llegaron a poblar las calles de la capital de Afganistán. Eran los encargados de realizar las fotos requeridas para documentos oficiales, desde carnés de identidad hasta cartillas para que las viudas recibieran alimentos. Cuando en España estas cámaras de cajón eran ya una reliquia del pasado, entretenimiento de unos cuantos aficionados ―como lo siguen siendo hoy― y negocio para atraer turistas, en Afganistán eran todavía una necesidad sin apenas alternativa.
Padre de seis hijos y una hija, Habib aprendió el oficio de su padre y de su tío cuando era un niño. Las primeras veces que empleó la kamra-e-faoree, cámara instantánea en dari, uno de los idiomas locales, tenía que subirse a un taburete. Con los años, acabó independizándose y era conocido por su agilidad en el proceso. Llegaba a realizar expediciones hacia otras provincias para facilitar que los habitantes de zonas alejadas de la capital pudieran hacerse fotos. Recuerda alguna ocasión cuando, en la primera dictadura de los talibanes (1996-2001), viajó a Maidan Wardak por carreteras secundarias y caminos de montaña para evitar el control de los fundamentalistas y que los bandidos no le robaran la recaudación a la vuelta.
Habib observa el interior de su cámara de cajón, la herramienta con la que durante años se ganó la vida en las calles de Kabul. LUIS DE VEGA
Eran tiempos, cuenta, en los que las mujeres necesitaban esas fotos para su vida cotidiana, aunque los barbudos yihadistas no veían bien que posaran delante de la cámara. “Lo hacíamos todo muy rápido y en apenas tres minutos se llevaban el retrato”, comenta moviendo ágilmente las manos. Tampoco guarda buen recuerdo de la caída de Kabul en manos de Ahmad Shah Masud, un señor de la guerra de la región del Panshir, porque trajo a su propia gente y arrinconó a los que llevaban años asentados en la capital como fotógrafos para la documentación oficial.
En 2008, el lugar en el que Habib tenía su local sufrió serios daños cuando un terrorista suicida se inmoló delante del Ministerio del Interior. Mantiene frescos los peores años vividos en Kabul, una urbe que casi se vació a finales del siglo XX, cuando los incesantes combates eran un vecino más. “Había guerra todo el día, caían proyectiles sin parar y teníamos que protegernos en el baño”, rememora. Pese a todo, él nunca ha sido fotoperiodista ni ha empleado sus cámaras para contar un conflicto a la puerta de su propia casa que ha atraído a cientos de informadores de todo el mundo. “Solo queríamos sobrevivir”, añade.
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Es más, fue aquel atentado y la decisión de las autoridades de dificultarles el trabajo en la calle cerca del Ministerio del Interior lo que acabó dando la puntilla a su ejercicio como retratista con la cámara clásica, la también conocida en inglés como afghan box. Como alternativa, empezó a ganarse la vida de escribano, cumplimentado documentos y escribiendo cartas para personas analfabetas.
Pero, más allá de vaivenes políticos, el impulso irrefrenable de la tecnología digital impuso su ley como una auténtica apisonadora sobre la fotografía tradicional. Y más en un país en el que las cuatro décadas de guerra desterraron a los turistas y prácticamente a todos los viajeros. El retrato de cámara de cajón, pura artesanía, acabó siendo un proceso incómodo, lento y más caro que trabajar con los modernos aparatos digitales y mandar las imágenes sobre la marcha a la impresora. El propio Habib claudicó también. Primero empleó cámaras de carrete de 35 milímetros como la Canon o la Zenit. Más adelante, en su local próximo al Ministerio del Interior, comenzó a utilizar la técnica digital, al tiempo que seguía ejerciendo su cada vez más decadente oficio de minutero. Este término nació para expresar la rapidez con la que entregaban las fotos en los tiempos en los que, todavía, fotografiar era un proceso muy laborioso.
Habib posa con su cámara, que después de más de una década ha rescatado de un armario. LUIS DE VEGA
La cámara como la que Habib ha rescatado del sótano es, en esencia, una caja de madera a la que se coloca un objetivo de 35 milímetros en la parte delantera. No hay obturador, es el propio fotógrafo el que, según su experiencia, calcula el tiempo de exposición quitando la tapa de la lente y volviendo a colocarla. Con una varilla metálica ha enfocado antes la escena o al sujeto. Una abertura lateral permite al operador meter las manos a través de una tela, pues el interior de la caja hace también las veces de cuarto oscuro para poder realizar en el mismo sitio de la toma el proceso de revelado. Primero se obtiene un negativo y, tras fotografiarlo, la imagen resultante ya es el positivo.
Habib se expresa en dari, pero emplea el inglés para términos fotográficos como negativo y positivo o revelador y fijador. Para demostrar que, como montar en bicicleta, hay cosas que nunca se olvidan, ofrece posar al reportero de . El artista ―se le puede sin dudas llamar así― es consciente de que tanto los líquidos como el papel fotográfico de que dispone no están en condiciones porque llevan años arrumbados, pero aun así se lanza. Metido en faena, Habib es un huracán al que no hay quien pare.
Ayudado por su hijo Obaidallah, de 28 años, quita algo de la mugre que envuelve el trípode, también de madera, y monta encima el cajón. El intérprete del periodista emplea el teléfono para, a su vez, fotografiar el momento. Un corrillo de niños y varios vecinos asisten alucinados a la escena. Para la ocasión, el retratista emplea el mismo fondo de retícula que solía usar antaño. Obaidallah y un tío suyo son los que lo sostienen contra la pared del callejón en el que se realiza la toma. Habib no se muestra satisfecho con el resultado, pero lo conseguido con la improvisada resurrección de su cámara de cajón no deja de ser entrañable. Una maravilla técnica, aunque sea de tiempos pretéritos, que cobra un enorme valor en la era del megapíxel.
Habib muestra el negativo de un retrato obtenido con su cámara de cajón.LUIS DE VEGA
Muchos fotógrafos afganos, cuando dejaron de emplear las cámaras de madera, aceptaron venderlas a extranjeros que se sentían atraídos por esos sencillos pero magníficos artilugios hechos de forma artesana. El reportero está tentado de preguntar si se la vendería, pero el cariño que demuestra Habib por su desaparecido oficio y por la que era su herramienta de trabajo le hacen desistir. Por eso la vuelve a cubrir con el paño, lo anuda y, tal cual salió un rato antes, vuelve al armario de latón en las cavernas de la vivienda.
En un barrio del centro de la capital afgana hay un estudio en el que un par de familias esperan turno para unas fotos de carné. Allí trabaja Obaidallah junto a sus hermanos. Se ganan la vida como fotógrafos, pero alejados de los carretes y de las míticas kamra-e-faoree. Fuera, un vendedor ambulante pregona desde un altavoz instalado en su coche un ungüento de pelícano que asegura acaba con el dolor de quien se lo aplique. Como reclamo de la clientela, sobresale amarrado en el techo del vehículo un desgarbado ejemplar de este pájaro. Llama más la atención de los vecinos el extranjero grabando la escena en vídeo que el propio pelícano desfilando con el automóvil como carroza. Eso demuestra que Kabul no ha dejado de ser Kabul, aunque no haya minuteros en las calles que inmortalicen a sus vecinos. “Ya no queda ninguno”, lamenta Habib.
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