Hay gente que hace su trabajo lo mejor posible. Da igual que esté en un rincón olvidado de un pueblo en mitad de ninguna parte. A mí estas cosas me encantan”. Este tuit lo escribía hace unas semanas el arquitecto @vdeverastegui y adjuntaba la fotografía de un solado de baldosas en una acera de su pueblo. El artesano que se había ocupado de tal trabajo se había molestado en elaborar un pequeño mosaico para que el dibujo en la curva de la calle fuera hermoso y las losetas encajaran. “No estará perfecto, pero no era la solución fácil y rápida. Nadie se fijará, pero aquí hubo alguien que le puso ganas”, añadía. Por la reacción que provocó, es evidente que no es el único a quien le gusta un trabajo hecho con amor y cuidado. Casi 80.000 likes.
Se compartieron a continuación las delicadas cenefas del metro de París, estropicios varios de distintos pueblos de España y obras de delicada artesanía desde diversos rincones. Aparecieron en el hilo otros arquitectos, pero también ebanistas, albañiles y miles de personas decididas a otorgar valor al trabajo hecho con cuidado. “Porque todo lo que hacemos debemos hacerlo con amor y dedicación.”, resumía Shirley Peña. Sus comentarios me hicieron recordar lo que dicen los antropólogos: la forma en que hacemos las cosas define a una cultura más que las cosas mismas.
Así por ejemplo, la diferencia entre la producción made in China y la europea no reside tanto en el producto final como en la forma de producción. “Alguien le puso ganas”, decía @vdeverastegui. Y en esas ganas, hubo amor.
Al final, en un mundo de productos, hacer amor es lo único que no es producto, sino que, como en el arte, sirve para ver la forma en que mira el autor. Y eso es lo que nos enamora de la obra, ya sea arte o trabajo. Y digo todo esto para explicar el disgusto amoroso, que no patriótico, que me he llevado al ver la bandera de España boca abajo en el encuentro entre Pedro Sánchez y Mohamed VI de Marruecos.
Si lo de las baldosas fue viral, la reacción a la “bandera invertida” ha sido colosal. Clases de protocolo y todo tipo de improperios e interpretaciones militares han corrido como la pólvora: humillación, amenaza, sumisión de Pedro Sánchez, insulto a nuestra “Gloriosa Bandera Nacional”…
Personalmente, me gusta poco el ondear patriótico de las banderas, pero vale la pena recordar que dentro de las artesanías, como decía Richard Senett, están también los ritos y los protocolos como formas de amor y de sentido.
Así, la bandera española en la cena marroquí debió haber sido el símbolo de un encuentro, pero tal como estaba puesta venía a decir que esa reunión no iba a generar amor ni nada bueno. “Me emociona poco el ondear de las banderas, pero me llega al alma el de la ropa tendida, que es la bandera de las clases medias y los pobres”, escribía hace poco Juanjo Millás. Yo añado que no todos los tendales son iguales y que la ropa primorosamente tendida es la más emocionante. Mi abuela tendía las camisas por abajo, las sábanas dobladas en el perfecto centro, los calcetines junto a sus parejas, los pantalones por la cintura —para que no se marcara la pinza a la altura de la rodilla— la ropa blanca mejor toda junta… Mi abuela tendía con amor. Por eso su tendal merecía ser una bandera. A mí no me humilla una bandera boca abajo, pero me ofenden la falta de amor y de atención.
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