La idea es de Xi Jinping. Tiene raíces milenarias, como todo en China, pero el emperador rojo la aplica al declive de Estados Unidos y a la oportunidad que se abre ante China para convertirse en la potencia hegemónica del siglo XXI. Son muchos los acontecimientos que corroboran la frase pronunciada por el dirigente chino en 2017, antes de que Trump se instalara en la Casa Blanca, sobre los “grandes cambios jamás vistos en este siglo”.
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El más reciente, sin relación con China, acaba de golpearnos y todavía nadie se ha repuesto de la estupefacción. La historia truculenta de los magnicidios políticos acaba de incorporar a la lista sangrienta el perpetrado en la noche del pasado martes al miércoles contra el presidente de Haití, Jovenel Moïse, por un comando paramilitar formado mayoritariamente por exmilitares colombianos, ante la pasividad o quién sabe si la complicidad de la guardia presidencial.
Son confusas e inquietantes las circunstancias del crimen: era un presidente de mandato caducado, su sucesor constitucional —el presidente del Tribunal Supremo— también ha fallecido hace poco a causa de la covid. El asesinado ha tenido seis primeros ministros en cuatro años y había nombrado un séptimo que todavía no había tomado posesión: ahora el entrante y el destituido todavía en ejercicio se disputan la primacía.
Sería un problema menor si el caos se acotara meramente al territorio constitucional. Pero solo es un paso más en el descenso de Haití a los infiernos, demostración de que todo es empeorable. El primer ministro ya ha pedido la intervención militar a Washington y Naciones Unidas para asegurar el control de las infraestructuras. Una forma de decir que en Haití no hay un Estado que controle el territorio y la población y que merezca tal nombre.
Mandan las mafias y las pandillas. Un mercado magnífico para las empresas de seguridad que florecieron desde Estados Unidos hasta Rusia con las teorías privatizadoras de la guerra del difunto Donald Rumsfeld. Tienen a su disposición en Colombia a los ejércitos jubilados de la prolongada guerra contra las FARC, preparados por sus colegas del norte, y con amplia experiencia en todo el mundo, especialmente en la guerra del Yemen a sueldo de Emiratos Árabes.
No ha habido golpe de Estado tras el magnicidio. Para qué debiera haber golpe si no hay Estado. Una violencia privada y sin banderas políticas empuja al país hacia el agujero negro donde solo impera la ley de la selva.
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