Los gusanos. Esa es la imagen. Gusanos recorriendo los pliegues de una herida, sangre, pus, desesperanza. Gusanos campando a sus anchas en la carne putrefacta de un muchacho de 21 años, James Fennis, en la cama de un hospital. “El doctor metió el puño en la herida y los sacó”, dice su madre, Celician Salomón, que trata de explicarse. “Entonces aún había doctores aquí, pero las medicinas las teníamos que comprar nosotros y yo no tengo… ¿5.000 gurdas? Yo no tengo”. 5.000 gurdas, 30 dólares.
Eso fue en noviembre, lo de los gusanos. Luego llegó la huelga. En el centro médico donde habían llevado al muchacho, el hospital universitario de Haití, en plena zona noble de Puerto Príncipe, a dos cuadras de Palacio Nacional, a 100 pasos del Campo Marte, a un suspiro y medio de lo que alguna vez fue orgullo y ahora es devastación, los médicos se fueron a huelga. Demandaban algo muy sencillo: que les pagaran un poco más, que les dieran unas condiciones mínimas para seguir trabajando. Era el 22 de diciembre.
La policía hace guardia frente a los ataúdes que contienen los restos de tres compañeros que murieron en el cumplimiento de su deber en la Academia de Policía de la capital.Odelyn Joseph (AP)
Han pasado casi dos meses y los médicos no han vuelto. James Fennis, que ingresó el 20 de agosto, languidece en su cama, en un cuarto oscuro —la luz también se fue del hospital, como los médicos— olvidado, amortizado por el mundo. Su madre trata de lavarle la herida para evitar que vuelvan los gusanos, con unas pastillas de cloro que hace polvo y empasta en la herida del muchacho. La última vez que lo levantó de la cama fue hace casi dos meses, el día de Nochebuena, cuando un grupo de cristianos llegó y le ayudó a lavarlo. Fuera de aquello, James no se levanta de allí.
Es una herida de bala la del muchacho. Cecilian Salomón, que habla por su hijo porque él no puede, no le sale más que un hilillo de voz, explica que James bajaba por una de las avenidas que comunican los cerros con el centro, cuando un proyectil le atravesó la parte baja de la espalda. “Le desbarató la columna y los riñones”, dice la mujer. No da más explicación, una bala perdida, algo que le pasó y en lo que él no tuvo nada que ver. Puede ser. Estos días, todo puede ocurrir en la capital de un país que se deshace.
Haití malvive. Médicos, defensores de derechos humanos y responsables de organismos internacionales entrevistados estos días en la ciudad, además de víctimas de la violencia y las carencias del Estado, dicen que no recuerdan una situación como la de los últimos seis meses, ni siquiera tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021. “La situación empeora y empeora”, explica Benoit Vasseur, jefe de misión de Médicos Sin Fronteras, que maneja una de las mayores redes de clínicas y hospitales de Puerto Príncipe. “Todas las instituciones colapsan. El sistema educativo, la justicia… Es un país moribundo”.
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Decenas de bandas criminales controlan buena parte de la capital y su zona metropolitana, hogar de tres millones de personas, una cuarta parte de la población del país. La policía, con una fuerza en torno a los 10.000 efectivos, no tiene capacidad para hacerles frente.
Un pandillero, con pasamontañas y armado en el barrio Portail Leogane de Puerto Príncipe en septiembre 2021.Rodrigo Abd (AP)
Naciones Unidas calculó en diciembre que el 60% del territorio de Puerto de Príncipe está bajo el poder de “las gangas”, como le dicen a las bandas —las gangs, en inglés— los hispanohablantes de la capital. Eso implica un estado de guerra de facto que impide cualquier normalidad.
Así ocurre, por ejemplo, en el centro, a unas cuadras del mismo hospital universitario, del Palacio Nacional, de la Corte de Casación, tribunal principal del país, tomado por las malas hierbas, del inacabado monumento al bicentenario de la independencia que mandó a construir el expresidente Jean Bertrand Aristide, que parece, visto desde abajo, los restos de una cementera abandonada. Porque 100 metros más al este, allá donde yacen los cascotes de la catedral destruida en el fatal terremoto de 2010, que dejó más de 200.000 muertos, allá, están las gangas.
Nadie se puede acercar al territorio de los grupos criminales en Puerto Príncipe, que controlan además todas las carreteras de entrada y salida, convirtiendo la capital en una especie de búnker con agujeros. Nadie se acerca salvo que los mismos grupos lo permitan, una rareza solo practicada por el más popular de entre sus líderes, Jimmy Cherizier, alias Barbecue. Cherizier es un expolicía que gusta de recibir a periodistas y darles una vuelta por alguno de los barrios de chabolas de la costa de Puerto Príncipe, normalmente Cité Soleil, mientras explica que él, lejos de ser un asesino, es un líder social que quiere acabar con la corrupción.
El estado de guerra se nota en la densidad de personas por metro cuadrado, bastante alta en las calles que bajan de Palacio Nacional, bajísima junto a la catedral, puerta de entrada al barrio de Bel-Air, una de las trincheras de la zona. No hay nadie junto al viejo templo y en las calles aledañas solo se ven barricadas hechas de basura, llantas viejas y bloques de hormigón. Las gangas. Hay otros nombres, además del de Barbecue, este heredado al parecer de su madre, que vendía pollo rostizado en la calle. Están Vitelhomme, Gabriel Jean Pierre, Izo, Ti Makak…
La policía patrulla las calles de Puerto Príncipe. Odelyn Joseph (AP)
Pero más allá de sus nombres, importa su capacidad de fuego, alto como nunca, y sus intereses comerciales, inclinados en el último año y medio a la extorsión y el secuestro. Según datos de ONG locales, que tratan de parchear el déficit estadístico del Gobierno, en 2021 y 2022 se cuentan cientos de secuestros, a veces dirigidos contra extranjeros, como el caso de 16 misioneros capturados a finales del año pasado, la mayoría, sin embargo, contra la población local.
El camino de las gangas
En el viejo y demacrado barrio de Pacot, el hotel Oloffson simboliza como pocos lugares la degradación de Puerto Príncipe. Sede de la bohemia local no hace tantos años, el Oloffson, una de las joyas de la arquitectura gingerbread haitiana, parece estos días el triste cascarón de un barco a la deriva. Durante tres décadas, el hotel fue sede de la banda de vudú rock RAM, liderada por el haitiano-americano Richard Morse. RAM tocaba habitualmente aquí y montones de gente de la capital se acercaban a bailar y tomar cerveza.
Hoy, el Oloffson languidece en un silencio desolador. La vida nocturna es prácticamente nula en la capital, más en una zona fronteriza por la guerra de las gangas, que pelean ora por territorio y posibles votos electorales, ora por el control de vías de comunicación. En la puerta, dos montañas de basura ilustran la decadencia del entorno. Cerca de allí, en el cauce de un río seco, lenguas de humo y ceniza manan de un manantial hecho de desperdicios. Un río que arde.
“Yo me mudé al Oloffson en 1988″, explica Morse desde Nueva Orleans, su nueva morada, la de su familia y su banda. “Lo renté, era una buena oportunidad. Hicimos nuestro primer show allí en la nochebuena de 1990 y estuvimos tocando hasta 2022″, explica. Pero a finales del año pasado la situación se volvió insostenible. “Entre septiembre y octubre nos cancelaron siete eventos en diferentes partes del país”, añade. “En octubre nos fuimos”.
Protesta en el área de la Villa Petion en Puerto Príncipe. Odelyn Joseph (AP)
El inicio del último ciclo de desastres en Haití data de septiembre pasado. En un mensaje dirigido a la nación a mediados de mes, el primer ministro interino, Ariel Henry, que dirige el país desde el asesinato de Moise, anunció un aumento del precio de los combustibles de más del 100%. Subvencionados desde los buenos tiempos de la ayuda venezolana, el decreto de Henry provocó una oleada de protestas que paralizó literalmente al país.
El tránsito era imposible por las barricadas, el suministro de agua, comida y combustibles se desplomó. Barbecue y su alianza de bandas, conocida como G-9 en famille et Alliés, tomaron la terminal del puerto donde se almacena el combustible importado. Entre finales de septiembre y principios de octubre, Médicos sin Fronteras detectó un nuevo brote de cólera, años después del último caso.
En medio de todo aquello, las bandas criminales peleaban entre ellas por toda la ciudad. Era el caos. El 5 de octubre, Henry pidió ayuda extranjera para controlar la violencia y el brote de cólera. Nueve días después, Naciones Unidas lanzó una alerta por el nivel “catastrófico” de hambre que el país registraba, que afectaba a casi cinco millones de personas.
Vista del vecindario Jalousie en Puerto Príncipe (Haití)HECTOR RETAMAL (AFP)
En enero, el asesinato de 14 policías en apenas tres semanas soliviantó a la corporación, incapaz de hacer frente al crimen. Una violenta protesta de agentes y exagentes paralizó el área cercana al aeropuerto y obligó a Henry, que llegaba de un viaje a Argentina, a refugiarse durante horas en un edificio de la terminal. Medios locales informaron incluso de detonaciones de armas de fuego junto a su casa.
La situación no ha mejorado desde entonces. La gente sale a la calle a vender y comprar lo poco que tiene o puede, inventando cada día un laberinto que evite el camino de las gangas. Frente a la inmovilidad de Henry y su Gobierno, rechazado por buena parte de la población y lo que queda de sociedad civil, la posibilidad de que una nueva crisis estalle expulsa toda previsión del calendario. Haití es el país del día a día, del presente que naufraga.
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