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Hartos de que sus jóvenes mueran en el mar

Hace cinco años, el profesor Mactar Thiam Fall contaba con satisfacción que había terminado de rodar su primera aventura cinematográfica: una serie de cinco reportajes titulada Bitim Réew (Fuera del país, en idioma wolof, el mayoritario en Senegal) que describría lo que esperaba a los inmigrantes africanos a su llegada a Europa. “La gente imagina que es muy fácil y que podrán conseguir lo que en su país no han sido capaces de lograr. Esta idea está lejos de la realidad, pero no se ve, es como si un velo entre África y el mundo occidental tapara todas las dificultades”, explicaba entonces.

El propósito de este profesor y mediador sociocultural senegalés era que la televisión nacional de su país de nacimiento difundiera su trabajo para que los jóvenes entendieran que migrar es un derecho, pero que hay que ejercerlo conociendo los riesgos a los que se exponen. Fall había aterrizado en Europa en 2008 con los papeles en regla. Una excepción en aquella época convulsa para quienes decidían probar suerte lejos de casa. Desde el año 2006, España vivía la conocida crisis de los cayucos: miles llegaban a las costas de Canarias y la Península atestados de hombres de origen africano en busca de un porvenir en Europa. Muchos también compartían origen: la región de Saint Louis.

En las pintorescas calles de la capital del mismo nombre, a unas cuatro horas en coche de Dakar, se lee un juego de palabras en pinturas murales y otras manifestaciones artísticas: “Barça ou barzac”. Significa Barcelona o la muerte, y describe a el impulso de llegar a Occidente que lleva a miles de personas a jugarse la vida por lograrlo. No resulta extraño que en esta ciudad se hable de inmigración. Saint Louis, a orillas del Atlántico y con 250.000 habitantes, fue el primer asentamiento colonial de la costa oeste del continente, y su importancia y ubicación la erigieron durante un tiempo como capital de Senegal. Punto de tránsito de muchos durante siglos, por su tradición pesquera y la proximidad con Mauritania y las Canarias, se convirtió desde los primeros años del siglo XXI en un enclave de salida de embarcaciones atestadas. Uno de los epicentros de la mencionada crisis de los cayucos: La mitad de los 30.000 náufragos que llegaron a las islas en aquel año eran senegaleses.

Un grupo de alumnas consulta las notas de un examen en el liceo Tassiniere de Gandiol.

En 2019, el fenómeno de la migración tanto legal como irregular desde Senegal persiste. De este país salieron 165.000 en 2013 (último año con datos disponibles) y hoy son medio millón los que viven allende sus fronteras de un total de 16 millones de habitantes que tiene el país, de los que la mitad cuentan menos de 19 años. El 9,6% de quienes marchan proviene de Saint Louis.

Las razones más comunes para emigrar son la búsqueda de un empleo y de nuevos aprendizajes. “Tener la oportunidad de migrar es mejor que tener una licenciatura en la universidad”, sentencia Aly Tandian, doctor en Sociología de la Universidad Gaston Berger de Saint Louis. “La falta de dinero y de trabajo supone la muerte social, no puedes tener familia, ni casa, ni hijos”, alega. “Consigues un título universitario pero, después, ¿qué? Otros les dicen que no tienen diploma pero sí una cuenta corriente porque viven en Barcelona”. Esta era, con seguridad, la situación de gran parte de las más de 4.500 personas que fallecieron o desaparecieron en las rutas migratorias de todo el mundo en 2018, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). De entre las víctimas, casi la mitad se encontraban entre los 116.000 migrantes que intentaron cruzar el Mediterráneo desde el norte de África hacia Europa.

Los jóvenes no podemos elegir el empleo que queremos, por eso muchos prefieren irse a España

No se escucha timbre alguno en el campus de la universidad Gaston Berger, a 4.200 kilómetros de la soñada Barcelona, pero cualquiera que esté allí adivina que las clases han finalizado cuando cientos de estudiantes salen animadamente de las aulas portando mochilas y libros. La basura se acumula por doquier y el calor, un poco agobiante ya en pleno enero, hace que el mal olor se intensifique. Alguna cabra y algún asno que otro rebuscan entre los desperdicios, o salen corriendo vagamente cuando los bedeles los espantan. En Derecho, en Sociología, en lenguas extranjeras… Los muros de todas las facultades muestran todo tipo de anuncios, pero destacan aquellos que ofrecen prácticas, becas, ofertas de empleo y posibilidades de estudiar en el extranjero. Los alumnos van de aquí para allá, entran y salen, estudian en solitario y trabajan en grupo alrededor de mesas dispuestas bajo las contadas sombras… Nada parece alterar su empeño de labrarse un porvenir pese a que las expectativas de lograr un trabajo cuando terminen los estudios son limitadas.

En Senegal, el sueldo medio de un empleado es de 130 euros mensuales. Cada año, 296.000 jóvenes se incorporan al mundo laboral y, sin embargo, el sector público ofreció 5.018 puestos de trabajo para casi ocho millones de candidatos y el privado, 31.460, según los últimos datos del Gobierno. Solo en 2016 se inscribieron 152.000 alumnos en las universidades del país, donde lo habitual es ganarse la vida en el sector informal. No cuadran los números.

Arriba, centro y abajo: Diversas escenas en la Universidad Gaston Berger de Saint Louise, en Senegal. Más de 150.000 alumnos se matricularon en el curso de 2016.

“Sanidad y Educación son los sectores que permiten encontrar más trabajo, cada vez hay más profesiones relacionadas con la informática, el diseño y desarrollo web… Y también en el Ejército y la seguridad”, enumera Becaye Faye, profesor de Geografía e Historia del instituto Tassiniere de Gandiol. La universidad es dura y cuesta dinero pero, si no tienes estudios superiores, solo puedes dedicarte a la pesca o al comercio, afirma este educador. Sensibilizado con la cuestión migratoria, Faye alecciona a sus alumnos, todos de entre 15 y 20 años y preparándose para ir a la universidad. Todos con un perfil idéntico al trazado por la OIM del migrante senegalés: es el de varón y en la veintena, pero con una diferencia: el 45% de quienes parten no tienen estudios de ningún tipo, y ellos sí.

El empeño de los universitarios de la Gaston Berger es el mismo que demuestran los alumnos de Faye, la generación que el día de mañana tendrá que sostener Senegal. Estos chicos están muy familiarizados con la emigración: Todos tienen un pariente que se marchó, todos conocen la historia de uno que se ahogó, y también a todos les llegan los cantos de sirena de quienes ya lograron alcanzar Occidente y quedarse allí.

“Aquí, los jóvenes no podemos elegir el empleo que queremos, por eso muchos prefieren irse”, reconoce Massar Diop, de 20 años y aspirante a periodista deportivo. “Cuando vemos a ciertos migrantes que han regresado porque han ganado dinero, —analiza— parece que todo han sido ventajas, pero muchos no pueden venir porque no les está yendo bien. Un amigo mío estuvo tres años allí y trabajó, pero se volvió completamente loco porque no sabía lo que le esperaba”, comenta.

La idealización de la realidad con la que luego se dan de bruces viene de las historias falsas que quienes se van cuentan a quienes se quedan. Así lo cree Fall tras muchos años en Barcelona observando la vida de sus compatriotas, y también lo comprobó el sociólogo Tandian, que ejerció 13 años como profesor universitario en Toulouse (Francia). “El migrante cuenta que todo es bueno. Jamás cuenta las dificultades. Dicen mentiras para obtener respeto, por la reputación”, sugiere. Y narra una historia, otra vez con la Barcelona de 2006 de escenario: “Iba cerca de las ramblas con mi esposa y uno de los chicos de la manta me pidió dinero para comprar bebidas. Le di cinco euros y le vi marchar a un locutorio. Llamó a Senegal y dijo a sus amigos: ‘Bueno, es solo para decir hola, no puedo continuar hablando porque mi coche está mal aparcado en la calle’. ¿¡Mi coche?! ¡Joder!”.

Para Tandian, los jóvenes creen lo que quieren creer y los esfuerzos por desmontar ese espejismo no siempre calan. “La televisión senegalesa no muestra la realidad. La española igual sí pero, ¿quién ve la televisión de España en Senegal? Cuando van a internet, ¿qué es lo que miran? Miran el fútbol, el Real Madrid, el Facebook de los amigos… Lo que les interesa. ¿Quién va a buscar ‘pobreza en Madrid’, por ejemplo? ¿O ‘muertes en Mediterráneo’?”, razona. A una encuesta realizada a 400 jóvenes en 2014 y publicada en la revista Migrations & Development, el 92% respondió afirmativamente a la pregunta “¿Estás dispuesto a migrar?”. Y de ellos, casi la mitad lo harían incluso de manera ilegal y arriesgando la vida.

Los alumnos de Faye no se dejan seducir por aquellas historias de éxito. “Es peligrosa, puedes incluso perder la vida. Pero hay muchas personas que se quieren marchar por la falta de trabajo. Si quieres tener éxito, parece que estás obligado a emigrar”, analiza Cheikh Sidati, de 20 años. “Cuando los jóvenes parten hay una pérdida de vida y de mano de obra. Y luego no hay gente para trabajar en el campo y además muchos mueren en el camino. Se está perdiendo capital humano”, advierte, por su parte, el estudiante Mohammed Dine Fall, de 19.

La importancia de lo que piensen tus padres

Luego subyace otro problema menos evidente: la presión familiar.  “Tus padres, tus hermanos  esperan algo de ti. Todos te llaman si tienen un problema para saber si lo puedes arreglar. Y si no tienes la posibilidad de ayudar, piensas: ‘No puedo quedarme aquí y que vean que no hago nada’. Es una presión fuerte”, describe Massar Diop, el aspirante a periodista deportivo.

“A veces los padres dicen a la mujer le dicen que se busque un marido con dinero. Muy rico”, asegura Fatou Diene, alumna de 20 años. Ella quiere graduarse en Sociología y cree que podrá porque sus progenitores, en principio, apoyan su decisión. “Piensan que debo estudiar muy rápido para perder el menor tiempo posible y ponerme a trabajar cuanto antes. Soy la hermana mayor”, aduce.

Para el profesor Faye esa presión obedece a variados factores. Por una parte, Saint Louis es una zona donde mucha que gente ya está viviendo fuera y la pesca, motor económico importante, no es tan rentable como antes. “[Los parientes] les dicen: ‘Conocéis el mar y podéis cruzarlo. Otros lo han hecho, ¿por qué no vosotros?’. En segundo lugar, los padres y madres de los jóvenes de hoy en día ignoran la realidad que hay tras la inmigración clandestina. “Muy a menudo las noticias que dan en la televisión son en francés, y muchos de estos padres no han ido al colegio y no las entienden. Tampoco entienden lo que se dice a través de las redes sociales”, explica. Y para terminar, la rivalidad. “Algunos tienen amigos con hijos que ya están en Europa y que mandan dinero o tienen muchos bienes, y quieren que sus hijos hagan lo mismo”.

Pero algunos chavales, mientras, ven que su futuro pasa por formarse, a pesar de los obstáculos, la presión y las posibles carencias. “Yo prefiero quedarme en Senegal, trabajar en mi país, por mi país. Quiero ir a la universidad, diplomarme en enseñanza y obtener un empleo”, afirma rotundo Dine Fall. Para su compañero Cheik Sidati, que piensa en estudiar Geografía, lo importante es creer en uno mismo y ser humilde. “Aquí hay potencial porque no hay trabajos pequeños, todos valen: comerciar, cultivar el campo o ir al colegio. La vida no es fácil, pero tampoco difícil. Solo hay que creer que puedes tener éxito”. Este joven afirma que solo se iría a estudiar fuera si la oportunidad que se le presenta es mejor que lo que tiene en su país, pero nunca de manera irregular. “No rechazo la emigración, pero hay que ir legalmente. La dignidad es algo que no se puede comparar con el dinero. La dignidad es invaluable”.

Siete años buscando a un hijo

Insa Wade, en el patio de su casa de Gandiol, en Senegal.

Del dolor de perder a un ser querido en el mar sabe Insa Wade, pescador retirado, residente en Gandiol y padre de Hussein, estudiante de 18 años que el Atlántico se tragó en 2012. Sentado en el patio de arena de su casa, a pocos metros de la playa, asegura que sigue esperando noticias de él y de los otros 27 ocupantes de la embarcación en la que su hijo huyó. “Me dijo que quería ir a España en cayuco y yo le respondí que no me parecía bien, pero no me hizo caso. Un día, ya no estaba”. Hoy, Wade preside una asociación constituida por los familiares de los desaparecidos en aquella embarcación. Todos son vecinos de Gandiol y todos siguen realizando indagaciones sobre la suerte que corrieron sus seres queridos. “Los jóvenes se van y ni avisan a los padres. Se despiertan un día, se cogen una patera y se marchan. Son atrevidos”, dice Wade apenado.

El profesor Faye es muy popular en su instituto, los alumnos lo aprecian porque él se toma tiempo e interés personal en hablar con ellos y se preocupa por sus futuros. A la salida de una de sus clases, explica cómo desde hace unos años el Estado introdujo en el currículo escolar de 1º de Bachillerato, y en concreto dentro de su asignatura de Geografía, formación acerca de la inmigración irregular. “Vemos cuáles son los problemas que tiene la gente que emigra, como la diferencia de idioma, o de cultura o de la falta de documentación. Les explicamos qué tipos de visados hay. Y ahora el Gobierno también nos pide que incluyamos la inmigración clandestina, los peligros…”, relata.

No obstante, siguen faltando medios y visibilidad.  “El Estado no pone los medios, y para ver documentales, por ejemplo, hacen falta. Aquí tenemos un proyector, pero en otros centros educativos no hay electricidad o no tienen el materiales”, denuncia. “Hace falta más información, más soportes, más documentación para enseñar a los chicos que esto es una realidad porque, cuando les hablas, te dicen que no es cierto”. Él lo sabe bien porque, pese a su implicación, el curso pasado perdió a dos alumnos. “Uno llegó a España, pero al otro lo detuvieron cuando su cayuco se hundió. “Intentamos hacer lo máximo posible, pero cuando los jóvenes se marchan duele mucho”.

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