Han recorrido los cinco continentes, pero nunca habían visto nada igual. Hace 20 años, Manuela e Iwan Wirth llegaron a Menorca en un barco prestado por un amigo. Desde la proa, la isla les pareció “una roca extraordinaria”, un peñasco mágico envuelto en una inexplicable neblina. Decidieron amarrar en el puerto de Ciutadella, rastrearon la costa en dirección sur y se detuvieron para comer “la langosta más cara del mundo”. Durante años, guardaron un recuerdo iniciático de esa travesía. “Fue un viaje místico. Nos costaba imaginar que un lugar como ese pudiera existir”, recuerda él, con un entusiasmo algo pueril que parece marca de la casa. “No nos gustan los lugares abarrotados. La calma y la naturaleza de Menorca nos enamoraron”, lo secunda ella, menos locuaz, pero con el sigilo inteligente de quienes hablan poco pero siempre logran hacerse escuchar.
Rememoran ese día la tarde de un lunes de junio frente al Mediterráneo balear, celebrando el final de una jornada intensa con un par de cervezas artesanas y menorquinas: acaban de cerrar la lista de invitados —lo que, en sus bocas, suena igual de dantesco que organizar las mesas de una boda— para los fastos previos a la apertura del nuevo centro de arte que Hauser & Wirth, la galería que fundó en 1992 este matrimonio suizo de 51 (él) y 58 años (ella), inaugurará el 19 de julio en la Isla del Rey, situada delante del puerto de Mahón. Están sentados a la sombra de los olivos salvajes del jardín mediterráneo que ha diseñado, con ordenado desaliño, el paisajista Piet Oudolf, responsable de la High Line neoyorquina. No será una sala comercial, sino algo más parecido a una fundación, únicamente accesible en barco, formada por ocho galerías de 1.500 metros cuadrados que ha renovado, de manera “casi invisible”, el arquitecto argentino Luis Laplace, viejo colaborador de los Wirth. En este lugar, que hace solo cinco años estaba casi en ruinas, se expondrá a partir de la semana que viene el mejor arte contemporáneo, empezando por una muestra de nuevas obras de Mark Bradford, cotizadísimo artista afroamericano que conoce bien las Baleares, al haber vivido en Mallorca en su juventud.
La Isla del Rey, así llamada por el desembarco en 1287 del monarca Alfonso III, que se plantó en este idílico enclave para reconquistarlo a los musulmanes, alberga el esqueleto de un gigantesco hospital naval construido en el siglo XVIII, cuando Menorca fue inglesa durante siete décadas, además de una basílica paleocristiana. El centro de Hauser & Wirth se encuentra en un anexo de 128 metros de largo situado en las inmediaciones del sanatorio, que en otro tiempo sirvió de lugar de reposo para los enfermos. Lo ocupará hasta el año 2032, según el acuerdo firmado con el Ayuntamiento de Mahón, propietario de la isla, prorrogable durante 10 años, a cambio de financiar la restauración del antiguo hospital, estimada por la galería en cuatro millones de euros. La impulsa desde hace años la Fundación Hospital de la Isla del Rey, una asociación de voluntarios jubilados que parecen entrañables secundarios salidos de una película de Berlanga.
Sobre el papel, nada de esto tenía que funcionar. El proyecto de la poderosa galería suiza amenazaba con enturbiar las aguas cristalinas de la isla más protegida de las Baleares, ante la perspectiva de ver llegar a cientos o miles de visitantes a un refugio clasificado como reserva de la biosfera por la Unesco. Pero los Wirth, que ya desatascaron la reapertura de Chillida-Leku tras muchos años de intentos fallidos —la galería representa al fallecido escultor vasco desde 2017—, nunca se amedrentan ante los obstáculos. “Nuestro trabajo consiste en negociar”, dicen al unísono. Su primer reflejo fue integrarse en la isla, donde disponen de tres residencias compradas en los últimos seis años, y convertir a “la comunidad local” en parte implicada en el nuevo centro, que se mantendrá abierto durante la temporada alta, hasta el mes de octubre, y será de entrada gratuita.
“Existe un mecanismo de defensa muy fuerte en esta isla, que ha sido invadida muchas veces y siempre ha logrado conservar su identidad”, dice Iwan Wirth. “Vemos un orgullo en sus raíces, en su paisaje, en su cultura y en su lengua”, añade el galerista, que ya ha intentado usar el menorquín en algún discurso (con un éxito desigual). La pareja entiende la resistencia que, en un primer momento, pudo provocar su llegada. “Pero nuestra apuesta siempre fue por un modelo de turismo sostenible”, matiza ella. “Nuestro proyecto está destinado a un público interesado por la cultura. No será un turismo masivo de alemanes. No habrá una invasión de cruceros”, promete Iwan, que admite que los trámites administrativos fueron laboriosos. “A veces llegas a tirarte de los pelos, pero no puedes amar esta isla por su independencia y luego lamentar que no te lo pongan fácil. Es un lugar muy protegido, pero está bien que sea así”. Los Wirth admiten que ha sido su proyecto más difícil. “Aunque, en realidad, pudo haber sido peor. Hemos creado un centro en la isla de otra isla, durante una pandemia, con todos los retrasos, problemas económicos y restricciones para viajar que eso comportó. El contexto no podía haber sido más complicado, pero ha merecido la pena”.
Para levantar lo que pudo ser un campo de minas, la pareja contó con la ayuda (inestimable, según todas las partes) de la directora del nuevo centro, Mar Rescalvo, una resuelta menorquina de Es Mercadal que se presenta a la cita con las mejores ensaimadas que uno haya probado jamás, curtida en distintos frentes, del CCCB barcelonés a los siete años que pasó gestionando proyectos culturales en Ámsterdam, pasando por su antiguo cargo como gerente de la Orquestra Simfònica de les Illes Balears. Su conocimiento del terreno resultó clave. “La sociedad menorquina lo acogió con los brazos abiertos. Sus características encajan perfectamente en este territorio”, asegura Rescalvo. “En Menorca, si se respeta la isla y se cumple con las obligaciones, los problemas desaparecen. Solo hay que hacer las cosas com cal [como es debido]”, añade la directora, que aspira a acoger unos 30.000 visitantes durante este primer año.
La casa madre de este nuevo centro fue creada hace casi 30 años en Zúrich. Hauser & Wirth nació como una sala modesta, fruto de la alianza entre un jovencísimo Iwan Wirth y Ursula Hauser, la madre de Manuela, rica industrial y coleccionista suiza. La futura pareja se conoció durante un almuerzo regado de coñac. Él se enamoró de inmediato, pese a que ella llevase “un vestido horroroso”. Ella, que entonces iba para profesora, dudó unos meses. “En realidad, a quien le gustaba era a mi hermana”, confiesa entre carcajadas. Cambió de opinión al descubrir “su seriedad, su entrega, su pasión por el arte y por los artistas”. Tras 25 años de matrimonio, son un cerebro bicéfalo: uno termina las frases de la otra y viceversa; él lleva la voz cantante, pero ella clava las armonías. “En realidad, también nos peleamos”, dice Manuela sobre el padre de sus cuatro hijos, todos veinteañeros y enfocados a carreras en el arte y las humanidades. “A menudo no estamos de acuerdo. Todo esto exige un diálogo constante, en el que el arte se mezcla con la vida. No es un trabajo que se pueda hacer en horario de oficina”, agrega. Se consideran muy distintos, pero también muy complementarios. “Yo soy una mujer muy práctica y tú eres más intelectual”, le dice ella, detrás de sus lentes de elegantísima bibliotecaria. “Ella es más escéptica y presta más atención a los detalles. Es de esas personas que se leen los manuales. Tiene una gran intuición con la gente y es más humilde que yo”, responde él, con su aire de genio despistado.
Iwan supo que quería ser galerista a los siete años, mientras los otros niños soñaban con ser futbolistas o astronautas. “Entendí que nunca sería artista y esta era una buena segunda opción”, dice. Un amigo de su padre, arquitecto, y de su madre, maestra de escuela, trabajaba como marchante, lo que le permitió familiarizarse con el oficio. “A los 15 años, fui a decirle que quería abrir una galería y que quería que me ayudara”, recuerda. Contra todo pronóstico, se apiadó de él, lo apoyó económicamente y le enseñó de qué iba esta profesión. Un año más tarde, Wirth, que fue amigo del supercomisario Hans Ulrich Obrist en sus años de instituto, organizaba su primera exposición en un garaje de Oberuzwil, pequeña localidad cercana a St. Gallen. Poco después, se concretaba su alianza con Ursula Hauser cuando le pidió prestados varios millones, con todo el descaro del mundo, para comprar su primer picasso.
La fortuna de la matriarca, hoy octogenaria, ayudó en aquellos comienzos, pero aseguran que tuvieron beneficios desde el segundo o el tercer año. Con el tiempo, Hauser & Wirth se ha convertido en una de las cuatro mayores galerías del arte actual, junto a peces gordos como Gagosian, Pace y David Zwirner. Además de esta nueva sede en Menorca, los Wirth cuentan con salas en Nueva York, Londres, Zúrich, Hong Kong, Gstaad, Saint Moritz, Mónaco y Los Ángeles (donde acaban de anunciar la apertura de una segunda sede en West Hollywood), y su fundación en el condado británico de Somerset, la patria del cheddar, donde el matrimonio reside desde hace una década. “Queríamos que nuestros hijos crecieran como nosotros, que vivieran una infancia con los pies en la tierra, cerca de los animales y la tierra fértil”, asegura Manuela. “Después de todo, venimos del campo. Ambos somos nietos de granjeros suizos”. En su proyecto destaca una idea fundamental: lo accesible y lo inclusivo deben primar frente al sobreactuado esnobismo que reina en el sector. Iwan conserva un recuerdo algo traumático de sus primeras experiencias en el mundo del arte, entrando en galerías “regentadas por chicas a las que debían de pagar para ignorarte”. Desde entonces, decidió que se esforzaría en ejercer esta profesión “sin convertirse en un capullo”.
Su cartera de artistas incluye 90 nombres estelares como Dan Graham, Roni Horn, Pierre Huyghe, Ron Mueck, Jenny Holzer o Annie Leibovitz, además de los legados de creadores como Louise Bourgeois o Henry Moore. “Son dos buenas personas. Tratan igual a la mujer de la limpieza y al director de un museo”, afirma Pipilotti Rist, la primera artista contemporánea que firmó con ellos cuando eran dos anónimos. Otro creador de vanguardia como Paul McCarthy, azote de la cultura oficial estadounidense, coincidió con ellos hace 20 años en Los Ángeles, cuando nadie se interesaba por la ciudad, hoy una de las grandes capitales del arte contemporáneo. Allí, los Wirth defendieron la obra de creadores como Mike Kelley o Jason Rhoades, respetados pero todavía algo marginales. “Más que una estrategia, tienen un olfato especial. Comparten el mismo amor por el arte y, cuando decides arriesgarte, siempre te apoyan”, sostiene McCarthy.
A ratos, la apasionada filantropía de la pareja puede hacernos olvidar que ambos dirigen una gigantesca galería comercial, cuyo objetivo es vender obras de arte al mejor postor, en un contexto mercantil cada vez más salvaje que ni siquiera la pandemia ha logrado frenar. ¿De qué les sirve crear un centro de arte gratuito como el de Menorca, que no les procurará ningún beneficio? “Nuestro modelo de negocio es holístico. Por separado, ninguno de los factores tiene sentido. Solo lo tiene al juntarlos”, resume Iwan. Se refiere a la suma de actividades y proyectos que se engloban bajo el paraguas de la galería: un espacio de investigación sobre la historia del arte, un instituto de archivística, una editorial que publica una veintena de catálogos al año y la gestión de dos hoteles rurales en el Reino Unido. Su centro de arte en Bruton, en la campiña inglesa donde la pareja reside, fue el modelo que inspiró el de Menorca. Instalado en una antigua granja, tiene restaurante, tienda, centro educativo, viñedo y un jardín público. Se acerca al millón de visitantes desde que abrió en 2014 (un 80% locales, cifra que aspiran a replicar en Menorca). Su sucursal en el downtown de Los Ángeles ocupa un antiguo molino harinero y está presidido por un gran patio para muestras. Todo lo que tocan es exquisito y elegante, a la vez que accesible y alejado de toda ostentación.
“En el futuro, la cultura se apoyará cada vez más en la iniciativa privada. Los presupuestos públicos están desapareciendo, o se destinan a otras causas, y es el sector cultural el que sale perdiendo. El Estado y lo privado ya no son enemigos. Tenemos que trabajar juntos”, asegura Iwan. “Es curioso que durante la pandemia se mantuvieran abiertos los negocios esenciales y, salvo alguna excepción como España, casi ningún país considerase que los centros culturales también lo eran”, lamenta su mujer, que parece recordar los tiempos de los mecenas renacentistas, ante la incapacidad de muchos museos actuales para asumir los costes faraónicos de las obras de arte. Admiten que existe un peligro si todo queda en manos privadas. “Podemos acabar con un mundo del arte más uniforme y convencional, con exposiciones populistas y ciertos temas censurados por los intereses de la empresa que los subvencione”, reconoce Iwan. “Pero estoy convencido de que la mayoría de las personas, y también de las empresas, entiende que tienen una responsabilidad: la de invertir en la comunidad de la que forman parte”.
Su nueva batalla es por el desarrollo sostenible, un asunto que les obsesiona desde mucho antes de que se pusiera de moda. En la Isla del Rey, el agua de la lluvia se usará para regar el jardín. La pandemia pudo haber tumbado su ambicioso proyecto menorquín. Acabó sucediendo lo contrario: sospechan que hoy, con el regreso a la naturaleza que el virus tal vez haya acelerado, resulta más relevante que nunca. “Queremos conectar otra vez con lugares como este”, dicen a dos voces, con el mar celeste como insuperable telón de fondo y un puñado de lagartijas correteando entre esculturas de Miró y Chillida, instaladas ahí de forma permanente, sobre un manto de tomillo, gramíneas y plantas suculentas. “Este fue un lugar de reflexión y de sanación durante siglos. Con un poco de suerte, ahora está a punto de volver a serlo”.
Source link