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Hay un niño que te mira


Hay un niño que te mira. De eso nadie te avisa. Todos te dicen que lo disfrutes, que pasa volando. Todos te advierten de las noches sin dormir, te aconsejan sobre métodos para que no se pase todo el día embracilao y para lidiar con las rabietas. Te anticipan lo mucho que te van a doler los riñones cuando eche a andar y la ilusión que te hará verlo dando sus primeros pasos. Pero nadie te advierte de que, de repente, hay un niño que te mira.

Los que no tienen críos, que cuando te conviertes en padre se sienten, Dios sabe por qué, en la obligación de explicarte por qué ellos no, o no aún, te dicen a veces que es mucha responsabilidad, como si no lo estuvieras comprobando en carne propia. Como si no empezaras a intuir, con la paternidad recién estrenada, que traer una criatura al mundo significa, principalmente, intentar que no se mate. Que no se coma ningún ambientador de esos que se enchufan, que no se tire por ninguna ventana, que no se pegue, como hizo mi amigo Álvaro cuando era chaval, un labio a otro con Super Glue. Que no se estampe con la moto, que no le hagan nada de vuelta a casa, que no se enamore de cualquiera.

Un hijo es como tener algo siempre al fuego. Lo dijo Xacobe Casas y su amigo Jabois lo ha repetido varias veces. Pero, de entre todas las responsabilidades que implica la paternidad, de la que nadie habla nunca es de que hay un niño que te mira. Hay un niño que te mira y te verá reír y llorar, enfadarte y entristecerte, ilusionarte y decepcionarte. Con los demás, con él y contigo mismo. Hay un niño que te mira y que aprenderá mirándote, y no por tus largas explicaciones ni por su asignatura de Valores, lo que es el respeto y lo que es el perdón. Lo que es el amor, pero también la ira.

Hay un niño que te mira y te verá hacer diana, pero también mandar el dardo al carajo. Será testigo ocular de tus crisis de pareja, de fe y contigo mismo. Llegado el momento, se enorgullecerá y se avergonzará de lo que vea, porque un día el niño que te mira se convertirá en adolescente y te pedirá cuentas por no ser como él pensaba que eras: áureo. Después, si tienes suerte, se hará adulto y se las pedirá a sí mismo por haberte juzgado solo como padre, obviando que antes de que llegara él tan solo eras un humano, y que, de hecho, es lo que sigues siendo para el resto del mundo. Que, como le dijiste la primera vez que ganó al fútbol para que no se hiciera el chulito, también tú eres mortal.

Un día, el mirón descubrirá que, como dice Pedro Herrero, que fue la única persona que me advirtió de que ser madre era que un niño te mirara, la vida va en a, pero también en b. Y que si él tiene una parte declarable en aduana, pero otra que no quiere que nadie descubra porque probablemente repudie, tú también. Así, aun conociendo tu vida en b, la pasará por alto y creerá, angelico, que tú no haces exactamente lo mismo con la suya, sino que ha conseguido ocultarla.

Te saldrán arrugas, y el niño que te mira seguirá ahí. Para entonces, ya habrá entendido que también de eso va la familia: de asumir la letra pequeña. Quizá —ojalá— te haga abuelo, y así comprenderá también que uno se convierte en padre para darse cuenta de lo mal hijo que ha sido. Eso y la más bella de las responsabilidades: ser, no mientras, sino porque hay un niño que te mira.

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