Hedonismo y ‘bellezza’ en la Riviera italiana

En la región de Liguria, cerca de Génova, no lejos de Pisa, en la provincia de La Spezia, hay una serie de pueblecitos pegados al mar, subidos a riscos inverosímiles, con un colorido de ensueño, que reciben el nombre de Cinque Terre (Cinco Tierras), y que son patrimonio mundial. Aunque esos reconocimientos a veces suenen un poco pomposos, realmente esa medalla —de significar algo— es más que merecida. De significar algo ese reconocimiento, podría ser este: que nadie altere ni toque ni desfigure nunca jamás estos milagros encaramados a los riscos que se precipitan al mar, con esas casas multicolores —siena, albero, ocre, teja— que obligan a preguntarse inevitablemente sobre los arquitectos que hicieron semejante obra que parece, literalmente, salida de un sueño.

Las cinco maravillas, a poca distancia unas de otras, son Monterosso al Mare, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore. El punto de partida para acceder a esos pueblos puede ser La Spezia, una localidad más bien anodina, desde cuya estación parten frecuentes trenes —en verano atestados— que van parando en cada una de esas joyas. Se trata de un trayecto breve que atraviesa túneles incesantes, con intermitentes apariciones del mar de Liguria, con un sol fulgurante y deslumbrador en su superficie.

El viajero puede empezar su recorrido en Monterosso, el pueblo de más alcurnia de todos, el más occidental, con sus playas pedregosas perfectamente decoradas por alineaciones impecables de hamacas y sombrillas de colorido diverso. Pero más atractivo es el pueblo como tal, amado por Eugenio Montale, a cuya fascinación remite su libro Huesos de sepia, del que unos versos iluminan una pared de la montaña horadada que conduce a las calles, plazas e iglesias antiguas del pueblo: “A menudo he encontrado el mal de vivir…”.

Vernazza, a continuación, es mucho más recatada, pero ofrece un espectáculo natural casi embrujador. Las olas baten sin cesar contra los contrafuertes de la pequeña ensenada, mientras las casas escalan por la montaña y se apretujan unas contra otras, por calles inverosímiles que ascienden hasta llegar a una fortaleza desde la que se domina todo el horizonte. En verano, al atardecer, atildados italianos se entretienen en coloquios, copa de vino blanco en mano, haciendo gala de un hedonismo lento y tranquilo que parece ignorar el tiempo, como el mismo pueblo.

Corniglia es el más recatado de todos, encaramado en lo alto, mirando al mar con horizontes de fortaleza inexpugnable. Sus calles son estrechas y empinadas, con multitud de tiendecitas pintorescas y elegantes, muy made in Italy. Su plaza principal se llena de las sombras hospitalarias de las pérgolas, hábitat natural de las terrazas veraniegas donde el murmullo del bienestar se oye sin cesar. Por sinuosos senderos el viajero puede ir descendiendo hasta los confines del mar, donde baten las olas sobre peñascos descarnados. En los meses de buen tiempo, allí aparecen bañistas casi remotos, inverosímiles, pegados a las rocas, y una casa solitaria reclama pensamientos de retiros radicales, de la época hippy, como mínimo.

Manarola quizás sea mi favorito. Una insólita cuesta de piedra alisada conforma una rampa donde los turistas toman el sol antes de arrojarse a un trozo de mar aprisionado entre rocas. Un sendero que bordea las montañas que rodean al pueblo se convierte en un prolongado mirador que también conduce, por unas escalinatas, a un asombroso cementerio, en uno de cuyos muros, con letras gigantescas, descuellan versos del poeta Vincenzo Cardarelli para celebrar la melancolía y la belleza, a partes iguales: “Oh, cementerios ligures, abiertos a las olas y al viento…”.

Por último, Riomaggiore ofrece al viajero, además de su calle principal en rampa, sumamente animada, vistas del resto de los pueblos anteriores, todos ellos ensartados, al atardecer, en una especie de rosario de luces intermitentes como guirnaldas entreveradas que parpadean junto al mar.

La bahía de los Poetas

¿Fin del periplo? En absoluto. Quedan más eslabones, pero ahora recomiendo solo uno, inexcusable. En dirección contraria, también desde La Spezia, se encuentra la bahía de los Poetas, así llamada porque fue frecuentada por Byron y Shelley cuando celebraban por allí su amistad surgida en el destierro. En esas aguas solían navegar, nadaban y en ellas encontró la muerte en un naufragio el propio Shelley.

Una de las poblaciones más célebres de ese entorno es Portovenere, ciudad turística por excelencia. Junto a una lengua de la bahía se alzan pedruscos desbastados donde, como lagartos, se tumban los bañistas. Las terrazas suavizan ese casi rudo escenario y, si se sigue caminando, pasmado el viajero ante las casas multicolores, se llega al más prodigioso de los lugares: la gruta de Byron. Se trata de una roca horadada que da a un mar agitado y casi sombrío, como salido de la más exquisita de las imaginaciones románticas. Al parecer, Byron acudía a meditar y desde allí cruzó a nado la bahía para visitar a su amigo Shelley, residente en Lerici.

Pero Portovenere, además de esa aureola literaria, también participa de una elegancia extrema en casi todos sus gestos, ya se llamen casas multicolores, comercios exquisitos, iglesias medievales, miradores soñadores o plazas contemplativas. Fue cima del turisteo italiano de postín en los sesenta, y quedan aún vestigios de esa prosapia, un poco enmohecida, visible a veces en italianos que lucen sus inverosímiles prendas veraniegas, propias casi de una trasnochada pasarela. Lástima que no pudiéramos ir en barco hasta la cercana Lerici como habíamos previsto. Estaba agitado el mar, nos dijo el barquero, lo cual me hizo pensar, inevitablemente, en la muerte de Shelley.

Ángel Rupérez es autor del libro de relatos Las lágrimas equivocadas, que publicará próximamente Izana Editores.

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