Un enfrentamiento entre los dos transatlánticos del baloncesto español siempre deja lecturas, sensaciones y presagios que vienen del pasado y se proyectan hacia el futuro, confirmando y corrigiendo, ensalzando y golpeando. La disputa de la Copa del Rey validó de nuevo a los azulgrana, tan contentos por lo que ganaron como por lo que intuyen que seguirán ganando. En el otro lado, sembró de dudas a los madridistas, tristes por la derrota y más que preocupados por la sequía de éxitos y la constatación, clásico tras clásico reciente, que se encuentran un peldaño por debajo de sus grandes rivales.
El Barça confirmó que su competitividad ha crecido hasta el punto de aunar el talento que posee a raudales con el ardor guerrero que le exige día tras día, partido tras partido y casi jugada tras jugada su comandante en jefe, el intenso Sarunas Jasikevicius, un hombre que no conoce medias tintas. Nunca han faltado quilates en sus plantillas, ni siquiera en tiempos relativamente recientes donde el Madrid acumulaba títulos y los blaugrana decepciones. Pero se echaba en falta en los momentos álgidos algo más de temperatura, menos estilismo y más ganas de pelea. Con la llegada del volcánico técnico lituano, esa cierta frialdad no ha lugar.
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Estamos hablando de un tipo en constante ebullición, que no conoce el respiro y somete a sus jugadores a una presión extrema hasta el punto de que un solo error puede dar con tus huesos en el banquillo. Un entrenador que no tiene ningún problema en romper el tabú que dice que nunca debes apuntar pública y directamente a tus jugadores. Todo lo contrario. En aras de que se mantengan intensos y enfocados, se lo salta a la torera, y no duda, como en la Copa, en decir que al principio del partido sufrieron de problemas testiculares.
Sintiendo el aliento de su técnico en el cogote, rozando a veces con su comportamiento público alguna línea roja relacionada con el respeto profesional, no cabe duda de que por el momento sus jugadores soportan sus formas, confían en sus dictados y responden a la presión a la que les somete. Queda poco rastro de equipo algo pusilánime y en la actualidad parecen ser capaces de hacer frente a cualquier circunstancia, aunque sea tan exigente como la que le planteó el Madrid en la final. Una gran desventaja inicial, un partido a cara de perro y guantazos de ida y vuelta. Más que jugar a baloncesto, se vivió una velada boxística.
Rechinando los dientes y azuzado desde la banda, el Barça fue capaz de sobrevivir a la excelente defensa blanca y llegar vivo al momento de la definición, territorio donde a diferencia de su adversario, le sobran recursos y muñecas solventes para afrontar esos cruciales momentos. No sólo cuenta con diversas opciones sino que están debidamente jerarquizadas. Con Higgins en el dique seco, manda en solitario Mirotic, capaz de ser MVP con una versión donde prima la regularidad más que la excelencia. Su indiscutible liderazgo lo secundan gente contrastada en esos menesteres como Laprovittola, Calathes, Kuric e incluso Brandon Davies. Y dejan espacio para una posible aparición como la de Jokubaitis, una fuerza de la naturaleza aún por pulir y que resultó proverbial.
El Madrid, en cambio y por circunstancias diversas como el lógico desgaste por la edad de Llull y Rudy o los problemas físicos de Randolph y Thompkins, tiene que encomendarse a jugadores físicos de excelente perfil defensivo pero no tanta claridad y facilidad ofensiva en esos momentos donde quema la pelota y se deciden los trofeos.
Jugando rápido o lento, fluido o trabado, en el Palacio, el Palau o en Granada, el resultado está siendo el mismo, lo que confirma, sin olvidar que esto es deporte y no ciencias exactas, que el Barcelona es el actual dominador de la escena y Jasikevicius su incuestionable mandamás. Próxima parada para confirmar o tirar por tierra esta teoría, la Euroliga.
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