Hilos de algodón enredando norte y sur

Campo de algodón en México.
Campo de algodón en México.

Han k’ Win Saik, traducido de la lengua selknam, quiere decir: “Los que se han ido”. La expresión se usaba en los lamentos fúnebres para reemplazar el nombre de la persona muerta. Un viejo canto selknam dice sobre los que se han ido: “Estoy parado sobre las pisadas de aquellos que se fueron. Creo que he llegado de aquellos que se fueron. De los que ya no están. Por eso camino y les canto hacia el cielo del oeste”.

Comienzo este texto resucitando a los selknam, pueblo nómada que vivía al sur del mundo, entre Argentina y Chile, porque esta escritura de algodón que hoy nos convoca se teje con hilos trashumantes, con la huella de recorridos múltiples que me recuerdan los tránsitos de los selknam, esas idas y venidas entre el dolor, la precariedad y la inclemencia que arrastra el clima y la maquinaria del capital y el progreso. Los resucito, digo, porque los grandes estancieros, los buscadores de oro y los salesianos se encargaron del genocidio que los exterminó a comienzos del siglo XX. De los selknam sólo quedan huellas. Caminos borroneados por la Historia, pasos invisibles como los que Cristina Rivera Garza se lanza a recorrer tras la búsqueda de sus abuelos migrantes en el norte de México, al otro extremo del planeta. Pasos hacia atrás que configuran una escritura que, tal como proponían los selknam cuando cantaban al cielo del oeste, testimonia la idea de que sólo pisamos las huellas de los que ya no están.

En Autobiografía del algodón, Cristina nos ofrece una autobiografía, un ejercicio de memoria presente que metaboliza su intento por desentrañar la experiencia migratoria de sus abuelos y de toda una comunidad trashumante que se vio guionizada por la promesa del algodón a comienzos del siglo XX. Un enredo de hilos blancos que van tejiendo el entramado que precede a su aparición en el mundo. La huelga nunca registrada por los manuales de Historia en el Sistema de Riego número 4 en Nuevo León. Las posteriores inundaciones, las sequías, las epidemias, el éxodo, los hijos muertos, las plagas, las caravanas en el tiempo y a través del tiempo, el trauma oculto de la migración, de las mudanzas de ida y vuelta y, al igual que aquí en el sur, del dolor de la inclemencia que arrastra el clima y la maquinaria del capital y el progreso.

Esta es una escritura en fuga, en constante movimiento, tal como transitan cada uno de los personajes de este libro. Una escritura que deambula fuera de los límites, proponiendo un artefacto híbrido, inclasificable, mezcla de ensayo y ficción, de crónica, documento, diario de viaje e investigación. En un mundo patriarcal y mercantilista organizado por fronteras, muros, razas, clases, idiomas, patrias, banderas, uniformes, géneros, nombres, firmas, autorías, vitrinas, marcas, esta escritura en fuga, que huye de toda clasificación y norma, quizá abra una ruta posible para desbaratarlo todo y proponer una nueva lógica, una que pague la deuda enorme que tenemos con nosotras y nosotros mismos. Una que se haga cargo y siga manteniendo encendida la huelga contra el silencio y el olvido. No por nada lo que inaugura el libro es la imagen del joven activista y escritor José Revueltas llegando a la Estación Camarón en 1934 a vivenciar la huelga del conflicto agrario y a escribir todo sobre ella. Asumiendo la herencia de Revueltas, esta autobiografía se escribe con la conciencia del poder de la letra. Un poder que no sólo fija la historia, sino que también intenta repararla.

Asumiendo esa herencia, esta autobiografía intenta dar perspectiva, mirar más allá del presente, contemplarse como un tramo de un trayecto sin fin. Una escritura que se sabe incompleta, en ejecución, donde la voz y la experiencia de la autora se ponen al servicio, sin protagonismo, para trenzar una historia comunitaria que viene lanzada desde el pasado. Letras que se levantan de las fosas y las ruinas, de la sustracción del tiempo, intentando dar sentido a todo ese enredo de trayectos, algodón y memoria, con la que cargan. Una escritura que teje con hilos blancos un bolsillo para guardar las cenizas de los muertos, tal como Cristina nos cuenta que hacían los guachichiles antes de ser orillados hacia el desierto, condenados al sedentarismo de un mundo al revés que los extinguió. Y continuar el viaje, como hicieron ellos cuando podían, con las cenizas de los ancestros pegadas al cuerpo, como un apéndice o una brújula. Una escritura que podría ser un lamento fúnebre y a la vez una canción de festejo a las huellas habitadas. Un canto como ese que cantaban los selknam a miles de kilómetros al sur antes de ser orillados y encerrados en una isla pequeña, también sometidos al sedentarismo de ese mundo al revés que los extinguió. Han k’ Win Saik, escribe Cristina sin saberlo, sin escribirlo, con esa energía médium que le permite hablar por sus abuelos y por la humanidad toda. “Estoy parado sobre las pisadas de aquellos que se fueron. Creo que he llegado de aquellos que se fueron. De los que ya no están. Por eso camino y les canto hacia el cielo del oeste”.

Autobiografía del algodón

Cristina Rivera Garza. Literatura Random House, 2020. 316 páginas. 16,63 euros

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