“No sirvió de nada declararlo patrimonio”. Paulina Villanueva, hija del arquitecto Carlos Raúl Villanueva (1900-1975), autor del campus de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, no podía creerlo cuando al abrir un nuevo mensaje en su móvil se encontró con las imágenes del hundimiento de una de las piezas más singulares de la obra de su padre, un corredor cubierto de hormigón armado, dentro de un conjunto que la Unesco considera “una obra maestra del urbanismo, la arquitectura y el arte” y un “ejemplo sobresaliente” de los ideales del movimiento moderno.
Paulina atiende la videollamada de ICON Design desde Nueva York, donde se quedó bloqueada cuando se declaró la pandemia de covid-19. Varios factores fatales han confluido en esta pasarela haya acabado venciendo: “El cerco económico del gobierno de Maduro a las universidades, que se han quedado prácticamente sin recursos, ha coincidido con las lluvias torrenciales que han caído en los últimos días en Caracas”. Todo ello en plena cuarentena por el coronavirus, “que ha hecho que la universidad se haya quedado vacía varios meses”.
La obra del diablo
La Ciudad Universitaria de Caracas (1940-1060) es la obra de una vida: cerca de 40 edificios se distribuyen en 200 hectáreas cuatro zonas: el hospital universitario (que el artista moderno Mateo Manaure revistió con un mural policromado), el conjunto central (en el que se ubican el aula magna y el rectorado), la ciudad deportiva y las facultades, entre las que destaca la de Arquitectura. “A principios de los años cincuenta comenzó a trabajar en el conjunto central, que ya no es como los edificios estucados de blanco de la primera etapa, sino un despliegue de formas de hormigón armado a la vista, muy audaces, que ejecutó con ingenieros e integrando las artes”, explica María Fernanda Jaua, arquitecta venezolana licenciada por la facultad de Arquitectura en esta universidad y ahora residente en Madrid.
Todos quedan unidos en un entramado de pasillos cubiertos, un ejemplo extraordinario de la adaptación de la arquitectura al entorno. “Villanueva tuvo la posibilidad de llevar a la realidad los ideales de la arquitectura moderna de principios del s. XX, pero a la vez tuvo en consideración el lugar, de clima tropical”, señala Jaua.
“Para la protección del sol y del calor [con sombras y ventilación]”, continúa, “se inspiró en la arquitectura colonial española, sin copiarla, con elementos como celosías, corredores, espacios abiertos e intermedios entre exterior e interior. Estos pasillos son casi un kilómetro y medio de distintas estructuras que unen los edificios para caminar entre ellos protegido del sol”. En ellos, Villanueva tuvo la ocasión de experimentar con el hormigón armado y el acero, junto a los ingenieros Juan Otaola Paván y Óscar Benedetti.
“El corredor que se ha caído”, explica Jaua, “tiene las columnas a un lado para dejar abiertas las vistas al jardín central al que da el aula magna. Es un pasillo ondulado que se llena de agua y de hojas y, si no lo limpias, el peso termina afectando a la estructura”.
Además, decenas de obras de arte se distribuyen por toda la ciudad, integradas en la vida cotidiana; una “síntesis de las artes” –una idea que le Le Corbusier trabajó durante toda su vida– ,en la que participó un importante grupo de creadores de vanguardia, como el estadounidense Alexander Calder o el francés Fernand Léger. El diseño incluye desde el paisajismo, con especies autóctonas de hoja verde, hasta las manillas de las puertas y por supuesto los muebles.
“Cuando mi padre fue a presentarle el proyecto a Alexander Calder para pedirle que participara, él le respondió: ‘Villanueva, eso es demasiado ambicioso, esto no lo puede construir un hombre. Si llega a construirlo es porque es usted el diablo”. Terminado el conjunto Calder se presentó en Caracas con una silla negra con alas de mariposa que había hecho para el arquitecto: “Es la silla del diablo”, le dijo. Ahora se encuentra en el jardín de la casa Caoma, la residencia de Villanueva en Caracas.
Un funcionario lo suficientemente loco
Pero tan milagroso como el proyecto es el hecho de que Villanueva lograra llevarlo a cabo sin interferencias, desde un despacho en el Ministerio de Obras Públicas, y pasando por gobiernos de todos los signos, golpes de estado, presidentes asesinados y dictaduras. “Solo en una ocasión recibió la visita el general Marcos Pérez Jiménez (1952-1958)”, cuenta Paulina Villanueva, también arquitecta y directora de la Fundación Villanueva, que lleva décadas velando por preservar la integridad de la obra.
“Le fueron con el chisme de que el arquitecto de la Ciudad Universitaria estaba haciendo una cosa loca en el aula magna con un artista, Calder, que estaba chalado. Pérez Jiménez se acercó y le preguntó qué era aquello que había por el suelo. Allí estaban las nubes de Calder por el suelo. Y mi padre le dio la respuesta que había que darle: ‘Esto, general, es funcional”.
Los móviles de Calder que pueblan el auditorio como platillos flotantes de formas y colores irradian las ondas acústicas del espacio, pero son a la vez la guinda de una síntesis de las artes que se compone de un total de 107 obras de 24 artistas plásticos, entre murales y esculturas.
No es que el general Pérez Jiménez compartiera los ideales del movimiento moderno. “La dictadura militar venezolana quería celebrar en la universidad la X Conferencia Iberoamericana en 1954, con mandatarios de todos los países, y quería mostrarse al mundo con lo que sabía que el mundo valoraba en aquel momento”, cuenta Paulina Villanueva. “Así que durante al menos el tiempo hasta que se celebró la cumbre, hubo recursos de sobra para ejecutar el proyecto”.
Para cuando el dinero se acabó la Ciudad Universitaria estaba prácticamente completada, al menos a ojos profanos. Para Villanueva, la arquitectura estaba viva y debía ir creciendo y adaptándose con el paso del tiempo y el cambio de usos. Costó más convencer a algunos artistas para que participasen en un proyecto financiado por una dictadura, que a la propia dictadura de las bondades del arte. En el caso de algunos creadores venezolanos, como Jesús Soto, la negativa “era comprensible”, dice Jaua, no querían vincularse con el gobierno militar.
Otros, como Miró, simplemente estaban en plena fertilidad creativa, con demasiado trabajo para atender ningún nuevo encargo. En general, los europeos de izquierdas comprendieron que era más trascendente el proyecto en sí mismo que el origen del dinero. “La dictadura va a pasar, pero la obra va a quedar”, dijo Fernand Léger, criticado por contribuir al conjunto, en 1954, con un vitral ubicado en el edificio de la biblioteca central.
¿Por qué no podemos cultivar rosas?
La permanencia, en cambio, ha sido un caballo de batalla que ha habido que sacar casi a diario desde que Villanueva falleció a causa del Párkinson. Su hija puede contar cada una de las veces que ha tenido que frenar los impulsos creativos de rectores, profesor y alumnos, afear la dejadez de las administraciones públicas y universitarias en el mantenimiento o bajar los brazos ante cambios irreparables.
“Un día, en una reunión de alguna de las comisiones de conservación que ha habido en la universidad, llegó la solicitud de un decano que quería plantar rosales. Le dijimos que no y el decano se indignó con nosotros, y de paso el rector se indignó también con nosotros. Tuvimos que explicarle que el diseño no se reducía a los edificios, sino que era un proyecto integral, del que formaban parte también los espacios, los pasillos y los jardines: chaguaramos, palmas, vegetación verde, así eran los jardines de mi padre”, cuenta. “Todo el mobiliario del aula magna era una preciosidad y lo cambiaron por unos muebles nuevos de un mal gusto horrible. Un rector decidió que a mi papá le faltaron pasillos y acordó construir unos nuevos que no tienen nada que ver con el proyecto”.
Con todo, se consiguieron mantener la integridad y autenticidad del diseño de Villanueva, condiciones indispensables para que la Unesco llegase a declararlo Patrimonio de la Humanidad en el año 2000, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Villanueva. En vista de las dificultades cotidianas para que aún hoy se comprenda la importancia de preservar la Ciudad Universitaria, cuesta imaginar cómo el arquitecto consiguió salirse con la suya durante dos décadas.
Quizá fue por esa habilidad para dar la respuesta idónea o quizá por su manejo precario del español. De padre venezolano, Villanueva nació y se educó en Francia, primero en el Liceo Condorcet y luego en la Escuela de Bellas Artes de París. Fuera de la academia se vinculó con las vanguardias de aquel París efervescente. Y conquistó a la que luego fue su mujer, una venezolana que, según bromeaba, se había casado con él “porque hablaba perfectamente francés”, cuenta Paulina.
Ya en Venezuela, regresó a París en 1937 porque había hecho el pabellón de Venezuela para la exposición universal, en la que España presentó el pabellón de la República. “Mi mamá decía que se pasaba el tiempo allí con Sert, que en el venezolano estaba menos interesante. Allí conoció también a Miró”. Los recuerdos que Paulina Villanueva tiene de su padre trabajando comienzan cuando él estaba enfrascado con la ejecución del conjunto central de la Universidad. “Era como un sacerdote de la arquitectura: trabajaba de ocho de la mañana a 12 del mediodía y de dos a seis de la tarde, y cuando llegaba la hora cerraba”.
Sorprende que consiguiera así, sin nocturnidad ni arrebatos de genio excéntrico, no solo levantar la Ciudad Universitaria, sino combinar el proyecto con sus clases de Proyectos y de Historia de la Arquitectura y con su trabajo en el Banco Obrero, a través del que hizo un buen número de edificios de viviendas sociales, como El Silencio o 23 de enero.
“Arreglarse se va a arreglar”
Mientras esos edificios no tienen problemas de mantenimiento, el estado actual de la universidad es, en palabras de Paulina Villanueva, triste. “Sobrevive gracias a la dedicación de muchas personas [afines al proyecto] que quedan trabajando allí. Cada vez que pasa el tiempo y no se hacen los trabajos de mantenimiento la ciudad universitaria se deteriora. Y ahora con la pandemia la universidad ha estado sola varios meses”, lamenta. “El concreto no es como la piedra, no es eterno. El estado de ese pasillo ya era delicado desde hace bastante tiempo. Se hizo un diagnóstico y luego no se realizó el mantenimiento que se debía: los drenajes estaban tapados y había que arreglar la impermeabilización. Ahora, los soportes de acero están dañados”.
Aunque reconoce que hace falta un informe de peritaje para saber si se va a poder salvar o si habrá que demoler la estructura para volverla a construir, Paulina no pierde la fe en el diablo: “Arreglarse se va a arreglar; hay que tratar de hacerlo de la mejor forma posible y con las personas adecuadas, buenos ingenieros”.
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