El 21 de octubre fue el primer y el último día que Cristopher Rodrigo, de 24 años, salió a la calle a manifestarse contra la desigualdad en Chile. No le dio tiempo a correr. Un carabinero le disparó un balín a menos de cinco metros de distancia y perdió totalmente la visión en el ojo izquierdo.
“Todo fue muy rápido, pero aún recuerdo la cara del agente”, dice en la sala de espera de un hospital de la capital chilena.
Está tomando pastillas para dormir y “controlar la rabia” y, aunque el dolor ha bajado de intensidad, cada cierto tiempo siente un fogonazo “insoportable” en el ojo.
Rodrigo es una de las casi 200 personas con heridas oculares causadas por perdigones disparados por las fuerzas de seguridad durante las manifestaciones sociales que estallaron en Chile hace cuatro semanas y que son las más graves desde el retorno de la democracia, con una veintena de muertos y miles de detenidos.
“No quiero volver a marchar, tengo un miedo enorme a que me pase algo en el otro ojo”, reconoce con un hilo de voz.
La mayoría de los que tienen lesiones en los ojos -197, según el último reporte del estatal Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH)- está recibiendo tratamiento en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un departamento acostumbrado a lidiar con accidentes menores y convertido en termómetro de la brutalidad policial.
Pasar una mañana en su sala de espera es asistir a un goteo constante de “cabros” con parches en los ojos, nombre popular con el que se conoce a los jóvenes en Chile.
“El número de traumas severos es impresionante. Llevo 15 años trabajando en este hospital y nunca había visto nada igual”, reconoce a Efe la oftalmóloga Rosa Valsec tras sacarle un balín inscrustado en el lacrimal a otro joven con un diagnóstico de “estallido del globo ocular”.
Los proyectiles impactan “con mucha fuerza”, posiblemente por la corta distancia a la que son disparados, y generan una “brutal” destrucción: “Muchos pacientes van a necesitar cuatro o cinco operaciones y rehabilitación intensa porque cuando se pierde un ojo hay que reaprender las distancias y la orientación espacial”, lamentó la doctora.
Las manifestaciones, que comenzaron por una subida en el billete de metro y se convirtieron luego en un clamor popular contra el Gobierno de Sebastián Piñera y el desigual modelo económico heredado de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), transcurren en su mayoría de forma pacífica, aunque también se han registrado episodios de violencia, saqueos y destrucción de mobiliario público.
Las asociaciones de derechos humanos denuncian que las fuerzas de seguridad disparan de manera arbitraria contra cualquier manifestante y hay varias misiones internacionales en el país investigando la represión y los abusos policiales.
La ONU llegó incluso a pedir la semana pasada el cese de balines y perdigones en las protestas, pero el Gobierno hasta ahora solo se ha comprometido a “limitar” su uso e insiste en amplificar la dimensión violenta del estallido social.
“El número de heridos oculares es tal que a uno le hace pensar que es intencional. Los que reciben los balines no son los que provocan los incendios o los que saquean, son los que se manifiestan pacíficamente”, advirtió este martes Ennio Vivaldi, rector de la estatal Universidad de Chile, a la que pertenecen muchos de los lesionados.
Ariel Flores, de 24 años, es uno de esos jóvenes que protestaba en un ambiente festivo junto a un grupo de amigos en Plaza Italia -el epicentro del estallido social y renombrado por los manifestantes como “Plaza Dignidad”- y a quien le llovió un perdigón desde un camión lanza-aguas.
Por la cantidad de sangre que tuvo aquel 28 de octubre supo desde el principio que había perdido el ojo derecho: “Me sacaron una parte del globo ocular y me la rellenaron con silicona para no perder la forma y poder ponerme una prótesis en el futuro”.
“Yo no me puedo imaginar cómo alguien como Piñera puede seguir impune. Los carabineros siempre fueron agresivos, pero ahora están descontrolados”, afirma enojado mientras espera su turno en la misma sala de espera y califica de “burla” el reciente lanzamiento por parte del Gobierno de un programa gratuito de reparación ocular.
El que tuvo mejor suerte y pudo conservar ambos ojos fue Cristian Pozos, un terapeuta de 31 años. Los voluntarios de la Cruz Roja le pudieron sacar en plena protesta un perdigón de la zona del tabique nasal cercana al lacrimal y ahora se encuentra a la espera de que le extirpen otro proyectil, pero los médicos están casi seguros de que no va a perder visión.
“La calle es el derecho más sagrado que tenemos y vamos a seguir defendiéndolo”, asegura, convencido de que el estallido social está lejos de apaciguarse.