Un mes y medio después de la muerte de Mahsa Amini bajo custodia policial, las protestas continúan en Irán. Numerosas mujeres se arriesgan a salir de casa sin velo y estallan manifestaciones espontáneas en campus universitarios y patios de escuela. Se denuncia la obligatoriedad del velo, pero también el hartazgo con un régimen que ignora el sentir de sus ciudadanos, viola sus derechos más elementales y los ha sumido en la pobreza. De ahí que la mayoría de quienes se echan a la calle sean jóvenes que no ven perspectivas de futuro en su país. Las imágenes que han logrado sortear la censura oficial han despertado en Occidente la ilusión de que, tras años de algaradas reprimidas, esta vez los iraníes logren un cambio que mejore sus vidas. Las dificultades son enormes.
Una vez más conviene recordar que las redes sociales no son la realidad, solo reflejan una parte de esta. Y en el caso de Irán, con 85 millones de habitantes, resulta reseñable la falta de un consenso para alcanzar un contrato social que incluya a todos. Es un país con dos almas, el alma islámica de la que el régimen islamista se ha arrogado la representación, y el alma persa que subyace a su historia y alienta una interpretación más relajada de los preceptos religiosos. Sin embargo, desde la revolución de 1979 quienes se hicieron con el poder han obviado esa diversidad y cerrado cualquier puerta (electoral o de otro tipo) a la menor disidencia. De ahí que resulte especialmente significativa la oleada de protestas, cada vez más frecuentes, que sacude el país en este siglo.
Llama la atención, además, la extensión geográfica de las actuales manifestaciones. No son solo en Teherán, Isfahán o en la kurda Urmía. Los vídeos del descontento llegan también desde Tabriz, Mashhad, Ahvaz o localidades de Baluchistán. Dada la represión con la que los gobernantes responden a las denuncias públicas, tampoco sorprende que quienes participan activamente apenas sumen unos pocos miles, muy lejos aún de los tres millones que, según fuentes oficiales, reunió en 2009 la primera protesta contra la reelección de Ahmadineyad, que los iraníes consideraron fraudulenta. Sin quitar un ápice de valor a quienes mantienen el desafío, no parece que se haya alcanzado una masa crítica de manifestantes.
Es cierto que los jóvenes han ideado formas alternativas de protesta que dejan claro el extendido malestar con el sistema islámico. Desde teñir de rojo el agua de las fuentes hasta hackear la señal de la televisión estatal, pasando por las ya habituales pintadas contrarias a la República Islámica en las fachadas, o los eslóganes contra el líder supremo coreados desde los balcones al anochecer. Gestos todos ellos irritantes para el régimen, pero insuficientes para desestabilizarlo.
Tampoco se aprecia hasta el momento una fisura en las élites gobernantes, algo que sería clave para el éxito de las protestas. Los activistas confían en que si estas se sostienen en el tiempo logren minar a los responsables de segunda y tercera fila. Se ha popularizado un vídeo en el que unas maestras se unen a la sentada de sus alumnas y se habla de la dimisión de un diputado kurdo, que habría sido detenido y obligado a retractarse. Son anécdotas. El único sector del régimen que en el pasado dio alguna esperanza a los iraníes deseosos de cambio, el de los llamados reformistas, quedó aniquilado en 2009. Y nunca tuvo verdadero control del aparato represor.
Además, atrapados en el cliché del régimen de los ayatolás, a menudo olvidamos que el verdadero poder en Irán no radica en unos ancianos clérigos anclados en valores anacrónicos, sino en la élite militar de los Pasdarán (o Guardianes de la Revolución), cuyo control de la economía constituye el principal obstáculo a la apertura del país. De ellos depende la milicia paramilitar de los basiyís, a la que se ha encomendado la represión de las protestas. Si la revuelta popular llegara a amenazar el sistema, la teocracia chií que Jomeini instauró hace 43 años tiene muchas papeletas de transformarse en una dictadura militar. Por ideología o conveniencia, son varios centenares de miles las familias que siguen manteniendo una gran fidelidad al sistema. Entre los adeptos y los manifestantes, varios millones más observan desde la banda el devenir del enfrentamiento con el temor de que convierta a su país en otro Irak o Siria. El régimen lo sabe y lo explota.
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